Firmas

El tiempo y el derecho: El artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal

El tiempo y el derecho: El artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal
Nicolás González-Cuéllar es catedrático de derecho procesal y socio director de González-Cuéllar Abogados, fue el impulsor de la actual redacción del 324 de la LECRIM. González-Cuéllar es hijo y nieto de fiscales. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
07/5/2020 06:40
|
Actualizado: 07/5/2020 11:15
|

Cualquier jurista sabe, o al menos debería saber para calificarse como tal, que el sistema jurídico no puede abstraerse del tiempo, porque constituye una magnitud de extraordinaria importancia para su definición y contenido, hasta tal punto que ningún derecho es intemporal y se acota entre su nacimiento y muerte dentro de la categoría sociológica de lo jurídico.

Al igual que no se admitiría una demanda constitucional para la declaración de la legitimidad de los herederos de Pedro el Cruel para el acceso al trono de Castilla, la medición de un tiempo adecuado para la emisión de una decisión sobre el problema a enjuiciar es consustancial a cualquier ordenamiento jurídico y pertenece a lo normativo y no a lo arbitrario.

En el ámbito penal la relación de la norma con el tiempo adquiere, si es posible, mayor relevancia, porque al derecho a un proceso sin dilaciones indebidas se une, sin posibilidad de disociación, el derecho de la víctima a la reparación y los principios de presunción de inocencia del investigado, autodeterminación informativa y proporcionalidad en la aplicación de las penas, entre otros mecanismos que calificamos como derechos fundamentales.

Hasta 2015 tan transcendentales misiones se proyectaban -en buena medida- en un precepto, el artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECRIM) en su redacción decimonónica, que establecía el plazo de instrucción de las causas penales de un mes.

Dicho plazo, considerado suficiente desde una concepción cultural que asumía pocas comunicaciones ferroviarias y muchas a caballo y a pie, fue inaplicado en una cultura jurídica represiva, menos dada a respetar derechos individuales que a procurar éxitos del poder en la lucha contra el crimen, en una sociedad poco preparada para sintetizar como propios, en el sentido de su reconocimiento como manifestaciones del poder soberano, valores democráticos.

ORÍGEN DE LA ACTUAL REDACCIÓN DEL 324 

Ante el actual debate sobre el artículo 324 de la LECRIM, en los que falazmente se introduce una primigenia y oscura intención del legislador de lograr la impunidad de los casos de corrupción política he decidido compartir públicamente la verdad de lo que fue mi percepción y trabajo personal durante la fase de elaboración del actual artículo 324 de la LECRIM, en 2015, por si pudiera ser de interés para la comprensión del fatal error de la contrarreforma que se anuncia como inevitable en estos tiempos revueltos de falta de reflexión jurídica y emergencia.

Después de participar en la redacción de la propuesta de código procesal penal de 2013 (que se diferenciaba del anteproyecto de 2011 esencialmente en que se sometía a control judicial –ergo, independiente- a la fiscalía en la investigación de los delitos), cuando fue designado ministro de Justicia Rafael Catalá me solicitó, junto con otros juristas a los que pidió opinión, una selección de las modificaciones necesarias del proceso penal que permitiera satisfacer la exigencias europeas plasmadas en diversas directivas pendientes de transposición y las derivadas de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal Constitucional sobre diversas materias, (entre ellas el derecho de defensa del detenido y la generalización de la segunda instancia).

Entre las propuestas que efectué se encontraba la reforma del artículo 324 de la LECRIM, la cual tras diversas modificaciones en fase prelegislativa y parlamentaria acabó con el contenido que hoy en día tiene en la ley vigente.

Nada se dijo ni se habló de lograr impunidad para nadie ni se empleó argumento alguno que a ningún jurista sensato pudiera haber llevado a pensar que se persiguiera tal fin.

Aunque mi propuesta fue más estricta en cuanto a la sujeción de Fiscalía y Juzgados a los plazos, el resultado creo que resulta satisfactorio: aun sin establecer unos límites temporales taxativamente definidos a la utilización del poder frente al ciudadano para la investigación de sospechas, susceptible de arruinar su vida y la de su familia, la norma -al menos- impone obligaciones de programación de actuaciones procesales útiles que son propias de cualquier estructura que tenga como fin servir a la sociedad y no a sí misma como herramienta de supervivencia y poder de sus dueños.

También resulta idónea como instrumento que impide a un Gobierno que hipotéticamente pueda controlar a la Fiscalía (por ejemplo colocando gente afín y dócil en su jefatura -algún amigo a amiga del poder político-) dar la patada para adelante a cualquier acción penal -particular o popular- sobre casos de corrupción o negligencia criminal- para que la causa se empantane y sea juzgada en la eternidad de un tiempo futuro, que permita la disipación de responsabilidades en el olvido.

AUTOAMNISTÍA ENCUBIERTA

En tiempo de coranavirus una derogación de los plazos de instrucción tiene el inequívoco significado objetivo de una autoamnistía encubierta, mediante la colocación del manto del olvido sobre las legítimas reclamaciones que ya se están planteando, bajo la excusa de los mantras de la complejidad (que el poder alienta) y la falta de recursos (que el poder no quiere aportar).

Derogados los plazos de instrucción se borra la delimitación el terreno de juego y se permite el lanzamiento de la pelota fuera del estadio, donde nadie pueda encontrarla (más allá de los confines del contexto, ni el presente –por la imprevisibilidad del devenir de los sucesos-, ni el futuro –por lo borroso de las narrativas que pueden ser construidas sobre lo acontecido-).

Con suerte para el poder, sin plazos, los juicios se celebrarán en quince o veinte años, donde la verdad es más fácilmente manipulable, donde podrá haberse silenciado o -peor aún- convertido en mito, gracias a la propaganda.

FISCALÍA ANTICORRUPCIÓN: PRESUNCIÓN DE CULPABLIDAD 

Sarcásticamente la Fiscalía Anticorrupción (la misma que instigó al juez Miquel Florit a adoptar brutales decisiones contra la libertad de prensa que el Tribunal Superior de Justicia de las Islas Baleares ha considerado en una reciente sentencia subsumibles en el tipo objetivo de la prevaricación judicial, por su manifiesta arbitrariedad) ha invocado en una nota de prensa la bondad de una derogación fáctica de los plazos de instrucción por su pretendida utilidad para el ejercicio de un hipotético derecho de los investigados a demostrar su inocencia.

Ha asumido así la Fiscalía Anticorrupción una máxima deplorable, la presunción de culpabilidad, con un paternalismo que si lo hubiera expresado Torquemada resultaría enternecedor, pero que desde la óptica del Estado de Derecho se revela contraria a los principios humanistas desarrollados en la evolución de la cultura clásica y cristalizados en la Ilustración.

Una máxima -el deber de demostrar la inocencia-  propia del Santo Oficio de la Inquisición, que resultó muy útil al poder político para imponer su voluntad durante muchos siglos, sobre la base de la emergencia en la lucha contra la apostasía y la herejía, entre otras infracciones que amenazaban el statu quo.

LAS INTENCIONES DE LA FISCALÍA ANTICORRUPCIÓN DAN MIEDO 

Da miedo y deberían rectificar, porque las reivindicaciones corporativas cortoplacistas no deberían arruinar el prestigio de la institución y menos aún poner en jaque la conciencia de libertad de la ciudadanía con mensajes institucionales tan grotescos.

Tan grotescos que el criterio de la Fiscalía sobre los plazos de la instrucción (que pretende se regeneren desde la emergencia) causará pánico en las cárceles, porque aplicada la misma idea difundida por la Fiscalía General del Estado a las limitaciones temporales de la prisión provisional (plazos máximos de prisión como medida cautelar) las destruiría, como sucedería también con las restricciones de otras injerencias en los derechos fundamentales, como el secreto de las comunicaciones.

Y no menos justificado temor se ocasiona en el conjunto de la ciudadanía, porque se percibe que la institución promotora de justicia encargada de proteger sus derechos aprovecha la excepcionalidad para pisotearlos.

Podemos asistir complacientes con nuestros hijos a la visión de Peppa Pig saltando sobre los charcos de barro, porque ningún código simbólico revela más que inocencia.

Con la Fiscalía no es tan fácil desechar otras intenciones.

Es su responsabilidad descartarlas del imaginario colectivo, que es la savia del Derecho.

Otras Columnas por Nicolás González-Cuéllar:
Últimas Firmas
  • Opinión | Mocro Maffia y micro justicia
    Opinión | Mocro Maffia y micro justicia
  • Opinión | CDL: El pleito de M&A más complejo y largo de la Historia: La compra de Autonomy por Hewlett-Packard (V)
    Opinión | CDL: El pleito de M&A más complejo y largo de la Historia: La compra de Autonomy por Hewlett-Packard (V)
  • Opinión | Entidades especializadas en las ejecuciones civiles: la eficiencia de exportar un modelo de éxito
    Opinión | Entidades especializadas en las ejecuciones civiles: la eficiencia de exportar un modelo de éxito
  • Opinión | Un abogado civil en la corte militar: el caso de Cerro Muriano
    Opinión | Un abogado civil en la corte militar: el caso de Cerro Muriano
  • Opinión | ¿La Justicia es una lotería?
    Opinión | ¿La Justicia es una lotería?