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Opinión | Crimea: La península imposible
Jorge Carrera, abogado, exmagistrado, exjuez de enlace de España en Washington D.C., y consultor internacional, explica en esta columna la importancia estratégica de la península de Crimea en la guera que Rusia está librando contra Ucrania. Imagen: Wikipedia.
26/4/2025 05:35
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Actualizado: 25/4/2025 23:33
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En el vasto tablero geopolítico que se extiende desde las estepas de Eurasia hasta las costas del Mediterráneo, pocas piezas concentran tanta tensión, historia y poder como la península de Crimea.
Estratégicamente situada en el corazón del Mar Negro, esta tierra, bañada por el sol y marcada por siglos de conquistas y cambios de soberanía, se ha convertido en mucho más que un territorio en disputa entre Rusia y Ucrania.
Crimea es hoy el nudo gordiano, el obstáculo casi insalvable que ancla a ambos contendientes en una lógica de confrontación donde las palabras parecen agotarse y sólo resuena el eco ominoso del campo de batalla.
Comprender por qué esta península representa una barrera de proporciones tan colosales, no sólo para Kiev y Moscú, sino para el equilibrio global, es adentrarse en las raíces más profundas de un conflicto que amenaza con redefinir el orden internacional.
La historia, como suele suceder en esta región del mundo, es un campo de batalla en sí misma. Crimea ha sido griega, romana, bizantina, genovesa, tártara, otomana y, de manera decisiva para el presente conflicto, rusa y soviética.
Para Rusia, la narrativa se ancla en la anexión por Catalina la Grande en 1783 y el establecimiento de la mítica base naval de Sebastopol, presentándola como una tierra intrínsecamente rusa, recuperada en 2014 tras lo que considera un «error histórico»: la transferencia administrativa a la Ucrania Soviética en 1954 por Nikita Jrushchov.
Esta «reunificación» de 2014, aunque condenada internacionalmente como una anexión ilegal, se ha cimentado en el imaginario ruso como un acto de justicia histórica y la restauración de la grandeza nacional.
Para el Kremlin actual, cualquier atisbo de ceder Crimea es inconcebible, una línea roja grabada a fuego en su doctrina de seguridad y supervivencia política.
LO QUE SE PIENSA DESDE UCRANIA
Para Ucrania, la perspectiva es radicalmente opuesta.
La transferencia de 1954, realizada dentro del marco legal soviético, y el reconocimiento internacional de sus fronteras post-soviéticas en 1991, que incluían Crimea como una República Autónoma, son la base de su reclamo irrenunciable.
Crimea no es solo un pedazo de tierra; es un símbolo fundamental de su soberanía e integridad territorial violada por la agresión rusa. La recuperación de la península es un objetivo nacional que une a la sociedad y al espectro político, haciendo que cualquier concesión sea vista como una capitulación inaceptable ante la fuerza bruta.
A esta dimensión política y jurídica se suma la humana: la defensa de los derechos de los ciudadanos ucranianos y, muy especialmente, de los tártaros de Crimea, pueblo indígena deportado por Stalin y que, tras su regreso, ha sufrido represión bajo la ocupación rusa, oponiéndose firmemente a ella.
Más allá de las narrativas históricas y las reclamaciones legales, se encuentra el peso ineludible de la geografía y el poder militar.
Crimea es, sencillamente, la joya estratégica del Mar Negro. Quien controla la península, domina militarmente la cuenca. Para Rusia, Crimea, y en particular la base naval de Sebastopol, es vital para proyectar su poder naval no solo en el Mar Negro, sino hacia el Mediterráneo y Oriente Medio.
Funciona como un «portaaviones insumergible», una plataforma desde la cual puede desplegar misiles, aviación y sistemas de defensa que amenazan a Ucrania, limitan la libertad de navegación y desafían el flanco suroriental de la OTAN.
«Crimea, la llave maestra del conflicto, se perfila así no como la puerta hacia la paz, sino como el cerrojo que solo la fuerza bruta puede intentar romper, con consecuencias imprevisibles para la región y para el mundo».
La anexión le ha permitido estrangular económicamente a Ucrania bloqueando o amenazando sus puertos, y le otorga una ventaja militar regional abrumadora.
Para Ucrania y sus aliados occidentales, esta realidad es una amenaza existencial y estratégica. La recuperación de Crimea no solo restauraría la integridad territorial ucraniana, sino que alteraría drásticamente el equilibrio militar en la región, mermando significativamente la capacidad rusa de proyección de fuerza y amenaza.
El control de las rutas marítimas, el acceso a potenciales recursos energéticos «offshore» y la seguridad de los países ribereños, incluidos miembros de la OTAN como Rumanía, Bulgaria y Turquía, están intrínsecamente ligados al estatus de la península.
Es la convergencia fatal de estas dimensiones –la histórica irreconciliable, la jurídica antagónica, la demográfica sensible y, sobre todo, la geoestratégica decisiva– lo que convierte a Crimea en un obstáculo de proporciones monumentales para la paz.
Para Rusia, perder Crimea significaría una derrota humillante, un golpe devastador a su estatus de gran potencia y probablemente al régimen de Putin.
Para Ucrania, renunciar a ella supondría aceptar una pérdida impuesta por la fuerza, traicionar a parte de su población y comprometer su seguridad futura. Las posiciones son tan diametralmente opuestas, los intereses vitales tan contrapuestos, que el espacio para el compromiso diplomático parece inexistente en el panorama actual.
Las posibles soluciones negociadas –estatus especiales, referéndums supervisados, administraciones transitorias– se antojan quimeras políticas y logísticas, dada la profunda desconfianza, la manipulación demográfica post-anexión y la negativa de ambas partes a ceder en lo fundamental: el control soberano y militar.
Por doloroso que sea admitirlo, la lógica implacable de la geopolítica y el peso de las narrativas nacionales parecen empujar la resolución del dilema crimeo hacia el único árbitro que ambas partes parecen incapaces de evitar: el campo de batalla.
Crimea, la llave maestra del conflicto, se perfila así no como la puerta hacia la paz, sino como el cerrojo que solo la fuerza bruta puede intentar romper, con consecuencias imprevisibles para la región y para el mundo. ¿Cuánto más dolor y destrucción serán necesarios antes de que se vislumbre una salida a este laberinto estratégico y emocional? La respuesta, por ahora, permanece oculta tras el humo de la pólvora.
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