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¿Arbitraje en España? «Well, Spain is different»
20/7/2020 06:40
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Actualizado: 16/1/2024 18:10
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Durante un reciente arbitraje en Londres, un conocido «barrister» de la capital británica compartía conmigo la impresión -al parecer algo generalizada en este sector tan marcadamente anglosajón- de que los españoles en el arbitraje internacional le recordaban a aquel personaje genialmente encarnado por el actor Peter Sellers en “El Guateque” (1968), es decir, unos tipos algo raros, que hablan con un acento curioso y que únicamente se relacionan entre ellos.
Sin tomar demasiado en serio el comentario -aunque algo de verdad pueda tener-, lo cierto es que, el arbitraje «made in Spain» sigue siendo hoy en día una asignatura pendiente en nuestro país.
Literalmente hablando dado que sigue luciendo por su ausencia en los planes universitarios del grado de Derecho, seguramente más preocupados por los censos enfitéuticos.
De tal manera, el joven graduado español puede finalizar perfectamente sus estudios sin haber oído ni una sola palabra al respecto, a pesar de su gran importancia, sobre todo más allá de nuestras fronteras.
En la práctica española, el panorama no es mucho más alentador y a los síntomas nos remitimos: el uso del arbitraje por empresas y particulares es simplemente residual cuando se compara con la clara predilección que muestran por nuestros juzgados de primera instancia.
SIEMPRE A PUNTO DE DESPEGAR, PERO NO DESPEGA
Y así el arbitraje empresarial en España siempre está a punto de despegar, de conseguir ganar un protagonismo que nunca llega y, por el contrario, siempre nos quedamos en tierra o tomando el vuelo que nos lleve a otras sedes arbitrales como París, Ginebra o Nueva York.
Esta situación, que ha sido reiteradamente descrita por innumerables autores, en otros tantos excelentes artículos, se debe a una serie de circunstancias -de «patologías», si se prefiere- propias de nuestro país, algunas de las cuales trataremos de analizar a continuación.
LA JURISDICCIÓN ESPAÑOLA ES BUENA, BONITA Y BARATA
Cualquiera que haya tenido ocasión de intervenir en un litigio mercantil ante los tribunales ordinarios ingleses o de cualquier ciudad europea, como París o Berlín, habrá observado con cierto asombro -y seguramente mucha envidia-, el calibre que se gastan en honorarios.
Por no hablar ya de otras jurisdicciones allende de los mares, como es el caso de Nueva York o Los Ángeles, por ejemplo.
Dicha situación contrasta con España, una jurisdicción humilde y, por tanto, muchísimo más barata para pleitear en sus juzgados; que cuenta además con unas muy reducidas tasas judiciales y sobre todo con juzgadores de gran calidad técnica, a pesar de las graves carencias de medios.
De ahí que la preferencia de las empresas españolas ante la jurisdicción ordinaria sea insuperable frente al arbitraje, incluso aunque ello suponga una mayor inversión en tiempo.
Cuestión distinta son las grandes compañías multinacionales, las cuales gracias a sus importantes recursos suelen elegir las sedes clásicas de arbitraje, como son París o Ginebra o más actuales, como Hong Kong o Singapur y frente a las cuales, España no presenta ningún interés para atraer arbitrajes de estas características.
EL ARBITRAJE REPRODUCE EL SISTEMA INGLÉS DE NOMBRAMIENTO JUDICIAL
Como es sabido, en Inglaterra y Gales no existe una carrera judicial como tal, sino que el juez es tradicionalmente un «Queen Counsel» (un «barrister» de larga trayectoria y prestigio) nombrado para un concreto puesto judicial que ha quedado vacante.
No obstante, este sistema no se encuentra exento de problemas, ya que la judicatura inglesa carece crónicamente de buenos «barristers» interesados en acceder a la judicatura, incluida la High Court, a excepción de casos muy particulares, como en el caso de Lord Sumption.
De tal manera, el arbitraje reproduce con esa misma idea: que quien vaya a decidir sobre el caso sea un gran profesional litigador, bragado en mil batallas judiciales, muy acostumbrado a la particular retórica del foro y a sus resoluciones.
Un excelente «primus inter pares».
Por el contrario, en España este sistema no acaba de encajarnos.
Parece que aún se nos hace difícil aceptar que un “simple abogado” en ejercicio pueda ostentar jurisdicción y resolver mediante laudo, tal como haría un juez.
Aquí son habituales tanto aquellos de “vaya usted a saber lo que resolverá ese, que encima tiene un número colegial mayor que el mío” como aquellos otros que, en todo caso y en cualquier circunstancia, desean extender la jurisdicción ordinaria, “que es la única, auténtica y verdadera”, incluso aunque ello vaya contra la voluntad de las partes en el pleito. Véase en este sentido la reciente y acertada sentencia del Tribunal Constitucional de 15 de junio de 2020 para ver la magnitud del desaguisado.
«CLIENT IS KING»
Cuentan que, cuando el gran escritor Josep Pla llegó a Nueva York, sus amigos lo pasearon por las grandes avenidas y rascacielos de Manhattan, quedando absolutamente maravillado el ampurdanés por las grandes iluminaciones de la ciudad que nunca duerme.
En un arrebato de su sentido común, el catalán, ante tanta exuberancia y derroche, exclamó: “Y todo esto, ¿quién lo paga?”.
De forma parecida, la práctica arbitral española se percibe a modo de club privado, afectada en cierto modo de cierto esnobismo y con tendencia al autobombo complaciente.
No obstante, cabe recordar que no son las instituciones arbitrales las que crean el arbitraje.
Ni tan siquiera los árbitros, ni mucho menos los abogados, aunque a veces parezca todo lo contrario.
El arbitraje lo crean, lo deben protagonizar las compañías que, con su voluntad acceden a que su problema sea resuelto de forma distinta -alternativa- a la jurisdicción ordinaria.
Son los clientes quienes deciden y asumen los costes de acudir a un sistema arbitral y sobre quienes debe girar todo el sistema puesto a su servicio.
Por el contrario, se echa en falta que, en la gran mayoría de ocasiones, las propuestas sobre arbitraje que se hacen giren en torno a esos actores secundarios y sus virtudes, obviando al único protagonista de esta película, el cliente, que es quien paga la fiesta o, si ustedes lo prefieren, «el guateque».
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