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Opinión | La (in)coherencia

Miguel del Castillo es magistrado del Juzgado de Instrucción nº 1 de Marbella y coportavoz de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria en Andalucía. En su columna describe la relación con un compañero peculiar y expone su reflexión sobre el concepto de independencia judicial. Foto: Confilegal.
07/7/2024 06:32
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Actualizado: 06/7/2024 21:18
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Tengo un amigo que me reprocha mis incoherencias. Las define como el resultado de mis acciones u omisiones precipitadas, extremadamente emocionales, o simplemente desordenadas. Piensa que me va mal por eso, aunque yo no le transmita cómo me va. Incluso, en voz baja, y pidiéndome perdón, en alguna ocasión me ha dicho que el ser incoherente a veces me hace parecer ridículo, pero que tiene solución, y que no he de preocuparme.
Él dice que, siendo mi amigo, se siente en el deber de recomendarme que, en primer lugar, para sentirme equilibrado, debería despertarme todos los días a la misma hora, hacer deporte durante unos cuarenta y cinco minutos, ducharme después (porque antes es incoherente), y desayunar conforme a un menú planificado, con previos cálculos matemáticos de la composición de cada sustancia, a fin de prevenirme ante futuras enfermedades.
Eso sí, me aconseja que, a ser posible, procure llevar a cabo estas maniobras sabias e iniciales de adaptación a cada jornada sin contar con nadie, porque es posible que si lo aplico en régimen de convivencia –marital o no– haya alguien a quien le acabe molestando, o agobiando.
Insiste en que a mí me irá bien. Ni él ni yo tenemos hijos, ni traumas por estar solo. Eso nos une, paradójicamente. Además de el ser jueces, claro.
Me consta que desde septiembre del 2004 él hace exactamente lo mismo todos los días, salvo el sábado. Como en las oposiciones. Lo juzga coherente, y concibe cualquier alteración de ese orden metabólico-conductual como imperativa fuente de problemas para uno mismo, los cuales acaban perjudicando a los demás incluso.
De lo cual hay que prevenirse -según agrega con el dedo índice en la barbilla – para que no acabemos matándonos los unos a los otros.
De algún modo defiende la soledad como remedio para la vida en sociedad, y cuando le opongo que puede resultar contradictorio, él hace una mueca despectiva con la comisura izquierda de la boca, como si no me hubiera escuchado, seguido de un:
– Brrr.
Subraya a continuación que si cada mañana, desde las 7 horas, hago exactamente igual en los primeros noventa minutos que la conforman, es seguro que durante mi jornada laboral tendré más éxito y productividad que si configuro una rutina adaptable, improvisada, o desajustada a estándares de cordura y control de los instintos. Sobre todo de los instintos, a los que denomina síntomas de miseria intelectual.
A él le va bien como juez. Es un gran profesional, y estoico. La gente le respeta como jurista, yo el que más.
Sale del juzgado, siempre, exactamente a las 15:00 horas. Durante la mañana, en el palacio de justicia, no obstante, y para ser preciso, hay una fase temporal en que se encierra en su despacho, quince minutos y quince segundos aproximadamente (creo que hacia las 12: 15 horas), para tomar una manzana que a su vez ha de ser «golden».
Está convencido de que jamás se debe almorzar tras las 15: 15 horas (tres horas después de la manzana), porque si es así se alterará el ritmo circadiano (expresión que me recuerda a una cara de payaso electrocutado).
Los sábados hace hiking, obviamente en solitario, y cambia la manzana por unas proteínas surcoreanas que están de moda pero cuyo nombre no recuerdo en este instante.
Esas son las razones, entre otras, de que, desde los veintiocho años, edad a la que empezó a ser juez, nunca haya decidido tomar una cerveza con una tapa de tortilla de patatas con ningún otro compañero de la carrera judicial, fiscal, o bien con letrados o funcionarios. De que ninguna tarde hayamos podido hablar de nosotros de manera desenfadada.
Aunque por la mañana… es verdad que parece feliz, realizado, y fluye su espontaneidad, más hacia mí que hacia el resto del personal de justicia, también hay que matizarlo.
Es buena persona, aunque se oculta, creo. Somos de la misma promoción. ¿Lo he dicho?
Mi amigo debe dormir –y yo lo respeto– una siesta de exactamente veinticinco minutos, que cada tarde materializa sin excepción hasta las 16:15 horas, en que consume una especie de zumo probiótico canadiense que me confiesa que ingiere para fortalecer sus biceps, triceps y cuadriceps (¿llevan tilde? ¿dónde ), los cuales, por cierto, solo son exhibidos a sí mismo, porque, como creo haber dicho, vive solo.
Su cuerpo es atlético, he de admitirlo, a diferencia del mío. Me da algo de envidia.
Dedica dos horas y media, tras la siesta, a trabajar (más), y a fe que puedo asegurar que con renovada lucidez. En su literatura jurídica es evidenciable una enorme precisión, y una infinita capacidad de motivación, ahondando en cada detalle, valorando nanobiológicamente las pruebas, y aplicando hasta el precepto más escondido de nuestro ordenamiento para dictar sentencias que son verdaderamente ejemplares, alabadas por abogados que, sin embargo, y, por otra parte, me confiesan que les resultan demasiado extensas y que él les parece un hombre un tanto asocial y bastante extraño, porque les niega todo contacto más allá del eminentemente profesional.
Después de escribir resoluciones judiciales verpertinas, mi amigo va a visitar a sus padres, que viven a cinco minutos a pie, en la misma capital. Lo hace todos los días a las 19:45 minutos. Antes de llegar se mira en un espejo del portal (de aquello ) el perfil izquierdo del rostro, que concibe asimétrico, lo cual le provoca honda preocupación desde los 18 años, en que una novia se lo expresó con un tono humorístico que a los cinco días mutó en letal para la relación, dado que mi amigo es muy permeable al rencor ante ofensas de no demasiada entidad a mi juicio.
Solo treinta minutos está con sus padres, que es el tiempo justo para beber un té japonés con aroma a jengibre, porque a las 20:30 horas (nunca más tarde) es la hora de cenar, de nuevo en casa, de forma ligera, como mandan los cánones. Está seguro -y creo que lleva razón- de que la digestión no debe empezar menos de dos horas antes de acostarse, acción que lleva a cabo inexcusablemente a las 22:45 horas, salvo el sábado.
Ni bebe, ni fuma, ni come fritos. Hace bien, según leo en las revistas de salud de las distintas peluquerías en que improviso cortarme el pelo.
Él siempre va a la misma peluquería, previa reserva de tijera, y nunca cambia de peinado. No le queda mal, aunque la raya sea tan perfecta y extensa que apetezca instalar en ella las ruedas de una bicicleta.
Se ha dejado bigote. Desde hace tiempo lo lame y muerde cuando está un poco nervioso, o tiene prisa.
Y así, pues ya he descrito casi toda su vida en síntesis y apariencia. Quizá deba concluir diciendo que, justo antes de dormir, realiza un repaso de su día, desde el punto de vista profesional, eso sí. Ah, y que suele hacerlo –lo de dormir- de una vez, con ayuda de la melatonina.
Mas sus reproches contra mí -que siempre van precedidos de afirmar que en todo caso me valora- también tienen que ver con mi manera de pensar.
Me cuenta sin asomo de duda que, a diferencia de en mi caso, as personas debemos tener siempre la misma opinión sobre cualquier tema, sin matiz, y, consecuentemente, opina que cualquier cambio de criterio, y toda mimetización con nuevos entornos o circunstancias, son sinónimo de escasa madurez o consistencia, de debilidad…
Y por supuesto, de incoherencia.
De hecho, recuerdo que hace algunos años, tras decirle una mañana que Zapatero me caía mal, a las dos semanas rectifiqué para confesarle que ya no tanto, y su reacción fue estar dos meses sin hablarme. No comprendía que yo estuviera alegre porque el entonces presidente había prohibido fumar en los establecimientos de hostelería.
–Si te cae mal, te debe caer mal siempre -aseveraba, para después llamarme dos veces «incoherente».
INDEPENDENCIA JUDICIAL
Tras la caída de su gobierno (de el de José Luis, quiero decir, porque el de mi amigo no es derrocable) volvimos a acercarnos en los juzgados (el derecho acaba uniendo a quienes lo respetan), y empezamos a hablar de independencia judicial. Un tema muy aburrido para la mayoría de la gente, seguramente, pero muy en boga en nuestro ambiente, porque somos jueces en un sistema judicial en el que es evidente que se discute sobre la falta de apariencia de independencia a determinados niveles.
Y nada, lo que quería escribir es que el pasado jueves, tras volverse a negar a tomar una cerveza revolucionaria y alcista conmigo a las 14:30 horas, con el dedo anular diestro erecto, y mirándome fijamente a los ojos, clamó, tras plantearle mis dudas sobre cuál es el mejor sistema posible de designación de vocales del Consejo General del Poder Judicial:
– Eso está perfectamente claro. Mira. Todo está podrido, no hay que participar en este sistema, todos los políticos son iguales, y los vocales lo son, por lo que hay que oponerse frontalmente, y no mezclarse con ellos bajo ningún concepto. Nunca. Ni olerlos. No a todo. Solo así se es coherente, y no hipócrita -concluyó, para, a continuación, marcharse.
Yo le contesté, casi susurrando, mientras se alejaba, que yo no estaba tan seguro de eso -como en realidad me suele ocurrir con casi todo- para después ocultarle que las certezas absolutas me ponen nervioso.
Entonces, mi compañero, que no sé si está asociado o no, porque es muy reservado para todo lo que tiene que ver con los datos personales, retomó sus pasos en dirección a mí, y me volvió a reprochar mi incoherencia:
– Si somos independientes, lo somos y punto. Están los buenos, y están los malos. Nos opondremos a todo, es muy fácil de entender. Distancia absoluta. Lo otro, te repito, es ser hipócritas, porque querer participar en el sistema y a la vez estar en contra del mismo es equivocado, incoherente. Eso es lo que eres.
Incoherente, incoherente, incoherente…
Dios, qué matraca.
En aquel instante percibí que hay algo de destructivo en su planteamiento, porque, en el fondo, huirá siempre del acuerdo, del consenso y de la capacidad de adaptación del ser humano a cambio de algunas renuncias no esenciales. Huye, por añadidura, de una manera de existir y conducirse que, lejos de dividir, y aun con algunas dudas y riesgos, conduzca a disfrutar de posibles coincidencias entre personas diferentes, que favorezcan una sociedad más unida y enriquecida, más alegre, ilusionada, y menos programada para solo sí misma..
Después pensé que, de hecho, todas las mejoras de la convivencia a lo largo de la historia, y los más largos períodos de paz en las comunidades humanas, han tenido en común una cosa:
La incoherencia de algunos de sus miembros, que rectificaron en algo, que empezaron por renunciar a esto tan absurdo de odiarse sin conocerse por haber nacido en un lugar distinto, o de otros padres. Excelsos hombres y mujeres que se alimentaron con virtud y que, demostrándola, dejaron de reprocharse acciones y omisiones del pasado, salieron de sus cavernas prefabricadas por otros, y, siendo generosos, construyeron sociedades más avanzadas e inteligentes, siempre con el irrenunciable objeto de pertenecer de un modo orgulloso, a la vez que humilde, a algo más grande, anclado más al placer futuro que al dolor heredado.
Como, por ejemplo, un día hicimos en España. Y como, creo, tenemos que hacer de una maldita vez todos los miembros de la carrera judicial española, a quienes tanto admiro.
Sobre todo, los que habéis aceptado formar parte del polémico órgano de gobierno judicial que ha brotado del acuerdo entre PP y PSOE, pero que, no olvidéis, ni os vincula ni obliga, realmente, a nada.
Pido a Dios que sean sabios, y, si es posible, algo incoherentes, e imprevisibles, por favor…, incluso un poco de locura y, sobre todo, imaginación al servicio de la Justicia española…
Para hacer lo que otros saben que haremos, o para obedecer, ya existe un nombre:
Robots.
Disculpen. Lo importante es que en dos meses mi amigo volverá a hablarme, seguro.
Hasta la coherencia tiene un límite, creo.
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