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«La incorruptible belleza», relato ganador del concurso de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial

«La incorruptible belleza», relato ganador del concurso de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial
Sobre estas líneas Miguel del Castillo Olmo, autor de este relato, que se inicia con un disparo.
06/11/2022 06:50
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Actualizado: 05/11/2022 23:53
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Este relato ha sido escrito por Miguel del Castillo Olmo, magistrado de la la Audiencia Provincial Civil-Penal 7 de Cádiz con sede en Algeciras. Fue el ganador del Primer Concurso de Relatos Cortos convocado por la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial bajo el lema «¿Justicia o injusticia?» y en el que se recibieron 19 textos originales. Confilegal lo publica hoy con autorización del autor.


Soy Nuncio Belvedere. Hoy me enamoré.

No sé de quién de los dos fue la iniciativa.

Solo sé que esa mujer me miraba, y que yo también a ella. No estoy seguro de si mis pupilas hambrientas de belleza la encontraron por casualidad mientras  perseguían inconscientemente al amor, o si las hermosamente suyas fueron las que, tejiendo una red invisible, me habían capturado previamente.

Jamás había sentido algo igual, a pesar de que mi edad no lo haga creíble. Siempre fui desafortunado en el plano sentimental, porque, aparte de ser bastante poco agraciado en lo físico, encorvado, miope y en general decadente desde muy niño, dediqué la mayor parte de mi tiempo al estudio de la filosofía y la literatura, circunstancia que, además de agravar mi precariedad estética por aislamiento, me proveyó de un propósito vital que hoy concibo  insano, a más de nulamente productivo.

Tengo tiempo para decir por qué.

Lo cierto es que, tras apenas diez segundos de anclarme a sus ojos, y sin siquiera cruzar palabra con ella, recibí el impacto de una bala en el cogote. Tan violento como usted pueda imaginar. Incluso más. La detonación que le precedió era un sonido que reconocí inmediatamente, porque esta misma tarde maté a mi padre.

Soy Nuncio Belvedere. Hoy me enamoré. También maté. A las 19:00 horas asesiné a Eugeni Belvedere, Presidente de Banca España.

La distracción que me provocó aquella mujer de apenas veinte años, y la presión de mi dedo índice sobre el duro gatillo de la Glock 17, antes de alterar la composición del Consejo de Administración de BESP, es ya casi lo único que recuerdo en este instante.

Ni siquiera el rostro ni el cuerpo de Ella me vienen a la cabeza. De hecho, debía estar sentada, allí, en la biblioteca y archivo local, unos minutos antes de su cierre, porque, al rememorar el instante más fatídico de mi vida, soy incapaz de concebir con acierto en mi pensamiento el color de su vestido, el mayor o menor tacón de su calzado, o si su cabello era largo o recortado.

Solo sé que me miraba, y que yo a ella también. La amaba. La amo. Sus ojos son célebres para una vida miserable como la mía. Fueron los cinco segundos más bellos de mi intrascendente, paupérrima y angustiosa existencia, justo antes de los segundos más trágicos, que son los que presagian su inminente final.

Ojalá tuviera tiempo para explicar la efímera ilusión que antecedió a mi condena, la luz que precedió a la oscuridad. Ojalá, por otra parte, supiera afirmar con certeza si lo que ha ocurrido en un lapso tan breve como lo son las horas postreras  de esta tarde era o es justo o injusto…

Tres horas después de suprimir fríamente a papá de este mundo, y dejar su cadáver en la Gran Cocina junto al de mi madre, me dirigí a el único lugar donde, desde pequeño, soy capaz de respirar, rodeado de libros y personas que no giran el cuello hacia los lados huyendo de sí mismos, sino, solamente hacia abajo, para leer y estudiar.

No lo sé. No sabré nunca si amar tras matar existe y es susceptible de perdurar, ni sabré  si  esta amarga tarde solo fue un sueño antesala del fin del Todonegro que me ha ocurrido desde que nací.

Soy vil y vulgar consecuencia de la fórmula maldita que –aún- es la diabólica réplica genómica que activaron unos padres que ni me quisieron, ni se quisieron,  dando sombra a sus vidas, para enterrarme en ella.

Apenas me quedan tres minutos de vida. El doctor me transmitió, durante el viaje en ambulancia, que solo una de cada veinte personas que reciben un disparo en la cabeza sobreviven, y que incluso dentro de este grupo el período de supervivencia es breve, y en todo caso inferior a la media.

También me informó, a requerimiento propio,   que en unos  ciento ochenta segundos desde que llegáramos al hospital  dejaría de saber quién soy, que unos doscientos cuarenta después dejaría de sentir mi piel…

…Y que dos minutos después estaría en condiciones de confirmar –a otros– si Dios existe o no.

Lo último lo añado yo. No tengo solución. Soy irreversible. Como el tronco de un árbol talado a conciencia, me desplazo en diagonal, guiado por un compás implacable, hacia el suelo de un bosque quemado.

Así que le exigí que, cuando me ingresaran en urgencias, me dejara morir lenta y tranquilamente, y que para expresar mi última voluntad  me prestara  una pluma, que sin demora emplearía acelerado  para escribir estas palabras, quizá desordenadas,  mientras durara mi ya menguante conciencia.

Accedió compasivo. La compasión iguala a todos los seres humanos.

A través de una Montblanc le voy a decir al mundo que fui yo quien lo hizo todo, quien lo mató, el que vengó la muerte de su madre… y el que con solo treinta y dos años, y recién descubierto el amor, también murió, aunque pueda resultar ilógico.

También escribo para decir que todavía soy consciente de quién ha provocado mi muerte, y que es absolutamente merecida. Además, era lo más previsible tras mi sanguinaria maniobra criminal para terminar con la vida del maltratador que era mi padre, el cual,  unos minutos antes, había acabado con la vida de mi madre, con quien, por cierto, y a pesar de mi desbocada reacción,  yo tampoco tenía química,  porque desde bebé tenía la sensación de que prefería a mi padre antes que a mí.

Amamos a la renuncia y abnegación ajena en nuestro favor más que a nosotros mismos.

Escribo, además, para decir que solo dejo Amor en herencia.

Me empiezan a temblar las manos. Yo nunca le habría hecho a esa mujer  lo que mi padre le hizo a mi madre. Creo. En unos minutos me hubiera acercado a Ella, le habría preguntado por sus estudios, nos habríamos conocido, sin duda, si es que no nos conocíamos desde siempre, y unas horas después de salir de la biblioteca municipal, o al cabo de unos días, a pesar de mi estéril, infecunda y suicida timidez, le habría confesado mis sentimientos hacia ella, y esa poderosa atracción espontánea que ahora no sé si recuerdo o siento…

Habríamos creado La Incorruptible Belleza.

Me pregunto si dejaré de sentir antes de pensar, o si será al revés. Me pregunto si Ella aparecerá justo antes del segundo final para regalarme su sonrisa, y procurarme, así, un dulce ocaso. Me pregunto si sintió lo mismo que yo antes del disparo. Si me ama.

Es lo único que necesito. Saber que me ama, que encontró el amor cinco segundos antes de perderlo y seguir viviendo, en contraste a mí, que lo encontré justo antes de abandonar la Tierra, y abandonarle a Ella.

Se van a cerrar mis ojos como persiana desenrollada por las manos de Dios. Tengo miedo.

Imaginaré que Ella es esa silueta azul detrás del cristal translúcido que envuelve como sudario esta que es mi última sede física, rectangular como un ataúd, incrustada en un hospital al que, en contraste, llaman “de la Costa del Sol”.

Pensaré que Ella conserva la misma viveza en su mirada, ese fulgor maestro, y que perpetuará en su conciencia y celebrará, cada 2 de noviembre, el Santo Sacramento de nuestro encuentro. Que me será fiel y cautiva.

Y que no me dejará por otro, nunca.

No sé si debería confiar tanto en Ella. No sé si lo merece. Sí, lo merece, debo dejar de pensar, debo dejar de pensar, que conozca, que ame, que ame después de mí, también.

No puedo hablar. Percibo lágrimas en mis ojos inundando los más ocultos rincones de mi alma, y siento las últimas palpitaciones como bandazos de un tren que se ha salido de la vía y camina irresolublemente hacia el impacto final.

El doctor también me ha dicho, antes de quedar sordo, que la voz nos deja a mayor velocidad que los latidos del corazón, y que el desenlace es progresivo.

En la ambulancia entablé amistad con él. Puede que fuera enfermero. Fueron cinco minutos suficientes para darme cuenta de su valor y humanidad. De su valentía y profesionalidad. También lo podría querer. A diferencia de a mi multimillonario padre, que recibió un castigo justo, y que  no dejará herencia a su único hijo, ni a a nadie, salvo al Estado, porque tampoco deja hermanos, primos, ni padres.

Solo deja fortuna. Tengo ganas de reir. Ya no.

Pero no sé por qué Ella no entra a verme, con el Amor que siento, con lo que me hizo descubrir.

Tengo que terminar. Las últimas palabras las escribiré con la mano izquierda, porque la derecha ya no me responde, al igual que mi madre dejó de responderme cuando murió entre mis brazos a consecuencia de la última y fulminante paliza de mi padre.

Sus últimos silencios, palabra que escribo en plural  porque sentía sus ecos.

Ecos que fueron el arma de mi doble venganza, hoy.

No puedo más, un enorme cansancio me invade, la muñeca parece aplastada por una mancuerna ardiente y humeante. Son los clavos de Cristo quebrando los huesos de la misma mano que provocó la última deflagración.

Quiero esta otra mano, la  izquierda, apenas un meñique y el anular,  y quiero mis cinco últimos segundos, antes de exhalar,  para dejar escrito que todo el mundo debe saber que no me arrepiento de   haber terminado con su vida, aunque sí que lamento  el no haberlo hecho antes, el no haber salvado a mi madre…

O no, no lo sé. Lo Justo o no de mi acción será decidido por otro, lo intuyo. Solo sé que amo a esa mujer, que este sentimiento vence, en la carrera, en el esprint final,  al odio, que en la meta hay luz, que vivir es participar obligatoriamente en una competición de emociones, y que,  a su término, igual no he fracasado del todo, gracias a Ella..

…Pero también sé…

… Que jamás hubiera  detonado la pistola sobre mi propia cabeza si, durante esos cinco segundos,  tú, mi ya nunca eterno Amor, me hubieras pedido…

… que no lo hiciera…

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