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Puertas giratorias

Puertas giratorias
Javier Junceda, autor de esta columna, jurista y escritor, en una foto reciente.
16/3/2019 06:15
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Actualizado: 15/3/2019 13:09
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Quién les iba a decir a los que tan cándidamente promovieron la Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado, que serían los primeros en sufrir sus rigores.

Encaramados a un carro más papista que el Papa, los legisladores de entonces admitieron sin rechistar un régimen concebido e impulsado por las corrientes más populistas de la izquierda radical para persuadir de dedicarse a la política a personas de valía procedentes del ámbito privado.

Como si jueces y fiscales no estuvieran ya por aquél entonces atajando la corrupción originada desde las alfombras públicas, se optó con indudable papanatismo por dar una vuelta de tuerca adicional al estatuto del gobernante, introduciendo en él requisitos que desprenden inequívoco aroma de recelo y desconfianza hacia los políticos, complicando su retorno a la vida privada.

Esta artera estrategia consistente encarecer los requisitos del aspirante a gobernante -quizá para garantizar que solo se presten a ello quienes no tienen ni oficio ni beneficio o quienes vivan en exclusiva del dinero público-, se había iniciado tiempo atrás con las iniciativas parlamentarias soft law vinculadas al buen gobierno, por cierto planteadas por el mismo ejecutivo nominalmente moderado y conservador haciendo suyas las propuestas demagógicas, que persiguen imponer un ridículo estándar de calidad de nuestros responsables que, con ropaje de integridad, lo que en realidad busca es dificultar la llegada a la vida pública de quienes cuentan con inquietudes de servicio a la comunidad.

Ahí están para confirmarlo las impúdicas e igualitaristas exigencias de desnudo patrimonial de estas personas, así como las limitaciones al ejercicio de actividades privadas con posterioridad a sus funciones como altos cargos, prevista en el artículo 15 de la Ley 3/2015.

En lugar de hacer descansar en los procesos electorales los frutos buenos o malos de todo gobernante, y de poner en mano de los tribunales sus eventuales desmanes -reforzando llegado el caso sus medios materiales y humanos para dicho control-, la arquitectura institucional que ha posibilitado estas peculiares tendencias ha sido recibida sin discusión por los sectores implicados, confiando en unos efectos que ni están ni se les espera, toda vez que desde el año de promulgación de esta normativa hasta hoy no han cesado de salir a la palestra infinidad de casos de corrupción, lo que corrobora la discutible utilidad de estas leyes.

A LO QUE OBLIGA LA LEY 3/2015

Como se sabe, el citado artículo 15 de la Ley 3/2015 obliga a que, durante los dos años siguientes a la fecha del cese, no puedan prestar servicios quienes han sido altos cargos en entidades privadas que hayan resultado afectadas por decisiones en las que hayan participado, extendiéndose esta prohibición a aquellas que pertenezcan a su grupo societario y con mayores exigencias en el caso de los miembros de órganos reguladores o supervisores, impidiéndoles desempeñar actividades privadas en las entidades reguladas o supervisadas.

La propia norma se encarga, no obstante, de precisar el alcance de lo que haya de entenderse como “participación en la adopción de decisiones que afecten a la entidad” a la que se incorpore el que fuera alto cargo, que será cuando el afectado firme informes preceptivos, actos administrativos o privados relacionados con la empresa en la que pretenda trabajar, o bien cuando hubiera participado en órganos colegiados que hubieran adoptado decisiones relativas a esa entidad.

No obstante, el número 4 de este artículo 15 de la Ley 3/2015 excepciona de estos requisitos a los altos cargos que pretendan reincorporarse a actividad profesional en el sector privado cuando desempeñen a su vuelta puestos de trabajo que no estén directamente relacionados con las competencias del cargo público ocupado ni que puedan adoptar decisiones que le afecten, algo de muy compleja determinación por la Oficina de Conflictos de Intereses, como puede suceder si se trata, por ejemplo, de un alto cargo procedente de una firma de abogados tamaño pequeño o mediano, que no permita o sea capaz de admitir una reubicación diferente cuando se retorne a las funciones letradas primitivas.

A estos inconvenientes en el día después del cese como gobernante, añade la Ley la prohibición de contratar con la Administración en la que hubieran prestado servicios durante el mismo período de dos años, si bien “siempre que guarden relación directa con las funciones que el alto cargo ejercía”.

Este entrecomillado, dispuesto para limitar esa contratación por los ex altos cargos, desenfoca sin embargo la cuestión central, que no radica en que se dé por sentado que se le va a adjudicar un contrato por ser el licitador quien es o ha sido, sino en que este supere o no un procedimiento contractual como es debido, siempre sometido a los estrictos criterios y garantías de adjudicación establecidos y con la oportuna inspección del fraude.

No tiene razón de ser que se impida licitar a alguien por el mero hecho de haber sido un alto cargo, porque algo así podría privar a las Administraciones de formidables contratistas, a los que se les aparta sin embargo por un apriorismo repleto de suspicacias y que además confía poco en los sistemas de supervisión de la limpieza en la contratación e incluso en la intervención penal en aplicación del delito de tráfico de influencias y sus correlativos en la materia.

EL AFECTADO TIENE QUE INFORMAR A LA OFICINA DE INTERESES

Estas cortapisas, unidas a las previstas en el artículo 12 del Real Decreto 1208/2018, de 28 de septiembre, por el que se aprueba el Reglamento de la Ley 3/2015, que exigen una constante información del afectado ante la Oficina de Intereses, enredan aún más el día después del gobernante, al que no le quedarán más ganas de volverse a meterse en líos políticos.

Indudablemente, si a quien se dedica a la política no le garantizamos un adecuado e incluso despejado futuro tras su paso por ella, no nos quejemos del nivel de los que nos gobiernan.

Si alguien hace lo que no tiene que hacer tras el paso por el Gobierno, para eso están desde siempre los que se ocupan del cumplimiento de la legalidad, que por cierto no dejan cada día de cumplir discretamente con su deber.

Todo lo demás, y especialmente estas cuestiones de las que aquí damos cuenta, no responden sino a una táctica política que no pretende acabar con la corrupción, sino utilizarla hasta la náusea como argumento para seguir en los parlamentos, silenciando los notables avances que en esos terrenos hemos conseguidos por los medios tradicionales de lucha contra la delincuencia, y que tan buenos resultados nos vienen proporcionando.

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