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Las formas en los juicios: Orden y togas en las salas de Justicia (II)

Las formas en los juicios: Orden y togas en las salas de Justicia (II)
En esta segunda entrega, Nicolás González-Cuéllar, catedrático de derecho procesal, socio director de González-Cuéllar Abogados, y autor, plantea aquí, al hilo de la gestación de la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, que al acusado se le permita declarar el último y que fiscales y abogados actúen sin toga ante los tribunales, reservando su uso solo a jueces y magistrados. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
22/8/2020 06:51
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Actualizado: 24/8/2020 08:32
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Durante el juicio del «procés» en la Sala de Plenos del Tribunal Supremo, el presidente de la Sala Segunda, Manuel Marchena, recriminó a uno de los abogados de la defensa haber denominado a la Ley de Enjuiciamiento Criminal «ley de ritos«, expresión que calificó como un “insulto a los procesalistas”.

La sentencia explica que el motivo de la “corrección”, expresada como sugerencia de “cambio terminológico”, consistió en un intento de dotar de coherencia al discurso del abogado -situado en la constante denuncia de infracción de los derechos fundamentales- “con una visón del proceso que no estuviera anclada en la rancia concepción del proceso penal como una sucesión ordenada de ritos”.

El proceso penal no se entiende –afirma la sentencia- si no se contempla como el conjunto de derechos y garantías que limitan el poder del Estado en el ejercicio del ius puniendi”. Sabías palabras.

En verdad, como adecuadamente afirma la sentencia indicada, el proceso penal no es una sucesión de trámites simbólicos, sino un delicado mecanismo de ordenación de derechos, obligaciones, posibilidades y cargas procesales dirigido a lograr el enjuiciamiento de los delitos dentro del respeto por los derechos fundamentales, entre ellos, la presunción de inocencia, el derecho de defensa y el derecho al silencio del acusado.

EL ACUSADO DEBE DECLARAR AL FINAL

Por desgracia, la íntegra y efectiva observancia de los referidos derechos fundamentales no será completa en España hasta que el orden de la prueba en el juicio oral vuelva a ser el contemplado por Alonso Martínez en la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, que no estableció el interrogatorio del acusado como primer medio de prueba a practicar en la vista, sino que le reservó la última palabra para declarar al final del juicio oral si resultaba de su interés hacerlo, una vez realizada la totalidad de la prueba en dos grandes bloques: primero la de la acusación; después, la de la defensa.

Se trata del mismo esquema de desarrollo del plenario que estamos acostumbrados a ver en las películas estadounidenses y que resulta del todo racional, pues la carga de la prueba la ostenta la acusación y para el defensa el juicio supone la oportunidad de refutar su tesis.

Tanto el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2011 como la  ropuesta de Código Procesal Penal de 2013 apostaron por volver a dicho modelo.

Es lo razonable.

Sin conocimiento del resultado de las pruebas que se practicarán, el acusado en su interrogatorio poco o nada puede refutar, salvo que se conciba la vista como un acto meramente protocolario de reiteración de las diligencias practicadas en la instrucción y no como núcleo del proceso penal.

Rechazada la posibilidad de evitar el juicio mediante una sentencia de conformidad, el acusado debería poder quedarse sentado hasta que, finalizada la prueba, decidiera eventualmente responder a las preguntas que pudiera hacerle su defensa y la acusación (que lógicamente tendría derecho a efectuar repreguntas ante las contestaciones del acusado a su abogado).

LAS TOGAS DE FISCALES Y ABOGADOS ROMPEN LA IGUALDAD DE ARMAS

Lamentablemente, nada más aprobarse la Ley de Enjuiciamiento Criminal la inercia inquisitorial de los tribunales mantuvo el interrogatorio del acusado como pieza esencial del juicio en su comienzo, práctica alegal que en 1995 cristalizó normativamente en la ley del jurado, precisamente el ámbito en que mayores esfuerzos habría que realizar con el fin de evitar que el ejercicio del derecho a no declarar conlleve efectos negativos para el acusado.

Entre dichos esfuerzos sería aconsejable incluir también la supresión del desequilibrio que supone la comparación de la toga con vuelillos y escudo oficial del fiscal –prácticamente idéntica a la del magistrado- con la más sencilla toga del abogado de la defensa.

No es una cuestión baladí, sino de gran importancia.

Ya de antemano, en el sistema continental, el Ministerio Fiscal cuenta con la ventaja del principio de objetividad al cual el ordenamiento vincula su actuación.

El jurado conoce que está obligado a exponer los hechos tanto favorables como desfavorables a la tesis acusatoria.

El abogado, por el contrario, está obligado a exponer los hechos desde la perspectiva más favorable para el acusado y el jurado también lo sabe.

¿A quién tenderá a creer el jurado? Si, además, el Ministerio Fiscal se viste como el magistrado-presidente -como símbolo de la autoridad del Estado- el efecto es fácilmente previsible.

En España las garnachas o togas se impusieron en la justicia como signo de prestigio de clase (de los letrados, formados en las Universidades) en la Edad Media y de la autoridad de los altos cargos judiciales –ministros del Consejo de Castilla, Chancillerías y Audiencias- en la Edad Moderna.

Felipe II en 1579 impuso su uso a sus consejeros, junto con barba larga, como “insignia  para representar la grande autoridad del Empleo” (Antonio Martínez Salazar, Colección de Memorias y Noticias del Gobierno General y Político del Consejo”, Madrid, 1764, pp. 82 y 83 y 95).

En 1734 el diccionario de Autoridades de la Real Academia Española (T.IV) definía la garnacha del siguiente modo: “Vestidura talar con mangas y una vuelta, que desde los hombros cae a las espaldas. Usan de ella solo los Consejeros, y los Jueces de las Reales Audiencias y Chancillerías. Covarr. Dice sale del verbo Guarnir, que lo antiguo valía defender, porque no sólo defiende del frío, sino que los concilia respeto y reverencia. Latín Toga Senatoria (…)”.

En 1835 el Reglamento del Tribunal Supremo de España e Indias mantuvo su utilización, si bien el Real Decreto de 28 de noviembre de aquel año modificó su diseño.

Y hasta ahora se ha seguido empleando –ya sin birrete- por magistrados, jueces, fiscales, abogados y procuradores.

¿No ha llegado la hora de replantearse su empleo? Parece que sí.

La simbología en la justicia no puede servir como elemento de diferenciación social, por lo que su utilización por abogados y procuradores en el ejercicio ordinario de la profesión no encuentra explicación razonable.

SOLO LOS MAGISTRADOS Y JUECES DEBERÍAN ACTUAR REVESTIDOS DE TOGA

Contribuye a la atribución a la justicia de un halo de misterio sólo comprensible para iniciados impropio de un Estado compuesto por poderes públicos que deben actúar con transparencia.

Tampoco los fiscales deberían actuar revestidos con la toga.

En juicio son parte y no deben diferenciarse de las demás en la sala por respeto al principio de igualdad de armas.

Sólo los magistrados y jueces resulta conveniente que actúen con toga en estrados, no para conciliar reverencia, sino como símbolo de la independencia con la que ejercen la potestad jurisdiccional que el pueblo español les ha conferido para la realización de la justicia.

La significación de la toga debe redirigirse, así, a la pública expresión de la independencia judicial en las salas de vistas.

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