Firmas
Ramón Entrena Cuesta, In Memoriam
10/9/2019 17:07
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Actualizado: 10/9/2019 17:10
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Pudiste, Ramón haber escrito tus memorias, que hubieran sido golosas. Note dio tiempo y yo solo puedo trazar cuatro líneas sobre quién eras y qué has significado para tantísimas personas.
No en vano gané el premio de esa ciencia que vinimos a definir como la “entrenología” y que consistía en interpretar tus frases enigmáticas, con tres o cinco sentidos o tus formas de apodar a personajes y personajillos.
Claro que desde las 6 de la mañana en que te levantabas para estar antes de las 8 en el despacho y con la prensa leída (y asimilada) habías urdido ya tus valoraciones políticas, jurídicas y hasta los ecos de sociedad.
Ramón Entrena ha sido un grandísimo jurista, pero quizás él, en su epitafio, antepondría su condición de abuelo.
Como le gustaba repetir había sido un extraordinario marido y padre y un excepcional abuelo. Y, de hecho, algunos ambicionamos “ser nietos de Ramón”.
Aunque nació allá por 1941 en Granada -y conservó toda su vida esa innata cualidad de la mala follá, sobre todo gestual- estudió, con enorme brillantez y aprovechamiento, Derecho en la Universidad Complutense en donde conoció a Sol Guasp Maldonado con la que se casó después de aprobar las primeras oposiciones, las de Técnico Administrativo Civil del Estado en 1964.
Poco después, en cuanto se produjo la primera convocatoria, ingresó en el cuerpo de Letrados de las Cortes. Inmediatamente, y tras algunos pinitos con su cuñado Fernando Garrido Falla, abrió despacho por supuesto individual: una secretaria y él.
A Ramón le gustaba sumergirse en los papeles, leerlos por delante y por detrás, reclinarse en la silla con la mano derecha sujetando el mentón para pensar y así encontrar la respuesta a la consulta o al recurso.
El pleito se lo sabía con tal precisión que dictaba, a ritmo pausado y sin apenar tener que auto corregirse; incluso soportaba las interrupciones, y nunca le vi perder el hilo ni de los puntos y comas.
ERA UN ATLÉTICO DE PRO (NADIE ES PERFECTO)
Por cierto, que el despacho tenía su sede en la calle Santiago Bernabéu, inconcebible ubicación para un furibundo anti madridista (nadie es perfecto) y apasionado atlético, club del que fue Vicepresidente con Vicente Calderón.
Cuando falleció su queridísimo Calderón se presentó a las elecciones en la candidatura de Agustín Cotorruelo, que fue arrasada por el olvidable doctor Cabezas.
Yo le conocí en 1986, tras ingresar como Letrado de las Cortes.
Como consecuencia de la baja de un compañero me adscribieron a la Junta Electoral Central al tiempo de la convocatoria del referéndum de la OTAN.
Se convirtió primero en mi maestro, al que se admira y venera, y después en mi amigo. Me decía que bastaba que alguien fuera enemigo mío para serlo suyo por ósmosis, sin necesidad de preguntar por qué.
Fueron unos años extraordinarios en la JEC que sentó un cuerpo de doctrina que aún persiste, (recogido en el “Código Electoral” que tanto me animaste a preparar) y un poco más movidos en el Congreso de los Diputados en donde compartimos, como el dúo dinámico, el trabajo en algunas comisiones, pero la más complicada fue sin duda la de Investigación del Tráfico de Influencias, por entonces secreta, aunque las filtraciones se producían en riadas; a la media hora de terminar cualquier sesión su contenido era radiado con pelos y señales.
Por supuesto él nunca dejó la Comisión del Estudio de los Diputados, en la que fue imprescindible para los Presidentes que se iban sucediendo, pues sus informes y dictámenes eran suscritos punto por punto.
Allá por 1998 el lobo solitario, especializado en Derecho Administrativo, aunque sobradamente preparado para cualquier procedimiento civil e incluso laboral (llevó centeneras de asuntos del INP en los Juzgados) no resistió la oferta de Miguel Roca i Junyent y aceptó dirigir el despacho en la recién inaugurada sede madrileña de la calle Velázquez.
A los cuatro años estábamos montando nuestro despacho. Para mí un sueño compartir con él, aprender de él, reflexionar con él, siempre a partir de los principios como con nuestro común amigo Javier Delgado Barrio.
Éramos socios, pero, por supuesto, seguíamos siendo amigos y disfrutábamos tambien con los clientes. Como repetía, un cliente que a los seis meses no es amigo es mejor que deje de ser cliente.
El despacho se convirtió en referente y él se adaptó con gusto a esta nueva etapa.
Tomábamos café a primera hora y repasábamos los asuntos del día, pero a lo largo de la jornada peregrinaba a su despacho para consultar, ratificar o compartir. Disfrutábamos de estos momentos, como de los viajes de trabajo.
Aunque Fuenterrabia, primero, y Marbella, después, sin perjuicio de Los Escoriales, fueron tus centros de descanso, tu pasión era Francia, en mayor medida aún que Italia.
Preparabas a conveniencia las rutas por la Provenza, Bretaña, el Loira o Normandía, mezclando el arte, con el paisaje y la gastronomía, señalando siempre con el dedo índice el vino elegido para evitar sorpresas en la factura.
Conseguí, al borde de este siglo, que cruzaras el charco y en los varios congresos electorales que se celebraron en México pasamos magníficos ratos con Pedro González Trevijano y con los magistrados del Tribunal Electoral que quedaron epatados con tus interpretaciones de rancheras y boleros, a veces intercaladas con una canción de Sabina.
Nunca quiso dejar de trabajar. Tuvo que jubilarse en las Cortes, claro, pero el despacho para Ramón fue siempre vida, ilusión y reto.
De todo le gustaba hablar, era dueño de una memoria prodigiosa (sobre todo hasta los 80, y yo modestamente la completaba), pero huía de cualquier conversación sobre enfermedades; huía, así de la que le pudiera afectar en algún momento.
Yo también le creía eterno.
Nos ha dejado demasiado tempranamente. Por más que nos sigamos alimentando de sus frases, de sus sarcasmos o de sus consejos, sentimos un enorme vacío.
Ramón a todos nos pertenecía, pero sobre todo a Sol, a sus cuatro hijos y a sus seis nietos, (al menos uno de ellos le salió madridista…).
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