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Interpreta como puedas

Interpreta como puedas
Fotograma de la película "Aterriza como puedas", con la que el autor del artículo hace un símil con la cantidad de normativa imperante en nuestro país.
30/11/2016 05:55
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Actualizado: 30/11/2016 02:00
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En la película “Aterriza como puedas” –revalorizada con el tiempo tras un tibio recibimiento inicial- el protagonista se ve obligado a tomar los mandos del avión, conducirlo a su destino y hacerlo aterrizar en malas condiciones atmosféricas, guiado por el circunspecto controlador aéreo Rex Kramer, interpretado por Robert Stack.

Cuando el avión se acerca se produce un dialogo entre el controlador y uno de sus colaboradores:

– Capitán, quizás debiéramos encender las luces de pista.

– No. Eso es justo lo que esperan que hagamos –responde Kramer

Esta situación paródica describe la conducta con la que se comporta en ocasiones el legislador frente a los destinatarios de las normas.

Las personas físicas o jurídicas a las que se destinan se ven emparedados entre el axioma de que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento y la inmensidad de un ordenamiento inaprensible compuesto por decenas de miles de disposiciones.

Inabarcabilidad que encuentra su colofón en textos enigmáticos, de ambivalencia calculada, en “leyes de mentirijillas” en palabras de Enrique Arnaldo que con frecuencia “se han convertido en novelas. Contienen disposiciones programáticas, expresiones de buenos deseos e intenciones, de lo que sería mejor que fuera. Pero han dejado de ser prescriptivas, imperativas. No contienen mandatos, sino oraciones larguísimas con otras (laicas) subordinadas, eso sí sin puntos ni coma”.

La ley como relato

Las leyes en ocasiones se convierten en la práctica en un fin en sí mismo de todo Gobierno, en adjetivos calificativos de la realidad que la definen más que la configuran, en un instrumento básico de marketing político, en una respuesta pauloviana frente a una crisis.

En un voceo de autoafirmación, un dedo señalando hacia un slogan recogido en el título/idea fuerza que a veces disimula que no se tiene pajolera idea de cómo desarrollarlo

Si Pascal ya afirmo que «Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación»,  el ciudadano es frecuente víctima de una hiperactividad ajena, de la idolatría a la proliferación de normas que se erigen más que en un instrumento para configurar la realidad, en un privilegiado instrumento del «relato» político, o mejor dicho, en el propio relato político, que finaliza en sí mismo

Se ha destacado que el presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, expulsará 3 millones de inmigrantes mientras y que se ignora que Barak Obama expulsó 2.8 millones.

La diferencia de percepción está en el lugar en el que se coloca el foco. Y para ello el político va a encontrar un gran amigo en la gestación de leyes que desbordan su naturaleza reguladora para obtener vocación de titular, de tuit, de iniciativa mercadotecnia, de instrumento privilegiado para aprovecharse de la semántica y encapsular un mensaje en un núcleo irradiador (¿sería esto?) que hipnotice a la opinión publica

El reenvío hacia la implementación

Porque una vez captada la atención con un título/titular, una vez ganado el espacio político se difiere el verdadero efecto hacia su aplicación, hacia la que se reenvía su virtualidad.

Al verse incapaz de delimitar la realidad en su plenitud a través de la palabra escrita, de poner en un papel la totalidad de las situaciones deriva hacia la interpretación casuística, administrativa o judicial, remitiendo a la lectura de las entrañas que se realice por la diferente escala de arúspices que se irán manifestando sucesivamente.

Y aquí se sustituye el vértigo del “mensaje” y relativa velocidad político-normativa con una ralentizada fijación de límites y contornos por la administración, los tribunales y los…presupuestos.

El legislador, consciente de los dilemas y limitaciones que vendrá de la realidad –que tampoco debe dejar que, como a las noticias, estropee una buena ley-, de la sempiterna obligación de que las medidas no supongan incremento de gasto alguno, dispone –y en su caso recurrirá- a recurrentes resortes y si es necesario se zambulle en comodines de excepciones que con letra pequeña diluyen la premisa enunciada a cuatro columnas (por ejemplo un principio como la transparencia o el silencio positivo derivado de la inacción administrativa podría potencialmente invertirse con una batería de excepciones), en los conceptos jurídicos indeterminados, los “sin perjuicio” que siempre son “con perjuicio” o las tautologías remitiendo a una posterior fijación de límites vía aplicación, por supuesto por los poderes públicos. Como un guardia de circulación que anima con un “circulen a velocidad razonable” difiriendo –y reservándose- la libertad de concretar los límites de la razonabilidad

“Más simple” se titulaba un libro de Cass Sunstein (2013) sobre su experiencia durante el primer mandato de Obama, en la “Oficina de Información y Regulación” (OIRA) de la Casa Blanca encargada de controlar ex ante todas las regulaciones administrativas, a fin de asegurar que no se impone a los ciudadanos continuas exigencias de información, cargas procedimentales desproporcionadas y reiterativas.

La CORA (Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas) creada en España en 2012 se ha inspirado en los mismos principios de simplificación.

Un mantra

El propio  Trump –ya resulta más importante que lo que nosotros pensemos de él lo que lo que él piense de nosotros- ya ha anunciado que por cada nueva regulación que se apruebe «tendrán que eliminarse dos», como parte de su promesa de reducir las normas en distintos campos de la economía.

La simplificación se convierte así en un mantra que, eso sí, se contrapone a la realidad de un estado compuesto en el que coexisten varias Administraciones nacionales y supranacionales incubadoras de normas y a las inevitables tensiones entre el ser y el deber ser propio de un sistema democrático en el que con frecuencia se deben hacer concesiones

Pero al margen de elementos exógenos inevitables hay premisas nocivas sobre las que debe reflexionarse.

Lo que no es imprescindible que cambie debiera ser imprescindible que no cambiara.

Aunque fuera por el efectivo aunque quizás no suficientemente sofisticado argumento de que “los ciudadanos nos conocemos las reglas” (¿no era esto la seguridad jurídica?).

Y frente a ello, son múltiples los cambios legislativos que con independencia del signo político encuentran su principal justificación en el apodíctico argumento de que la aprobación de la ley vigente se produjo hace ya veinte o treinta años.

Siempre se ha dicho que una decisión del legislador convierte en obsoletos manuales enteros. Pero sobre lo que no se incide probablemente de manera suficiente es en que, sobrevolando el ámbito académico, supone un cambio de lenguaje, de idioma social o de sentido del tráfico en las calles virtuales de una ciudad que debe estar justificado desde la consciencia del esfuerzo de adaptación que exige

Y mientras, el destinatario de las normas se repite muchos días, tras repasar los boletines oficiales, que eligió un mal día para dejar de fumar y de esnifar pegamento, al comprobar el resultado de la maquinaria jurídica, dotada de resortes y mecanismos de autoprotección capaces de disfrazar de accidente cualquier daño colateral.

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