Firmas

La impugnabilidad de la decisión del arbitrador

La impugnabilidad de la decisión del arbitrador
El columnista, Nicolás González-Cuéllar, es catedrático de derecho procesal en la Universidad de Castilla-La Mancha, socio director de González-Cuéllar Abogados y autor. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
19/10/2020 06:48
|
Actualizado: 18/10/2020 22:05
|

La doctrina, la jurisprudencia de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo y las sentencias de las Audiencias Provinciales han abordado la figura del «arbitrador» de forma que su contenido y sus efectos quedan suficientemente claros en el Derecho material, más allá de las diferencias y matices que las distintas aproximaciones a cualquier institución jurídica producen en el plano teórico y en su aplicación práctica en los casos concretos.

En el ámbito procesal, sin embargo, la figura del arbitrador no ha recibido la suficiente atención, al menos en lo concerniente al análisis de la forma correcta de efectuar la impugnación (judicial o arbitral) de su decisión por la parte discrepante, la cual en el proceso jurisdiccional sólo puede ser con el ejercicio de la acción, por medio de demanda o reconvención y en la posible intervención procesal del arbitrador cuya decisión se combata.

II.- ORIGEN Y EVOLUCIÓN DE LA FIGURA DEL ARBITRADOR

La figura del arbitrador tiene su origen el Derecho romano, en relación con distintos negocios, aunque no sin discusión entre los juristas de la época sobre la posibilidad de fijación de un elemento del contrato por un tercero (así, Ofilio y Próculo consideraban válida la fijación del precio de la compraventa por un tercero, mientras Labeón lo rechazaba)[1].

El Código de Justiniano, aun afirmando que la cuestión presentaba grandes dudas, admitió el arbitrio, bajo la condición de que el tercero adoptara efectivamente la decisión que las partes le solicitaran[2].

Tal arbitrio, en el Derecho romano, podía ser «arbitrium merum» o «arbitrium boni viri», según las partes quedaran indefectiblemente sujetos a la decisión del tercero o pudieran rebatirla. Al respecto, resulta de gran interés, entre otro, el fragmento del Digesto 17, 2,76, sobre el contrato de sociedad, con el siguiente texto de Próculo:

“Próculo; Epístolas, libro V- Constituiste sociedad conmigo con esta condición, que Nerva, amigo común, determinara la participación de la sociedad; Nerva determinó que tu fueses socio por una tercera parte y yo por dos terceras partes; preguntas: ¿será acaso válido esto por derecho de sociedad o seremos, no obstante, socios por partes iguales? Sin embargo, opino que mejor habrías preguntado si quizás seriamos socios por las partes que él hubiese establecido o por las que hubiera debido establecer un buen varón. Porque existen dos géneros de árbitros: unos, de tal suerte que ya sea lo justo o lo injusto debamos obedecerlo, lo que se observa cuando en virtud de compromiso se recurrió a un árbitro; y otros, de tal naturaleza, que deba sujetarse al arbitrio de buen varón”.

En el fragmento transcrito, como expone José María Blanch Nogués, se distingue entre un «arbitrium merum» y un «arbitrium boni viri» “en el que la actuación del tercero estaba sujeto a un juicio de buena fe con el resultado de que las partes podrían impugnar ante el juez la decisión adoptada por el arbitrador si fuese contraria a aquella”[3].

Posteriormente el arbitrador es tratada por los glosadores y postglosadores en el Derecho Común y permanece en el Derecho moderno y contemporáneo[4].

En España las Partidas contemplaron el arbitrio de tercero en la compraventa la Ley 9ª del Título V de la Partida V:

“E si este en cuya mano lo meten, señalasse el precio desaguisadamente, mucho mayor o menor de lo que vale la cosa, entonces deue ser enderecado el precio segunt aluedrio de omes buenos”.

Y, respecto al contrato de sociedad, en la Ley 5ª del Título V de la Partida V:

“Otrosi dezimos, q si algunos fiziesse pleito en su copania desta guisa, que cada vno dellos ouiesse táta parte, en la ganancia, o en la perdida, quáta dixese alguno otro, `q nóbrassen, e a’ql’q señalasen para esto fiziesse las partes guisadas, e derechas deue estar por su aluedrio. Mas si la fiziere desaguisadas, como si mádasse tomar mayor parte al vno, que al otro en las ganancias, o en las perdidas, non mostrando alguna derecha razón, porque lo mandaua, estonce, non valdria el aluedrio ante dezimos, que deue ser enderecado, por aluedrio de omnes buenos, que caten, si por alguno de ellos, meresce mayor parte por ser mas sabidor, o por llevar mayor trabajo, segund diximos, en la ley ante desta. E si fallaren `q es asi, deuen gela dar, segund entendieren, que es guisado, e si non, manden que lo partan igualmente”.

Nuestro Código Civil contempla expresamente el arbitrio del tercero, entre otros supuestos, en la determinación del precio de la compraventa (artículo 1447)[5], en la fijación de las pérdidas y ganancias de los socios en el contrato de sociedad –respecto a la que se regula expresamente la posibilidad de impugnación de la decisión (artículo 1690)[6]-, en la aprobación del contrato de obra (artículo 1598)[7]. No obstante se considera una posibilidad susceptible de ser utilizada en cualquier tipo de contrato en virtud del principio de libertad de pactos del artículo 1255 CC[8].

La Ley sobre Régimen Jurídico de los Arbitrajes de Derecho Privado de 22 de diciembre de 1953, en los párrafos segundo y tercero de su artículo 2, establecía:

“No se considerará arbitraje la intervención de un tercero que no se haga para resolver un conflicto pendiente, sino para completar o integrar una relación jurídica aún no definida totalmente.

«En este caso, los efectos jurídicos de la intervención del tercero continuarán sometidos al régimen particular que hoy en cada supuesto se establece”.

La Exposición de Motivos de la Ley afirmaba que la norma transcrita trataba de distinguir la figura del “arbitro” del “arbitrador”. Según Luis Díez-Picazo y Pone de León, el precepto resultaba “un tanto extraño, difícilmente inteligible al primer contacto”[9].

Dicho autor, en su profundo estudio de la institución, puso de manifiesto que el arbitrio puede producirse tanto “en la formación del negocio, como en la ejecución del negocio” y concluyó que el arbitrio de tercero consiste en “la realización de una actividad negocial mediante la remisión a la decisión de un tercero”[10].

III.- CONCEPTO Y NATURALEZA JURÍDICA DEL ARBITRADOR

El arbitrador puede ser definido como un tercero que es designado por las partes de un negocio jurídico para que adopte una decisión sobre su formación o ejecución, a la cual se remiten[11].

Tanto si no existe conflicto alguno, como si se encuentran las partes del negocio en conflicto actual o latente, porque ya exista un enfrentamiento de voluntades o porque pueda esperarse que surja en el futuro, el arbitrador no tiene como misión otorgar una respuesta definitiva e irrevocable a un conflicto, con fuerza de cosa juzgada, puesto que su campo de actuación es puramente negocial y su decisión es susceptible de ser discutida ante los tribunales, al igual que puede serlo cualquier otro de los elementos que conforman la relación jurídica en caso de controversia –si cualquiera de las partes desea suscitarla-.

Como ya explicó Chiovenda, “desde hace tiempo se discute doctrinalmente la diferencia entre arbitro y arbitrador. El árbitro conoce de una relación litigiosa, como de ella conocería el juez; el arbitrador del derecho común es un ‘amicabilis compositor’ llamado a determinar una relación jurídica pacífica en sí misma, un elemento no definido por las partes (por ejemplo, el precio de una venta, la participación de un socio en una sociedad); tanto en uno y otro caso las partes se obligan a pasar por la decisión del tercero, pero la decisión del arbitrador puede impugnarse cuando es evidentemente injusta”[12].

Como señala la STS de 29 de marzo de 1969, el arbitrio de tercero no es un “arbitraje impropio o informal”, pues no excluye el posterior proceso contradictorio. En palabras de la STS de 21 de febrero de 1977, el artículo 1447 del Código Civil (CC) “no establece arbitraje alguno en el sentido procesal propio de esta institución, es decir, en el sentido de impedir a los Jueces y Tribunales conocer de la controversia sometida al fallo arbitral, sino pura y simplemente el de tener el precio por cierto, cuando se ha dejado al arbitrio de parte determinada”. Afirma la STS 649/1985, de 8 de noviembre, que arbitrador es “quien sin resolver la controversia, en sentido técnico, completa o integra una relación necesitada de aquel complemento” (en el mismo sentido, STS 812/1987, de 11 de diciembre). Así lo reiteran las SSTS 158/1986, de 10 de marzo y 566/1988, de 7 de julio: “la decisión [del arbitrador] no sería, en ningún caso, equiparable a una resolución judicial, sino impugnable por la vía de un proceso ordinario”. Los arbitradores “intervienen, no para dirimir o resolver conflictos sobre una relación jurídica ya existente, sino para integrarla o completarla”, asevera la STS 904/1988, de 28 de noviembre. “Solventan un extremo no jurídico de una relación jurídica, dice la STS 112/2000, de 29 de noviembre. “Hay que señalar –añade la STS 765/2010, de 30 de noviembre, que la doctrina científica ha distinguido las figuras del ‘arbitrador’ y del ‘arbitro’, porque este último resulta encargado de dirimir una cuestión entre las partes, mientras que el ‘arbitrador’, desempeña una función por encargo de las partes”.

Con la decisión que adopta, el arbitrador integra la relación jurídica entre las partes, pero no blinda su contenido del posible examen de la jurisdicción o, en su caso –si existe convenio al respecto-, del arbitraje. Es obvio, como ya se ha indicado, que la decisión del arbitrador carece de los efectos jurídicos materiales de la cosa juzgada. Por ello la decisión del arbitrador puede ser impugnada[13].

Obviamente la admisibilidad de la impugnación dependerá de la observancia de las exigencias y presupuestos procesales que resulten de aplicación y su prosperabilidad dependerá de la fundamentación de la pretensión de la parte insatisfecha en relación con la posibilidad establecida por el ordenamiento para la eliminación o modificación por el tribunal del elemento del negocio jurídico determinado por el arbitrador y con el cual la parte se muestra en desacuerdo.

IV.- LA DECISIÓN DEL ARBITRADOR

Las partes acuden al arbitrador para que tome la decisión que integre el negocio jurídico por la confianza que les merece su criterio, ya se base en la equidad, ya se fundamente en la aplicación de conocimientos científicos, artísticos, técnicos o prácticos de utilidad para la realización del encargo que ponen en sus manos. Es claro que, en el tráfico jurídico, nadie puede tener interés en designar un arbitrador para que tome una decisión  caprichosa, desprovista de cualquier fundamento objetivo.

La ley en ocasiones designa al arbitrador como “perito” por los conocimientos especializados que se le suponen. Pero la utilización de tal terminología no debe llevar a la confusión entre el arbitrador y el perito que actúa en el proceso auxiliando al juez en la determinación de los hechos, porque las figuras de arbitrador y el perito procesal –judicial o de parte- se sitúan en planos distintos y tienen funciones diferentes.

El arbitrador actúa en el plano negocial y el perito en el procesal. El arbitrador adopta decisiones que suponen la definición de elementos del negocio jurídico entre las partes, mientras que el perito no decide absolutamente nada, sino que aporta al tribunal máximas de la experiencia útiles para la formación de la convicción sobre el acaecimiento de los hechos.

“No pueden encontrarse, en realidad, conexión entre el arbitrio del tercero y el derecho procesal. Ni el arbitrio de tercero es una figura procesal, ni produce eficacia alguna en este sentido”, afirma con toda razón Luis Díez-Picazo y Ponce de León[14].

No obstante ello no supone, claro está, que la impugnación de la decisión del arbitrador no deba respetar el cauce procesalmente adecuado para realizarla, al igual que sucede con cualquier otro elemento del negocio jurídico que devenga litigioso.

Pese a la nítida diferencia entre arbitrio de tercero y peritaje, en la práctica no es infrecuente que los tribunales tiendan a situar el juicio del arbitrador –presupuesto de su decisión- en el mismo plano en el que sitúan los criterios del perito –base de las conclusiones de los mismos-, olvidando que el arbitrador tiene como función adoptar una decisión negocial ajena –en principio- al ámbito de la jurisdicción o del arbitraje, mientras que el dictamen pericial es siempre instrumental de la valoración de la prueba que el tribunal está llamado a realizar con base en la racionalidad.

Tal diferencia queda clara en la siguiente frase de la SAP Madrid 28ª 84/2014, de 14 de marzo:

“Tratándose de pruebas periciales y no de informes de arbitradores su valoración está sujeta a lo dispuesto en el artículo 248 de la Ley de Enjuiciamiento Civil”.

 El informe del arbitrador –señala la SAP Pamplona 3ª 156/2014, de 25 de junio, “es el objeto de la prueba, no medio de prueba”. Una prueba que habrá de practicarse en el proceso jurisdiccional si la decisión del arbitrador puede ser y es correctamente impugnada. Pasamos a ello.

V.- IMPUGNABILIDAD

Como ya vimos, en el Derecho Romano se distinguía entre «merum arbitrium» y «arbitrio boni viri». Dicha distinción, como expone Juan Roca Juan, siguiendo a Furno, más que asentarse en la bondad esperada en la actuación del tercero se basaba en el carácter impugnable o no de la decisión[15]. Para los casos en los que no constara la voluntad de las partes al respecto, se presumía que el «arbitrium» escogido era «boni viri», es decir impugnable en la sociedad y los contratos de buena fe[16], en caso de «manifesta iniquitas» (D.17,2, 79 Paul. 4 quaest.).

Dicha presunción se generalizó en el Derecho común para todo tipo de contrato, para evitar iniquidades manifiestas[17]. Así, sostiene Juan Roca Juan “se pasó a admitir en general la ‘querela iniquitatis’ no sólo para anular la determinación de cuotas sociales o divisorias, sino también el precio (en caso de compraventa, arrendamiento, honorarios, etc), cuando fuese fijada faltando a la equidad”[18].

Poithier, por su parte, liga la iniquidad en la fijación del precio a la nulidad de la venta, que habría de ser declarada por el tribunal a petición de la parte disconforme, previo peritaje judicial[19].

En España, la jurisprudencia, como anteriormente hemos visto, ha insistido en la posibilidad de impugnación de la decisión del arbitrador. Incluso se ha afirmado que la renuncia a la acción de impugnación es nula (STS núm. 158 de 10 de marzo de 1986).

Ya la STS de 21 de abril de 1956 sostuvo que “al convenir en que la fijación del precio, así como la delimitación superficial del predio objeto de la compraventa se confiase a un tercero, no debe entenderse en el sentido de que la actuación de esta persona hubiera de estar en absoluto libre de toda reguladora limitación, porque eso serla dar a la palabra ‘arbitrio’, que emplea el aludido  artículo 1.447 del Código Civil , tan extraordinaria amplitud que pudiera llegar a la arbitrariedad, exceso que no hay que suponer que lo quisieran los contratantes y menos que lo autorizase la Ley, sino que lo indudablemente lógico en estos casos es que se expongan a la persona a quien tal encargo se confía las condiciones y circunstancias de lo convenido para que con arreglo a ellas emita su decisión arbitral”.

Y la misma posición reiteró la STS 22 de noviembre 1966, la cual señaló que el precio establecido por el tercero a cuya decisión las partes se remiten puede ser impugnada, aunque el CC, a diferencia de las Partidas no lo prevea, tal y como sostiene la doctrina científica, “entre otros casos, cuando el árbitro (sic) falta a las instrucciones que las partes le señalaron para la fijación del precio”.

La ya citada STS núm. 158 de 10 de marzo de 1986 reitera la misma idea, con una explicación más detallada:

“Rechazada en ambas instancias la demanda de los vendedores, postulando en primer lugar la declaración de nulidad de la decisión tomada por los arbitradores y la recíproca restitución de las prestaciones con base en un pretendido incumplimiento del contrato de cuatro de diciembre de mil novecientos setenta y ocho atribuido a Corporación Bancada S.A., y subsidiariamente, manteniéndose tal nulidad, que se condene a la demandada ‘a que pague a los demandantes el valor de las acciones transmitidas, que se fijará en ejecución de sentencia’, habrá de recordarse como fundamentación preliminar a la totalidad del recurso, que la figura del arbitrio de un tercero (‘arbitrador’), aludida para diferenciarla del arbitraje en el artículo segundo, párrafo dos, de la Ley de veintidós de diciembre de mil novecientos cincuenta y tres y contemplada por el artículo mil cuatrocientos cuarenta y siete del Código Civil para la determinación del precio en la compraventa cuando así lo convinieren los contratantes a modo de negocio por relationem, desemboca en una decisión de obligado acatamiento para comprador y vendedor; y a pesar de que ese precepto no regula la posibilidad de impugnación como lo hiciera el derecho histórico (Partida Quinta, titulo quinto, ley novena: «…e si éste, en cuya mano lo meten, señalase el precio dessaquisadamente, mucho mayor o menor de lo que vale la cosa, entonces debe ser enderezado el precio según alvedrío de ornes, buenos»), tanto la doctrina científica, que acude por analogía al artículo mil seiscientos noventa del propio Código, como la Jurisprudencia contenida en las sentencias de veintiuno abril de mil novecientos cincuenta y seis y veintidós- de noviembre de mil novecientos sesenta y seis , dan paso a la posibilidad de tal censura, amén de las hipótesis de vicios en el consentimiento, cuando el arbitrador prescinde de las instrucciones señaladas por las partes para la fijación del precio, faltando manifiestamente a la equidad con menoscabo de las prudentes pautas de un arbitrium boni viri, sin duda presupuestas por los interesados al referirse al ‘valor objetivo’ de la cosa cuya fijación se remite al fallo arbitral; a lo que cabe añadir que, según la sentencia de veintiuno de febrero de mil novecientos setenta y siete , el artículo en cuestión no estatuye arbitraje alguno en el sentido procesal y propio de la institución y por lo tanto en el de impedir el conocimiento por la jurisdicción ordinaria de la controversia, sino pura y simplemente el de tener el precio por ciento cuando se ha dejado su señalamiento al arbitrio de persona determinada”.

Como se desprende de la lectura del párrafo transcrito, en el caso resuelto por aquella sentencia la parte disconforme con el arbitrio del tercero había formulado reconvención para impugnar la decisión.

No siempre en la práctica, sin embargo, se encauza de tal modo la discusión acerca del acierto de lo decidido por el arbitrador[20], lo cual dota de pertinencia a la pregunta sobre la forma procesalmente correcta de la impugnación, cuestión de la cual nos ocuparemos en el próximo epígrafe, no sin antes indicar los supuestos en los que, según la sentencia a la se acaba de hacer referencia, la fijación del precio por el arbitrador sería impugnable:

1.- Los vicios el consentimiento; y

2.- el incumplimiento de las instrucciones de las partes para la realización de la tarea, cuando manifiestamente se infringe la equidad.

Dejando al margen los posibles vicios del consentimiento de las partes al acordar la utilización de la figura del arbitrador, sólo el dolo en la adopción de la decisión –desviación subjetiva-  o su «iniquidad manifiesta» -desviación objetiva- permiten la revisión judicial de la fijación del elemento del negocio jurídico diferido por las partes al tercero. La STS 822/2006, de 1 de septiembre, aclara que “la llamada a la equidad no es autónoma, sino ligada a las instrucciones señalas por las partes a los arbitradores” y anuda el pacto sobre el “automatismo” con el que se trasladaría el resultado de unas auditorías al precio de la cosa y el sometimiento de las partes a los criterios contables para calcularlo a la improcedencia de la realización de cualquier ajuste corrector derivado del resultado de la prueba pericial, pues ello no es más “que un intento de suplantar el sistema de fijación establecido en el contrato por una determinación pericial mediante el proceso”.

Más adelante las SSTS 87/2010, de 9 de marzo y 118/2010, de 22 de marzo se ocupan de la valoración efectuada por los auditores encargados por los Estatutos Sociales de la fijación del precio de compra de acciones en ejecución del derecho de adquisición preferente. La primera de las referidas resoluciones –a la que sigue fielmente la segunda- afirma:

“Por otro lado, el poder de los auditores para dictaminar el precio de compra viene conferido por los propios Estatutos Sociales. Evidentemente su dictamen es impugnable en el caso de estimarse contrario a la equidad. Para juzgar si concurre la ‘iniquitas’, como se trata de una materia que exige conocimientos especiales, es natural que se pueda someter el dictamen a la confrontación con una pericia (o varios dictámenes, como en el caso). De existir divergencia, el Tribunal debe resolver lo que estime más correcto pues no está vinculado por ninguno de los la apreciación del arbitrador es impugnable ante los Tribunales. Así lo establece expresamente el artículo 1.690 CC para cuando ‘evidentemente haya faltado [el arbitrador] a la equidad’, y así lo reconoce con carácter general la doctrina de esta Sala (SS., entre otras, 21 de abril de 1.956, 22 de marzo de 1.966, 10 de marzo de 1.986).

(…)

«Antes de examinar el motivo procede anotar que no hay discusión acerca de que nos hallamos ante una hipótesis de arbitrio de tercero -lo que excluye tanto el arbitraje, como el ‘tertium genus’ denominado por un sector doctrinal ‘dictamen arbitral’-. Tampoco se cuestiona la impugnabilidad de la decisión de los auditores, por lo demás plenamente aceptada por la doctrina de esta Sala (Sentencias entre otras, 21 de abril de 1.956, 22 de marzo de 1.966, 10 de marzo de 1.986). Y, finalmente, las partes son contestes en la aplicabilidad analógica del criterio de la equidad ex artículo 1.690 CC para dirimir la controversia, cuyo precepto, si bien se refiere a la designación de la parte de cada uno de los socios en las ganancias y pérdidas sociales, sin embargo, según se sostiene por la mejor doctrina, es aplicable a las otras hipótesis de arbitrador que no contienen la previsión explícita del ‘arbitrium boni viri’, siempre que las partes no optaran por el ‘arbitrium merum’ -en el que por las mismas se deja la decisión a la libre voluntad o leal saber y entender del arbitrador-, y en tal sentido se consideran instituciones paralelas las normas de los artículos 1.690 y 1447 CC , por lo que es aplicable a éste, que se refiere a la fijación del precio de la compraventa y guarda una práctica identidad con el caso de autos, la regla de la equidad que explícitamente prevé el primero.

«El concepto de equidad al que se refiere el artículo 1.690 CC es el del precio justo -‘iustum pretium’-, en relación con el concepto de ‘justicia del caso particular’. Habrá de estarse al auténtico valor de la cosa, en el que la certeza se somete a las reglas de la experiencia. Prevalece la idea objetiva y requiere adecuación a las circunstancias. Como sostiene la buena doctrina, el arbitrador queda sujeto a observar ‘un criterio objetivamente adecuado al criterio normal dentro del sector de la comunidad en que se realiza la determinación’. Y es impugnable la decisión cuando manifiestamente se haya faltado a la equidad -‘manifiesta iniquitas’-, como también lo sería -ahora con criterio de imputación subjetivo- en el caso de obrar el arbitrador con mala fe”.

Más tarde la misma Sala distingue en la STS 320/2012, de 18 de mayo, entre el “arbitrio legal” –en aquel caso impuesto en aquel asunto por el artículo 32.2 de la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada- del arbitrio contractualmente establecido por las partes para la fijación del precio, de forma que en el primero la impugnación puede basarse en el incumplimiento del canon de la razonabilidad basado en consideraciones objetivas: “la Ley –sostiene la sentencia citada- excluye el merum arbitrium e impone el deber de estar a lo ‘razonable’ de acuerdo con las reglas de la ciencia exigibles en el desempeño del encargo (en este sentido, sentencia 118/2010, de 22 de marzo) o, como indica la sentencia 87/2010, de 9 de marzo, ‘queda sujeto a observar un criterio objetivamente adecuado al criterio normal dentro del sector de la comunidad en que se realiza la determinación’”. Por el contrario, la designación contractual de arbitrador para el establecimiento de precio impediría la aplicación de dicho canon de razonabilidad fundado en criterios objetivos:

“En resumen –concluye la sentencia- hay que tener en cuenta que –en este caso el mandato legal (que no instrucción de parte) consiste en <<valorar>> las participaciones, lo que tiene un componente objetivo muy superior al de ‘fijar el precio’ regulado en el artículo 1447 del Código Civil, aunque a la postre la valoración tenga como objetivo fijar –este-. Por ello no será admisible un valor que no sea el razonable, sin necesidad de manifesta iniquitas (manifiesta iniquidad) o de una actuación de mala fe”.

Muy poco después el Tribunal Supremo aplica la misma jurisprudencia sobre el “arbitrio legal” en la STS 635/2012, de 2 de noviembre.

Vemos, por tanto, que, aunque alguna sentencia ha proclamado genéricamente y con cierta confusión conceptual, “que el dictamen del arbitrador, aunque de gran importancia, no tiene carácter decisorio ya que está sujeto, como todo dictamen pericial, a la valoración del juez” (STS 744/1995, de 22 de julio), la posibilidad de revisión del arbitrador contractualmente designado (no así del “arbitrador legal”) es restrictiva y se limita a los casos de dolo e inquidad manifiesta, lo cual se halla en línea con la propuesta contenida en los Principios de Derecho Europeo de los Contratos, según los cuales “si el precio o cualquier otro elemento fijado por un tercero resulta manifiestamente irrazonable, lo así determinado se sustituirá por otro precio o elemento razonable” (6:106 [2]). No basta –en suma- para la revisión la irrazonabilidad, sino una irrazonabilidad manifiesta.

La necesidad de restricción de la posibilidad de revisión judicial del arbitrio de tercero es clara. No sólo se ajusta a los valores propios de de un Estado social y democrático de Derecho que establece la libertad como valor superior del ordenamiento y respeta la voluntad de sus ciudadanos en la realización de negocios jurídicos que no resulten lesivos para interese públicos o de terceros, sino que se cohonesta con la conveniencia –cada vez más acuciante- de depositar en las partes el poder de gestionar sus diferencias, no sólo mediante la potenciación de métodos autocompositivos de gestión de los conflictos, sino en un estadio anterior al surgimiento de la litis, dotando de la debida protección a los pactos que sirvan para su prevención, como son los que difieren al criterio de un tercero cuestiones que, una vez decididas, deberían hacer innecesario –salvo casos extremos- acudir a la jurisdicción y tener que emplear dictámenes de peritos. De nada sirve, para tratar de reducir el alto volumen de litigiosidad judicial, promocionar la mediación o la conciliación –en la que el tercero aproxima posiciones con base en intereses comunes-, o la evitación de la discusión mediante la encomienda al tercero de la determinación de un punto del negocio jurídico, si posteriormente la jurisdicción va a asumir autoritariamente la misión de revisar -sin restricción alguna- cómo el tercero ha efectuado su labor de aproximación de posiciones o ha integrado la relación jurídica entre las partes, en caso de que posteriormente cualquiera de ellas se muestra insatisfecha con el resultado alcanzado.

VI.- FORMA DE LA IMPUGNACIÓN

 1.- Acción o excepción

La impugnabilidad de la decisión del arbitrador es clara, con los límites anteriormente explicados. Ahora bien, la controversia acerca del dolo o iniquidad de su decisión ¿debe plantearse mediante el ejercicio de la acción o puede ser suscitada por medio de «excepción»? Es obvio que el interrogante planteado debe ser contestado en aplicación del ordenamiento procesal vigente y con respeto a las categorías dogmáticas de la ciencia procesal.

Resulta incontrovertido que cualquier parte con interés legítimo, en ejercicio del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, podrá impugnar la decisión del arbitrador mediante la formulación de demanda o reconvención (instrumentos aptos para el ejercicio de acción), al igual que se puede pretender lograr la ineficacia de cualquier elemento negocial por dichas vías. Pero es sabido que tal intento no siempre es viable a través de una «excepción», pues la ineficacia derivada de la anulabilidad y la rescisión de los negocios jurídicos sólo puede hacerse valer a través de una acción o reconvención válidamente formulada.

De antemano, conviene precisar que, cuando hacemos referencia a excepción, nos referimos no a la incorrectamente llamada «excepción procesal», consistente en la ausencia de un presupuesto procesal del que dependa la válida emisión de una sentencia sobre el fondo del asunto[21], sino –en la acepción material del término- a cualquier argumento esgrimido por el demandado para oponerse a la demanda (más allá de su preciso significado jurídico-procesal como hecho de carácter «impeditivo, extintivo o excluyente» que introduce el demandado para resistir la pretensión del actor: por ejemplo, la simulación contractual como «hecho impeditivo», el pago como «hecho extintivo» o la prescripción como «hecho excluyente»).

Ni el dolo ni la inquidad de la decisión del arbitrador son hechos «impeditivos, extintivos o excluyentes» de la integración del negocio jurídico efectuada por el tercero por encargo de las partes. El negocio queda conformado con su decisión, nace a la realidad jurídica y despliega sus efectos, si bien -en los mencionados supuestos- la situación es claudicante, pues cabe la impugnación a instancia de parte, como también sucede en los casos en los que el negocio resulta anulable por la existencia de vicios del consentimiento.

Mientras la «nulidad de pleno derecho o radical» opera como mera «declaración» que se limita a la expresión de la situación en la que se encuentra la realidad jurídica –en la que lo nulo es considerado inexistente y no despliega consecuencia alguna, pues produce efectos «ex tunc» apreciables de oficio-, la «anulabilidad» –como también la «rescindibilidad»- tiene carácter constitutivo, al ser fuente de una potencial transformación jurídica con efectos «ex nunc», dependientes de la acción potestativa ejercitada por la parte interesada. Dicha alteración del mundo jurídico del que el negocio integrado con la decisión del tercero forma parte exige el ejercicio de la acción, con la presentación de la demanda o de la reconvención. En concreto, sin demanda o reconvención, sin pretensión de alteración del negocio jurídico existente mediante el pronunciamiento judicial, el órgano judicial se encuentra compelido al mantenimiento del «statu quo» creado por las partes en virtud de su libre albedrío, dentro del respeto por el ordenamiento jurídico, en aplicación de los esenciales principios de justicia rogada y congruencia.

Se ha reiterado que el arbitrio de tercero constituye una actividad mediante la que el negocio jurídico se integra en su desarrollo y evolución, en fase de formación o ejecución. Pues bien, acertada o no, equitativa o inicua, la decisión del tercero equivale a la voluntad de las partes por remisión de las mismas a la decisión adoptada según su criterio (en aplicación de las instrucciones de las partes o sin ellas). Siendo así, el dolo o el error aberrante, grosero o manifiesto del tercero en la adopción de su decisión debe recibir, procesalmente, el mismo tratamiento que se otorga a la anulabilidad. Y sabido es que la anulación del negocio jurídico, por dolo o error o por cualquier otro motivo, debe solicitarse mediante una acción procesal correctamente ejercitada, a través de demanda o reconvención. Mientras de tal modo no se haga, el negocio jurídico sigue siendo válido y despluiega toda su vigencia.

2.- La interdicción de la «reconvención implícita»

Antes de la entrada en vigor de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000, bajo la vigencia de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LEC) de 1881, la distinción conceptual entre acción y excepción quedaba en numerosas ocasiones sepultada en su virtualidad práctica bajo la losa de la denominada reconvención implícita, ficción jurisprudencial en virtud de la cual, aunque en la actuación procesal de la parte demandada no se satisficieran los requisitos formales de la reconvención, se entendía la misma interpuesta si el demandado no se limitaba a solicitar la desestimación de la demanda (SSTS de 25 de febrero de 1933, 13 de junio de 1947, 5 de febrero de 1990, 8 de noviembre de 1996…). Así, bastaba que el demandado incluyera en el suplico de la contestación a la demanda una solicitud de afirmación judicial de haber sufrido craso error el arbitrador en su decisión para que se considerara ejercitada la acción reconvencional (así, por ejemplo, sucedió en el caso enjuiciado en la STS de 22 de noviembre de 1966, referida al arbitrio de tercero en la fijación del precio de la compraventa, en el cual, aunque formalmente no se había reconvenido, el demandado había solicitado en la contestación la nulidad de la determinación realizada por el arbitrador).

Hoy en día dicha doctrina jurisprudencial se encuentra legalmente proscrita. Con el fin de salvaguardar el principio de igualdad de armas y el derecho de defensa de las partes, el artículo 406 LEC establece la inadmisibilidad de la reconvención implícita en su apartado tercero, al exigir un específico requisito de forma que diferencia dicho acto procesal de la contestación a la demanda, al deberse formular separadamente, c continuación de la contestación, con clara expresión de la pretensión reconvencional:

“La reconvención se propondrá a continuación de la contestación y se acomodará a lo que para la demanda se establece en el artículo 399. La reconvención habrá de expresar con claridad la concreta tutela judicial que se pretende obtener respecto al actor y, en su caso, de otros sujetos. En ningún caso se considerará formulada reconvención en el escrito del demandado que finalice solicitando su absolución respecto de la pretensión o pretensiones de la demanda principal”.

Es cierto que la LEC, en su artículo 408, otorga a la alegación de la nulidad radical y de la compensación un tratamiento específico –como excepciones reconvencionales– que supone la práctica asimilación procesal entre acción y excepción, pero dicho precepto no resulta aplicable al dolo o a la iniquidad de la decisión a cuyo arbitrio las partes se someten. El referido precepto prevé la posible realización de las alegaciones de compensación o nulidad absoluta la contestación a la demanda, con los efectos de:

i) otorgar al actor la posibilidad de controvertir la compensación en la forma prevista para la contestación a la reconvención o solicitar al Letrado de la Administración de Justicia contestar en el plazo establecido para la contestación a la reconvención si el demandado alegare la nulidad y en la demanda se hubiere dado por supuesta la validez del negocio; y

ii) la cosa juzgada sobre los puntos concernientes a la compensación o la nulidad.

Como se ha dicho, tal asimilación de alegaciones en la contestación a la demanda con su planteamiento en forma de reconvención (concesión de trámite de contestación al demandante y proyección de los efectos de cosa juzgada sobre las cuestiones suscitadas) no se extienden ni a la anulabilidad derivada del planteamiento de vicios del consentimiento, ni a la rescisión contractual derivada del perjuicio, ni a la resolución judicial no convencional. En todos estos casos resulta exigible el planteamiento de la acción mediante demanda o reconvención. Ello porque la modificación de la realidad jurídica que su acogida supone exige necesariamente un pronunciamiento judicial que debe producirse a instancia de parte (a diferencia de lo que sucede con la nulidad absoluta, que puede ser declarada de oficio) y que desplegará la totalidad de los efectos positivos y negativos de la cosa juzgada material (a diferencia de lo que sucede con las «excepciones materiales» planteadas en la contestación a la demanda, salvo las «reconvencionales», como ya se ha explicado).

Recuerda la STS 172/2018, de 23 de marzo, que “la anulabilidad debe ejercitarse por vía de acción (demanda o reconvención y no de simple excepción (sentencias de esta Sala 837/1999, de 16 de octubre, 1086/2001, de 26 de noviembre y 2014/2005, de 31 de marzo)”. También la resolución del contrato, salvo la reconvencional (SSTS 1034/1994, de 19 de noviembre, 978/1999, de 15 de noviembre, 894/2000, de 6 de octubre, 95/2015, de 24 de febrero…).

La posibilidad de revisión del arbitrio de tercero también exige el ejercicio de la acción mediante demanda o reconvención, debido al carácter constitutivo de la pretensión que se dirige a lograrla y de la resolución que, en caso de que la petición de parte se encuentre fundada, la estime. Mientras el dolo del arbitrador es equiparable a un vicio de la voluntad –originador de anulabilidad-, la iniquidad resulta asimilable a una causa de rescisión –total o parcial- del elemento contractual definido por el tercero.

El Código Civil no establece expresamente ni forma ni plazo para la impugnación de la determinación por tercero del precio de la compraventa. Pero si lo hace respecto al arbitrio de tercero en el reparto de ganancias o pérdidas entre socios en el artículo 1690, el cual prohíbe reclamar al “socio que haya principiado a ejecutar la decisión del tercero, o que no la haya impugnado en el término de tres meses, contados desde que le fue conocida”. Aunque se considere que el plazo de caducidad establecido en el indicado precepto no es aplicable analógicamente a otros supuestos de arbitrio de tercero (SAP Madrid 11ª 419/2017, de 13 de diciembre), resulta claro que el fundamento de la previsión normativa se encuentra en el carácter constitutivo de la pretensión impugnatoria de la integración del negocio debida a la actividad del tercero, presente en cualquier pretensión de la misma índole, con independencia del tipo de negocio jurídico del que se trate. No cabe tampoco olvidar que es precisamente la norma establecida por el artículo 1690 CC la disposición que la jurisprudencia invoca analógicamente para sustentar la impugnabilidad de toda decisión de tercer arbitrador, aunque su específica regulación no haga referencia a ella.

3.- La posible intervención del arbitrador en el proceso

Resta por examinar la posibilidad de intervención en el proceso del arbitrador. Si bien la STS 422/2014, de 28 de febrero, ha sostenido que su intervención no es necesaria, frente al criterio seguido por el juzgador de primera instancia y de conformidad por lo decidido por la Audiencia Provincial en aquel asunto, debe entenderse posible cuando se afirme el dolo o iniquidad de su decisión, pues se trata de afirmaciones que comprometen su honorabilidad, profesionalidad y buen juicio y existe, en consecuencia, un evidente interés directo y legítimo del tercero en contradecirlas. Ello le sitúa en la posición procesal –si decide asumirla- de un interviniente adhesivo simple o coadyuvante, categoría doctrinal que el artículo 13 de la LEC asimiló –erróneamente- a la del interviniente adhesivo litisconsorcial, que hubiera debido quedar reservada a los titulares de derechos subjetivos susceptibles de afectación por los efectos de la cosa juzgada.

VI.- CONCLUSIONES

Las consideraciones realizadas nos permiten concluir que la impugnación judicial de la decisión del arbitrador designado por las partes para efectuar una actividad integradora de un negocio jurídico, la cual sólo puede fundarse –desde la perspectiva del contenido de la decisión- en el dolo y en la iniquidad manifiesta:

i) es admisible si se plantea como acción, mediante la presentación de demanda o reconvención, y no lo es si simplemente se alega en la contestación como excepción; y

ii) posibilita la intervención del tercero en el proceso, pese a no ser necesaria para la resolución de la controversia.

—————————————————–

[1] Juan Roca Juan, “Determinación indirecta de la prestación obligatoria” (Notas sobre la determinación al arbitrio de tercero)”, p. 441 (las fuentes sobre las opiniones de los referidos jurisconsultos romanos se indican en las notas 2 a 4 del citado trabajo).

[2] Juan Roca Juan cita los siguientes textos: Cod. L. IV, XXXVIII-15; Dig. XVIII, 1-37; Dig. XIX-II-25; Dig. XVII-II, 75; Dig. XXXII, Tit. Único, 43

[3] “Precedentes romanos de los artículos 1689 a 1691 del Código Civil”, RJUAM nº 18, 2008-II, p. 30.

[4] Véase Josef Kohler, “Über Sciedsmann und Sciedsrichter”, en Beiträge zum Zivilprozess, Neudr der Ausg. Berlin, 1894, Aalen 1969, pp. 259 y ss.

[5] “Para que el precio se tenga por cierto bastará que lo sea con referencia a otra cosa cierta, o que se deje su señalamiento al arbitrio de persona determinada.

Si ésta no pudiere o no quisiere señalarlo, quedará ineficaz el contrato”.

[6] “Si los socios se han convenido en confiar a un tercero la designación de la parte de cada uno en las ganancias y pérdidas, solamente podrá ser impugnada la designación hecha por él cuando evidentemente haya faltado a la equidad. En ningún caso podrá reclamar el socio que haya principiado a ejecutar la decisión del tercero, o que no la haya impugnado en el término de tres meses, contados desde que le fue conocida.

La designación de pérdidas y ganancias no puede ser encomendada a uno de los socios”.

[7] “Cuando se conviniere que la obra se ha de hacer a satisfacción del propietario, se entiende reservada la aprobación, a falta de conformidad, al juicio pericial correspondiente.

Si la persona que ha de aprobar la obra es un tercero, se estará a lo que esté decida”

[8] Juan Roca Juan, op. cit., p. 450.

[9] “El arbitrio de un tercero”, Barcelona, 1957, pp. 5 y 6.

[10] Op. cit.,  pp. 55 a 57.

[11] Véase ampliamente Luis Diez Picazo y Ponce de León, “El arbitrio….”, cit., pp. 31 a 57.

[12] José Chiovenda, “Principios de Derecho Procesal Civil”, T. I, Traducción de José Casáis y Santaló, Reus, Madrid, 2000, p. 147

[13] Véase Josef Kohler, op. cit., p. 266.

[14] “El arbitrio….”, cit, p.127.

[15] Op. cit, p. 443. La cita de Furno es de “Sul regime d´impugnazioni degli arbitrati liberi”, Riv. Dir Priv, Vol. IX-1939. Parte seconda.

[16] Op. cit., pp. 443 y 444.

[17] Juan Roca Juan, op. cit., p. 445.

[18] Op. cit., p. 446.

[19] Juan Roca Juan, op. cit., p. 447.

[20] Así, por ejemplo, en el caso resuelto por la STS 828/2011, de 25 de noviembre, en el cual se había impugnado la decisión de un arbitrador en la contestación a la demanda. El Juzgado otorgó la razón a los demandados, pero la Audiencia Provincial revocó la sentencia al entender que no se había probado que el criterio del arbitrador no fuera razonable, resolución que posteriormente fue confirmada en casación, en la cual no se planteó la cuestión de la ausencia de reconvención.

[21] Como ya puso de manifiesto en el siglo XIX Oskar von Bülow.  “Teoría de las Excepciones Procesales y de los Presupuestos Procesales”, Trad. Miguel Ángel Rosas Lichtshein, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1964, passim.

Otras Columnas por Nicolás González-Cuéllar:
Últimas Firmas
  • Opinión | Mocro Maffia y micro justicia
    Opinión | Mocro Maffia y micro justicia
  • Opinión | CDL: El pleito de M&A más complejo y largo de la Historia: La compra de Autonomy por Hewlett-Packard (V)
    Opinión | CDL: El pleito de M&A más complejo y largo de la Historia: La compra de Autonomy por Hewlett-Packard (V)
  • Opinión | Entidades especializadas en las ejecuciones civiles: la eficiencia de exportar un modelo de éxito
    Opinión | Entidades especializadas en las ejecuciones civiles: la eficiencia de exportar un modelo de éxito
  • Opinión | Un abogado civil en la corte militar: el caso de Cerro Muriano
    Opinión | Un abogado civil en la corte militar: el caso de Cerro Muriano
  • Opinión | ¿La Justicia es una lotería?
    Opinión | ¿La Justicia es una lotería?