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Opinión | Volver a los clásicos
Javier Junceda elogia el segundo volumen de Clásicos del Derecho Público, recién publicado, del que son autores Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes López.
27/5/2025 05:36
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Actualizado: 26/5/2025 17:37
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En momentos de banalización del conocimiento, de tiktokización de la cultura, de una nada inefable que se extiende al mundo argumental, retornar a las voces más autorizadas constituye un verdadero bálsamo.
Lo acaban de demostrar Sosa y Fuertes en el segundo volumen de su Clásicos del Derecho Público, devolviendo a la actualidad la pluma de las mejores mentes que han proyectado su atención sobre las cosas de la España y la Hispanoamérica decimonónicas.
La cuidada selección de textos de memorables autores, y sobre todo el contexto en que escribieron, permiten confirmar que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Al menos en ese intenso período descrito en el libro.
Los grandes temas siguen siendo los mismos, pero se nota a leguas que en aquellas épocas se tomaban en serio.
Justo lo contrario que sucede hoy, en que escasean quienes se salen del agitprop reinante y en que al personal le importa un comino lo que se razone o deje de razonarse, porque aquí ya se ha dejado de leer y hasta de pensar, permitiendo que nuestros caletres resulten estercolados noche y día por infinitas simplezas acogidas con zoquete embrujo.
Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes López no ocultan su predilección por unos u otros protagonistas de su magna obra, acaso por el mayor o menor atractivo de sus biografías, pero han tenido la decencia de exponernos los pensamientos de todos.
Esa odiosa tendencia de ahora de llevar los criterios actuales a la historia ha condenado muchas veces al ostracismo a no pocas personalidades del pasado, pese al valor objetivo de sus propuestas.
Cierto que hay algunas que resisten mejor los años, pero nunca debe olvidarse que fueron planteadas en determinado momento, en el que proceden ser ubicadas y examinadas.
Dou, por ejemplo, apuntará en términos que pudieran haberse pronunciado ayer, que: “cuanto mayor es el número de leyes, tanto mayor suele ser el de los pleitos”.
O que quienes se dedican a la docencia universitaria deber dedicar su vida entera al estudio, evitando que “el catedrático mire como cosa pasajera su tarea, ocupando su atención en anhelo a otros destinos”.
Y qué decir de próceres como Jovellanos, Marina, Argüelles o Toreno, arquitectos del sistema político liberal.
Sobre la malversación, la calificará el primero como “abominable y de asquerosa fealdad”, y la traición a la patria comparable “al hediondo mal de la lepra”.
El segundo recordará que ningún gobierno puede ser perpetuo, sino que procede su sustitución por elementales exigencias de salud pública.
El “Divino” Argüelles, por su parte, apostará por “la España Americana”, y Queipo de Llano, en fin, porque los Ayuntamientos se limiten a lo que les es propio: “la prosperidad de su vecinos”, alejándolos de cuestiones políticas.
Corriendo las décadas, el ilustrado Ramón de Salas añadirá que no hay que “permitir a los jueces más ascensos que los que les tocasen por la antigüedad de su servicio y con independencia absoluta del gobierno”.
Y Donoso, que la llegada al poder de imbéciles “es a mis ojos la mayor afrenta de la humanidad, el más terrible azote para los pueblos, y el mayor de todos los escándalos sociales”.
Oliván, a su vez, afirmará que “la acción administrativa tiene que ser ilustrada, justa y prudente”, además de proceder “ajustada a la razón, la sencillez y la equidad”, porque la mejor Administración es la que ofrezca mayor beneficios y menores inconvenientes”.
Sobre los asesores gubernamentales, manifiesta rotundo Posada Herrera: “son una creación absurda, en que hombres revestidos de autoridad no tienen la suficiente capacidad para resolver los negocios que se ponen a su cuidado”.
Como puede apreciarse, no hay renglón en este libro que no sirva para abordar asuntos del presente.
Las atinadas reflexiones de la larga treintena de padres del derecho público hispano que compendian Sosa y Fuertes debieran servirnos como puntos de referencia, pero no lo serán porque aquí preferimos seguir tocando el violón y verlas venir.
O aún peor: creer que todo es nuevo y debe ser resuelto con nuevas fórmulas, aunque sean delirantes y orillen por completo lo que ya ha sido repensado tropecientas veces, con primoroso detenimiento y mejor intención.
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