Firmas

¿Por qué los abogados no descansan en agosto?

12/8/2021 06:46
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Actualizado: 12/8/2021 06:46
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No creo que haya ningún abogado en el mundo que no trabaje en agosto. Aunque un abogado se tome el mes completo de vacaciones, todos los días se acordará de algún caso, algún cliente, algún compañero, incluso de algún funcionario, juez, fiscal o secretario (LAJ).

Además, no imagino a ningún abogado que aún muy alejado del bufete, no contacte con su oficina, compañeros, administrativos, clientes, procuradores, peritos, etc.

De la misma forma, recibirá alguna notificación del juzgado o de algún órgano administrativo; y tendrá llamadas, correos, whatsaps, de clientes antiguos o nuevos.

Consultará diarios jurídicos, publicaciones y redes sociales sobre asuntos profesionales. Y pensará en alguna minuta por cobrar, un consejo que dar a un cliente, una nueva ley, una sentencia a tener en cuenta, un artículo que guardar, una idea, una estrategia, un cambio en su modo de trabajar.

Repasará su agenda, hará anotaciones, grabará audios a modo de recordatorio, consultará alguna cuestión en un buscador, leerá alguna noticia en el periódico que le recuerde aquel caso que…

Y si aún hubiese algún abogado en la Tierra que no hiciera nada de esto, tampoco dejaría de pensar unas horas en su trabajo, en los juicios, sus casos o en el nuevo curso jurídico y en el ya transcurrido.

Es más, si algún letrado consiguiese alcanzar un estado de meditación e iluminación espiritual que le hiciese estar en una especie de limbo, en el momento menos esperado sería interpelado por alguien que al descubrir que se encuentra ante un jurista advertiría la ansiada oportunidad de desahogarse lanzando su pregunta a ese abogado del que anhela lograr un dictamen gratuito sin pensar tan siquiera un instante en que una consulta jurídica podría tener un precio.

Cuando un abogado comienza a ejercer seguramente es advertido por otros más veteranos sobre lo difícil que es abstraerse de la profesión.

Por esta razón, ya que no podemos desprendernos de nuestras obligaciones ni en vacaciones, debemos disfrutar ejerciendo la abogacía.

Cambiemos lo que no nos gusta, mejoremos lo ya logrado.

Cuando visito Londres en agosto y salgo temprano a correr o caminar, me gusta ver a mucha gente que va a trabajar.

Entre esa muchedumbre hay numerosos abogados y abogadas perfectamente trajeados, con sus maletines o portafolios, hablando por el móvil, charlando entre ellos o con una mirada pensativa.

Después, al pasear por el centro o la City, sigo contemplando ese ambiente laboral aunque quizás más distendido en la época estival.

Ya en el restaurante, observo que muchos de los comensales han hecho un paréntesis para comer antes de volver de nuevo a la oficina.

Aunque yo esté esos días de descanso, al visitar la biblioteca del club londinense que frecuento y abrir mi ordenador en uno de sus escritorios, tengo mi conciencia más tranquila que si estuviese en la costa pensando que todo el mundo está sin hacer nada que tenga que ver con su trabajo.

Allí pienso, leo, escribo y reflexiono en la quietud de una gran sala con las paredes cubiertas por estanterías repletas de libros e iluminada por los grandes ventanales que dan a Pall Mall Street.

En esta época no hay muchos socios en el club y menos en la biblioteca, aunque alguno se deja caer en los confortables sillones junto a la chimenea, toma un periódico y no aguanta más de diez minutos sin que éste se desplome sobre sus piernas al ser poseído por Morfeo.

SIEMPRE ATENTO

Para mí, pasear por Jermyn Street, Piccadilly Street, Regent Street o calles menos concurridas de Saint James’s o Mayfair, es sosiego, pero si veo una placa de una firma de abogados, oigo una conversación sobre asuntos jurídicos u observo un libro de Derecho en una librería, no puedo dejar de relacionarlo con mi profesión, mi bufete, mis asuntos.

Recuerdo aquella vez que en un moderno y sofisticado centro comercial de Picadilly bajé con mi familia a su acogedor restaurante en el que podíamos comer más o menos informalmente y pedir pequeños platos con paté, sushi o quesos variados, que sugerían ser regados con un buen Burdeos.

Jóvenes camareras con una sonrisa en los labios y acento extranjero que trabajan unas horas para costearse sus estudios nos atendían amablemente en mesas de madera natural sin mantel en un rincón de lo que parecía una taberna moderna con olor a cerveza y comida especiada.

No pude sustraerme de la celebración que comenzó a prepararse junto a nosotros entre quien tenía la apariencia de ser un potentado hombre de negocios entrado en edad y sus abogados, muchos más jóvenes.

Él llevaba un traje diplomático azul cruzado muy bien cortado, quizás de la cercana Savile Row; ellos, vestidos también por un buen sastre.

El empresario pedía ostras, langostas, caviar, vinos muy caros, y ante alguna excusa de los “solicitors” por finalizar el ágape antes de lo que su eufórico cliente deseaba, él les imploraba: “¡No podéis marcharos ahora! ¡Vamos a brindar con el mejor champán!”

Por lo que pude entender, celebraban la compra a muy buen precio de un edificio cercano y el cliente refería a sus abogados que gracias a su estrategia había ahorrado miles de libras, por lo que sus altos honorarios los tenían bien merecidos.

En esos momentos, un abogado se distrae de la charla con sus hijos y su esposa, y sin que suponga caer en una gran indiscreción, el coloquio cliente-abogado es escuchado con atención aunque haya otras conversaciones alrededor que no permitan oír con la suficiente claridad.

Recuerdo otra vez en que a primera hora terminé mi carrera por un parque de Montpellier y al volver andando hacia mi hotel, cercano a la Plaza de la Comedia, vi una placa de abogados de un despacho que ocupaba una planta baja en un elegante edificio y tenía alguna ventana con las cortinas abiertas que dejaba ver la recepción y una gran biblioteca con una mesa de juntas, todo de estilo clásico y con los típicos libros de legislación y jurisprudencia.

Allí, mis pensamientos divagaron sobre cómo podría redecorar mi bufete para pasar más cómodamente tantas horas de estudio y trabajo, incluso cómo podría influir esa nueva decoración en mis clientes.

Pensando en esas cosas, llegué a mi habitación con el tiempo justo para ducharme y lograr desayunar antes de la hora de cierre del restaurante en la terraza del hotel en un soleado día en el que un abogado de vacaciones en agosto pretendía descansar en su octavo año de ejercicio profesional.

Más recientemente, también en agosto, pasaba mis últimos días en Turín camino de Verona, cuando se alteraron nuestros planes al ser invitados por un cliente futbolista para asistir al partido que tendría lugar en Florencia al día siguiente.

Reservé habitación en un hotel cercano a la Plaza de Miguel Ángel y sin apenas disfrutar de las maravillosas vistas de la ciudad, bajamos a una cafetería cercana al Puente Viejo en la que fuimos agasajados con una merienda en las horas previas al partido.

Ganó el conjunto local y celebramos el triunfo primero en el palco con directivos de la Fiorentina y después en un céntrico restaurante acompañados por otras figuras de ese equipo, disfrutando mucho mis hijos de ese acontecimiento y con la sorpresa de ser trasladados desde el estadio hasta la cena en un deportivo conducido por uno de ellos.

Esa vez no hablamos apenas del asunto que me había encomendado mi cliente, cenamos muy bien y nos divertimos bastante.

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