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El Grito

El Grito
El abogado penalista y doctor en Derecho Luis Romero Santos rememora algunas situaciones vividas en sala en las que las formas han brillado por su ausencia.
27/4/2022 06:31
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Actualizado: 10/6/2022 09:16
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A las siete y media de la mañana, corría por un camino de tierra cuesta abajo rodeado de una arboleda y con el viento soplando a mi alrededor mientras que las ramas de los árboles se mecían imitando el ruido de unas olas en el aire, con un horizonte verde y azul en el reciente amanecer a la par que dejaba mis huellas en la arena y los pájaros se regocijaban trinando mostrándose invisibles.

Los arbustos a ambos lados de mi travesía invitaban a mi mente a la reflexión. Atrás quedaba un juicio de cuatro días, en el que como siempre, un abogado piensa en los buenos momentos y en los no tan agradables.

Justo en ese instante, oyendo mis pisadas en la montaña, en medio de la nada, sólo en compañía de unas aves revoloteando alrededor de una muralla medio derruida,  oí en mi interior el grito de la jueza; un grito desgarrador, penetrante, que quedó flotando en la sala de vistas instantes después de ser emitido; sus ecos aún resonaban en mi memoria.

– ¿Me deja usted terminar?” “¿Me quiere usted dejar terminar? –con una mirada fulminante dirigida hacia mí.

No le gustó a Su Señoría que le interrumpiese un abogado en el ejercicio del derecho de defensa cuando creía que debía hacer su trabajo con esa decidida y justa intervención.

Era la ira que adormecida durante las sesiones del juicio no se había podido resistir a emerger en los últimos momentos; era la ira contenida, fruto de una soberbia que la jueza no supo ocultar.

Usted, querido lector, quizás había pensado al leer el título de este artículo, que yo iba a referirme a la obra de Edvard Munch “El Grito”, pintura del artista expresionista noruego de 1893, que aún es admirada como imagen de un hombre moderno en un momento de angustia y desesperación.

En 1961 la revista Time publicó “El Grito” en la portada dedicada a los complejos de culpa y ansiedad.

EL CUADRO DE MUNCH

Si observamos el cuadro de Munch, ese hombre que se tapa los oídos con una cara que expresa miedo, horror, dolor, es la sensación que muchos abogados hemos tenido cuando un juez o una jueza nos ha gritado, quizás presa de su ansiedad, aunque no creo que de su culpa.

Recuerdo el juicio anterior al que he comentado, donde asistí a dos sesiones en un clima de mutuo respeto entre las tres magistradas y este humilde abogado. La tranquilidad, el sosiego, se rompieron inesperadamente en el último momento, cuando en un epílogo de la vista, haciendo uso de su derecho a la última palabra, mi defendido fue interrumpido tras sus primeras manifestaciones por la presidenta, advirtiéndole que no podía repetirse el juicio de nuevo, que sólo eran unas palabras las que se le permitían.

Y así, una y otra vez, yendo al acoso y derribo del derecho de defensa y el derecho a la tutela judicial efectiva, la magistrada interrumpía a mi patrocinado constantemente.

Reconozcamos que mi cliente mantuvo alguna expresión inadecuada, incluso alguna referencia al ministerio fiscal inoportuna, algunas alusiones a la acusación y a las presuntas víctimas no demasiado afortunadas.

El cuadro al que se refiere Luis Romero en esta columna, «El grito», de Edvard Munch (1863-1944).

Pero de ahí a que comenzara a reprenderme la jueza a mí, el abogado, alzando brazos y manos en señal de advertencia y bronca mirándome fijamente, cuando yo asistía a la escena respetando el ejercicio de la policía de estrados por parte de la presidencia de ese honorable tribunal colegiado, a la vez que otra de las tres magistradas comenzó a mirarme con indignación asintiendo para recalcar las anteriores palabras de su compañera.

Menos mal que la tercera jueza se mantuvo más calmada, y así las tres no arremetieron al unísono contra mí, que aun contrariado con las circunstancias que todos presenciamos, poco podía hacer más que expresar con mis dos manos contención a mi patrocinado.

“¡Letrado!” “¡Letradoooo!”, decía a voces la presidenta a la vez que con la mano abierta en vertical señalaba a mi cliente, quien apoyado primero en su muleta y luego alzando ésta señalando al ministerio público, gritaba:

– ¡Usted! ¡Usted es quien tiene la culpa de que yo esté aquí! ¡Usted me ha arruinado la vida!”.

Mientras que el fiscal se mantuvo sereno y aún sonriente, las dos juzgadoras aludidas no paraban de dar manotazos en el aire y de gesticular, casi haciendo morisquetas, clavando su mirada en este defensor, que aún acostumbrado a padecer injusticias en el plenario, me preguntaba cómo podría yo invadir las competencias de la jueza responsable del orden en la sala, como cuando en la cámara de los comunes el “speaker” grita “¡Order!” “¡Ordeeeeeeer!” con la voz muy alta.

Ante la insistencia de esas miradas penetrantes provenientes de las representantes de la justicia, ya me levanté, consciente de no transgredir el orden establecido, y requerí a mi cliente que depusiese su actitud, momento en el que él pasó de apuntar su muleta asida con la mano derecha al tribunal para en un rápido giro a su izquierda, encontrarme con el arma frente a mí que veía agitada en apoyo a las palabras vertidas por quien la blandía, gritando:

– ¡Es que don Luis…! ¡Lo que yo estoy pasando…!

Menos mal que la sentencia del tribunal penal ha sido benévola con mi defendido librándolo de ir a la cárcel.

LAS COSAS HABÍAN CAMBIADO POCO

Rodeé las ruinas de la muralla y ya cuesta arriba, respirando el aire limpio de las primeras horas de la mañana, vinieron a mi memoria otras escenas de jueces airados, que gritaban, que como si fuesen maestros en una clase conflictiva soltaban frases como estas:

– ¿Y qué se cree usted, que el secretario está aquí para tocarse las narices?

Cuando yo en un juicio penal en épocas en las que aún no se grababan los juicios, dije, “¡Que conste en acta!” al oír una respuesta de un testigo que era fundamental para nuestra defensa.

– ¿Y a mí qué coño me importa?

Como dijo aquel otro juez entonces destinado en un juzgado de primera instancia cuando antes había estado en más altos puestos de la magistratura. Me movía apoyar a mi compañero destinatario de esa grosera respuesta emitiendo una protesta, pero no llegué a pronunciarla viendo que el aludido no decía nada.

– ¡Ya veo que usted pretende retrasar este juicio eternamente!

Aquella jueza que sin conocerme y estando yo por primera vez en su sala, quiso faltar al respeto y consideración de este letrado, suponiendo que el certificado médico que yo le presenté suscrito por un eminente médico de una respetable clínica universitaria, se dirigía a suspender fraudulentamente la vista señalada.

A medida que superaba la pendiente entre los montes, concluí que las cosas habían cambiado muy poco en más de treinta años que hacía que yo había decidido vestir mi toga en la jurisdicción penal.

¿Vendrán esas reacciones airadas de unas influencias aún escondidas entre esos muros de las audiencias cuando junto a ellos se celebraban los juicios del Tribunal de la Santa Inquisición?

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