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Redes sociales: El desorden de la sinrazón

Redes sociales: El desorden de la sinrazón
18/1/2019 06:15
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Actualizado: 18/1/2019 23:55
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Según cuenta Plinio el Viejo, uno de los más conocidos pintores de la Edad Antigua, Apeles, solía exhibir sus cuadros en la plaza pública para así poder escuchar los comentarios que sobre sus obras hacían los transeúntes.

En cierta ocasión, un zapatero que por allí pasaba criticó la forma en que estaba dibujado el zapato de uno de los personajes del cuadro.

Apeles consideró que la crítica era acertada y dibujó de nuevo el zapato, esta vez salvando el defecto que había constatado el zapatero.

Al día siguiente, el antedicho zapatero volvió a pasar por delante de la obra y, viendo que el famoso Apeles le había hecho caso, se envaneció y empezó a criticar la forma de las piernas.

Fue entonces cuando el pintor, indignado, le increpó: «Ne supra crepidam sutor iudicaret», lo que significa: «El zapatero no debe juzgar más arriba de las sandalias», frase que hoy en día recoge el dicho español: «Zapatero, a tus zapatos».

Esta anécdota histórica bien puede servir para ilustrar el fenómeno que de un tiempo a esta parte se ha venido produciendo, y que se ha visto agravado en los últimos años con la proliferación de las redes sociales: el de los zapateros autoerigiéndose como expertos en Derecho.

Recientemente leía en una prestigiosa revista una certera afirmación: que la principal diferencia entre la física cuántica y el Derecho es que la mayoría asume que de física cuántica no tiene ni idea.

Sin embargo, cuando se trata de cuestiones de índole jurídica, parece que todo el mundo está legitimado para dar lecciones magistrales sobre cualquier rama del Derecho, profiriendo categóricas afirmaciones como si fueran auténticos jurisprudentes al nivel del mismísimo Ulpiano.

Basta con tener Facebook o Twitter, o estar sentado en un plató de televisión para poder dar clases de Derecho a Alfonso X el Sabio.

OPINADORES CUMPULSIVOS

Estos opinadores compulsivos se caracterizan por la falta de cualquier atisbo de vergüenza o respeto a la hora de lanzar consignas imprecisas, erróneas y falaces amparándose en el “derecho a opinar”; todo ello patrocinado en muchas ocasiones por determinados medios de comunicación cuyo aprecio por la información rigurosa y veraz es prácticamente inexistente.

Así, hoy en día sufrimos una plaga de todólogos que de manera descarada utilizan las redes sociales, y/o su condición de tertulianos, blogueros o expertos de alquiler para verter sus opiniones ex cátedra, constituyéndose como sumos pontífices del Derecho.

No obstante, y lejos de tan alta magistratura, sólo consiguen consolidar su posición de bufones con sus trivialidades y ramplonerías.

Es sorprendente la ligereza con la que muchos aseguran que esto o aquello es legal o ilegal, que tal conducta es -o no- un delito, o que ciertas cosas son constitucionales o inconstitucionales; máxime cuando lo más probable es que ni se hayan molestado en leer la Constitución, el Código Penal, ni cualquier texto que supere la extensión de un tuit.

En una ocasión, en un programa de televisión de cuyo nombre no quiero acordarme, una señora exclamaba haciendo aspavientos que el artículo 155 de la Constitución Española era “ilegal”; en otro, un conocido tertuliano acusaba de machista a un reputado catedrático de Derecho, el cual se había limitado a exponer la regulación de los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales.

Similares a las anteriores existen muchas otras historietas que llenarían miles de páginas, colmadas de sandeces y despropósitos, y que muchos preferiríamos no leer para evitar atragantamientos.

LAS REDES SON TERRITORIO COMANCHE

No obstante, si existe un lugar donde la irracionalidad, el relativismo y la barbarie intelectual campan a sus anchas, ese lugar son las redes sociales.

Eso es territorio comanche, y que me perdonen los comanches.

Muchos usuarios, cuyas principales fuentes de conocimiento son titulares de periódicos o proclamas vertidas en las tertulias antedichas, se lanzan sin pudor ni reparo a sentar jurisprudencia sobre cualquier tema.

De esta manera, una caterva de pseudoexpertos escriben sobre la reforma del Senado, las penas que deberían tener determinados delitos, se inventan derechos fundamentales…

Y ¡ay del que intente rebatir cualquier cosa con argumentos sólidos!

Razonar y argumentar, buscando la verdad, se ha convertido en un acto reaccionario en el siglo XXI.

Pues bien, como consecuencia de este fenómeno de zapateros opinando sobre Arte, cada vez son más frecuentes las críticas infundadas de resoluciones judiciales (sin haber leído la resolución en concreto, faltaría más), manifestaciones para presionar a un órgano jurisdiccional en cuanto a la calificación jurídica de unos hechos que todavía no han sido objeto de prueba, propuestas disparatadas de reformas legales, las “fake news” en materia jurídica, etc.

Todo ello impregnado de un cóctel de demagogia, ignorancia y fanatismo.

No faltarán zotes -nunca faltan- que vean en estas líneas un ataque a la libertad de expresión.

Nada más lejos de mi intención.

El propósito de este artículo es, precisamente, diferenciar entre el legítimo ejercicio de la libertad de expresión y la prostitución de la misma, que pretende la equiparación total de todas las opiniones en todos los ámbitos, independientemente de su veracidad.

Evidentemente, hay cuestiones puramente subjetivas que pueden ser objeto de opiniones irreflexivas y apreciaciones personales, tales como la cuestión de si sabe mejor el helado de vainilla o el de chocolate, donde sería absurdo pretender que los partidarios de una postura están equivocados o deben ser más reverenciados que los de la otra.

No obstante, existen otras cuestiones de mayor trascendencia donde la opinión de los expertos en la materia -los de verdad, no los impostores, que los hay, y muchos- debe ser tratada con más respeto que la de los legos.

OPINAR SIN SABER

El problema surge cuando se opina indiscriminadamente sobre asuntos que exigen estudio, formación y experiencia como si se tratara de discutir qué sabor de helado es mejor.

Y esto, como ya hemos señalado, ocurre frecuentemente en el ámbito jurídico, donde el leal saber y entender de un magistrado, el espíritu de una ley o, incluso, un principio general del Derecho, se pone en entredicho por cualquier tertuliano de poca monta, o por un imberbe con “smartphone” sin otro respaldo que el de su derecho a opinar.

Con esto no quiero decir que sólo puedan hablar de Derecho los juristas, o que los jueces y magistrados sean infalibles e irreprochables (ya que su condición humana los hace falibles por naturaleza; a lo que se une que, en Derecho, hay pocas soluciones unívocas e indiscutibles).

Así, no cabe duda de que es lícito discrepar del criterio sostenido por los expertos, de la finalidad o contenido de una ley, o del sentido de una determinada resolución judicial.

No obstante -y he aquí el quid de la cuestión- estas discrepancias, dada la importancia de las materias a las que afectan, no deben ser arbitrarias o irreflexivas, sino que deben estar motivadas adecuadamente, en términos que permitan afirmar que la opinión que se sostiene es razonada y razonable; siempre con prudencia y buen juicio.

Pero para ello hay que renunciar al aplauso fácil y a la toga de sabio con la que muchos indoctos se han disfrazado.

El panorama no es muy halagüeño.

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN, PRIVADA DE SU SIGNIFICADO MÁS ESENCIAL

Día tras día las televisiones emiten programas donde se habla por hablar, sobre cualquier tema y en cualquier sentido. Las redes sociales se empantanan con una lluvia incesante de basura, los periódicos nos cañonean constantemente con bombas de desinformación y la política se ha convertido en un concurso de charlatanería.

En definitiva, la libertad de expresión ha quedado privada de su significado más esencial para pasar a utilizarse como patente de corso en un mundo donde toda opinión es admisible y donde importa más parecer sabio que serlo.

Sin embargo, a pesar de todo, hay que insistir en que el Derecho, como medio para alcanzar la Justicia, no es algo que deba ser tratado con ligereza, ignorancia, ni ser objeto de frivolidades o conclusiones precipitadas.

Muy al contrario, dada la gran importancia que tiene en la ordenación de la sociedad, el mantenimiento de la convivencia pacífica y la consecución del bien común; todo lo jurídico debe ser tratado con seriedad, rigor y prudencia.

De otro modo, la Ley dejaría de ser -como postulaba Santo Tomás de Aquino– la ordenación de la razón dirigida al bien común; para convertirse en el desorden de la sinrazón dirigido a ninguna parte.

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