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Las formas en los juicios: Orden y togas en las salas de justicia (I)

Las formas en los  juicios: Orden y togas en las salas de justicia (I)
El columnista, Nicolás González-Cuéllar, es catedrático de derecho procesal en la Universidad de Castilla-La Mancha, socio director de González-Cuéllar Abogados y autor. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
20/8/2020 06:45
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Actualizado: 19/8/2020 23:34
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Desde tiempos ancestrales la sociedad ha identificado el sistema de justicia con las formas entre las que se desenvuelve y el ornato con que rodea y arropa a sus servidores, a los que se vincula –tanto en el imaginario colectivo como normativamente– la potestad de resolución definitiva de los conflictos, nota definitoria de la jurisdicción.

La fundamentación teocrática de la potestad jurisdiccional en las edades pretéritas se encuentra en la raíz de la representación social de la justicia como rito, mediante el cual el conflicto entre los humanos hallaría una solución transcendente, emanada de la divinidad, que se entendía que se pronunciaría en justicia acerca de los problemas mundanos si las formas resultaban escrupulosamente respetadas.

Su decisión devenía irrevocable al estar revestida de la santidad de la cosa juzgada, en sentido literal, desde la época de los faraones hasta la decapitación de Luis XVI.

Tan unidas estaban las formas a la ahora llamada intangibilidad de las resoluciones judiciales que, cuando en el siglo XIII las necesidades del comercio exigieron alternativas al complejo y lento solemnis ordo iudiciarium, se inventaron los “juicios sumarios” (cuyas sentencias carecen de los efectos de la cosa juzgada material) y la Iglesia pudo sortear las garantías del debido proceso penal (de factura estoica) para la represión de la herejía permitiendo el castigo simpliciter et de plano, “sin el ruido propio de jueces y abogados”, según preceptuaba la bula “Statuta quaedam”.

Con ella la Inquisición podía actuar a su antojo y prescindía simultáneamente de la cosa juzgada ante sentencias absolutorias, lo que hacía posible sucesivos enjuiciamientos por el mismo hecho, hasta que la condena pudiera ser dictada.

Las revoluciones liberales destruyeron los cimientos de la legitimación teocrática del Estado para sustituirlos por otros basados en la propiedad, los derechos individuales y la idea del consenso (de algunos), que en el siglo XX fueron complementados por el sufragio verdaderamente universal –esto es, también femenino– y la exigencia de desarrollo de condiciones adecuadas y efectivas para el pleno desarrollo del principio de igualdad en el Estado social y democrático de Derecho.

Un Estado concebido como una maquinaria de controles y contrapesos apto para la salvaguarda de derechos y libertades y la redistribución solidaria de la riqueza, en el cual la jurisdicción es un Poder del Estado, no sólo en su conjunto, sino cuando se ejerce en las manos de todos y cada uno de los tribunales que lo componen, integrados por jueces y magistrados independientes y sometidos sólo a la Constitución y a la Ley.

Curiosamente, pese a la sustitución de la base de legitimación del poder de dictar sentencia, los jueces actúan hoy con simular boato al que adornaba a sus predecesores de ayer.

¿Por qué?

DOS SON LAS RAZONES QUE LO EXPLICAN

La primera consiste en la necesidad social de identificación de la justicia como sistema específico de resolución irrevocable de conflictos con el fin de conseguir la paz, que reclama una clara diferenciación de papeles.

Desde la llamada teología política se ha explicado que las revoluciones liberales sustituyeron la fe en Dios por la fe en la Democracia y cualquier credo precisa contar con ritos que pongan en contacto el mundo real con lo sagrado.

Los juicios serían así la liturgia propia del Estado de Derecho mediante el que la ciudadanía se siente integrada en el pueblo soberano del que la ley emana (Paul Kahn).

El juez sería -desde esta perspectiva- un sacerdote laico.

Por su parte, la teoría sistémica de las instituciones sociales como mecanismos de reducción de complejidad (en un universo de entropía) ha sostenido que la función social de la justicia es fragmentar y amortiguar los conflictos mediante su encauzamiento a través del proceso, para demorar la solución y aminorar la frustración por el resultado (Niklas Luhmann).

Así se concibe al juez como un ilusionista, por no denominarlo trilero.

DOS VISIONES FALSARIAS

Pero ambas visiones son falsarias por reduccionistas. Las dos parten de la pretendida necesidad objetiva de la construcción de una apariencia de justicia, sustentada en ficciones míticas o sueños de consensos irreales.

Pero el análisis del Derecho no puede prescindir del ser humano y la consecución de los valores superiores que del principio de su dignidad emanan.

Los conflictos deben resolverse de forma irrevocable para alcanzar la paz con justicia, no entendida como elemento de estabilización de cualquier sistema para no desaparecer, sino como objetivo de una sociedad genuinamente democrática, la cual ha de cimentarse en unas condiciones básicas para que toda acción comunicativa sea aceptable (Jürgen Habermas).

En la justicia dichas condiciones del debate forense se traducen en derecho de defensa de las partes y en el deber de motivación de las resoluciones judiciales, que –junto con la independencia judicial y la sumisión de la magistratura al ordenamiento jurídico– constituyen los factores de legitimación de la potestad jurisdiccional en democracia.

POR QUÉ SE MANTIENEN LAS TOGAS

La segunda razón que explica el mantenimiento del ornato forense se encuentra también en el ámbito simbólico y de diferenciación social, pero no por su función útil a la convivencia, anteriormente explicada, sino como herramienta de categorización y ostentación de poder de la persona investida del mismo y revestida de la toga.

En una Estado democrático es claro que la exhibición de autoridad o primacía social no constituye por sí misma un  valor digno de salvaguarda.

La segmentación y ostentación, pese a que pudiera resultar entrañable por apego a tradiciones que fueran inocuas, debería suprimirse si su mantenimiento resultara perjudicial para la salud de las bases legitimadoras del sistema.

Una reflexión al respecto conduce a pensar que sólo los jueces deberían llevar toga en las salas de justicia.

Continuará.

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