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Encuentro en Birmingham: relato de un abogado español en suelo inglés (I)

Encuentro en Birmingham: relato de un abogado español en suelo inglés (I)
Luis Romero Santos es socio director de Luis Romero Abogados y doctor en Derecho Penal.
02/6/2022 06:47
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Actualizado: 10/6/2022 09:17
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De Heathrow a Stafford Court. Aquel día, yo estaba tomando el sol en una hamaca a la altura del Hotel Don Carlos, en Marbella. Por fin había conseguido tomarme una semana seguida de vacaciones en agosto. Había dejado en mi despacho de Sevilla a otro compañero de guardia.

No llevaba ni una hora tendido cuando oí el timbre de mi teléfono móvil. Lo cogí y vi en la pantalla el nombre de Nicomedes Azaña, mi cliente preso en la prisión de Birmingham.

— Hola, Nicomedes, buenos días.

— Hola, Bernardo ¿Tú puedes venir aquí el viernes?

— ¿Para qué?

— Porque han fijado una vista para mi libertad el viernes por la mañana en Stafford. ¿No te ha llamado mi solicitor?

— No, es la primera noticia que tengo. Pero me pondré en contacto con él. De todas formas, aquí hay buenas conexiones con Inglaterra.

— Te espero el viernes.

De esta forma, se interrumpieron mis primeras veinticuatro horas de vacaciones aquel año. Mi mujer estaba embarazada y se había quedado con sus padres en el apartamento.

Yo me había “escapado”, como en mis tiempos de soltero, a la playa que más me gustaba de la costa del sol. De fondo, se oían los motores de las embarcaciones que navegaban cerca de la playa; algún yate y, sobre todo, motos náuticas.

Yo me encontraba justo delante de la discoteca Oh Marbella!

Oía hablar en inglés, alemán y otros idiomas, pero poco español. Eso me relajaba aún más.

Antes de la llamada, estaba haciendo balance del año judicial. Los nuevos asuntos que habían llegado al despacho, nuestras nuevas oficinas, mi nueva responsabilidad como futuro padre. Pero, sobre todo, pensaba en esos días de descanso en la costa para desconectar del trabajo.

Tres meses antes, me habían visitado la hermana y la mujer de Nicomedes para contratar mis servicios a fin de defenderlo junto a sus abogados ingleses, de los que no se fiaban mucho. Lo había detenido la policía inglesa cerca de Birmingham cuando conducía un camión que transportaba manzanas, con la mala suerte de que encontraron más de mil kilos de resina de hachís en su interior.

Por la tarde, compré los billetes de avión en una agencia de viajes cercana.

Saldría el jueves por la mañana desde el aeropuerto de Málaga hacia Heathrrow en Londres, donde tomaría el metro hasta la estación de ferrocarril de Paddington, y allí subiría al tren de Birmingham.

Reservé hotel en una avenida comercial y muy concurrida de la ciudad, el Hotel Chamberlain Tower, reformado recientemente.

No recuerdo cómo, me encontré charlando con una malagueña poco antes de aterrizar en Londres. Ella iba sentada en la fila de la izquierda un poco más adelante que yo y comentó algo con la azafata que me hizo fijarme en ella.

El caso es que en el autobús que nos trasladó desde el pie del avión hasta la entrada al aeropuerto, ya íbamos conversando muy animadamente.

Se llamaba Gisela y vivía en Windsor, casada con un oficial de la guardia real en el Castillo de Windsor. Había pasado unos días con sus padres en Málaga y había aprovechado para traerse unas botellas de vino de la tierra que le encantaban tanto a ella como a su pareja.

Tendría unos treinta años, mediría poco más de 1,60, el pelo corto de color castaño, delgadita pero muy esbelta. Era simpática y lo envolvía a uno en la conversación.

— ¿Y tú? ¿Vienes a pasar unos días?

— Vengo a un juicio en Stafford. Soy abogado y defiendo a un español que está en la cárcel de Birmingham.

— ¡Ah! ¡Abogado! ¿Y tú puedes ejercer aquí en Inglaterra?

— Sí, pero en colaboración con los abogados ingleses.

— ¿Dónde te quedas?

— En un hotel de Birmingham, está en la avenida…

— Si quieres, puedes quedarte en mi casa, en Windsor. Nosotros invitamos a muchos españoles. Y mañana te llevo en mi coche a Stafford. Así te ahorras el hotel y el tren.

— Gracias, ya tengo reservado el hotel.

— Bueno, pues te recojo mañana en tu hotel y te llevo a Stafford. Después podemos hacer un picnic por allí.

— ¡De acuerdo!

EN LA VIDA REAL PUEDEN OCURRIR COSAS DE PELÍCULA

Estábamos ya cada uno con nuestro carrito en uno de los pasillos que conducen a la salida del aeropuerto. Yo soy de los que creen que en la vida real te pueden ocurrir cosas de película.

Qué oportunidad, tener una amiga en Inglaterra. Me extrañaba y no me extrañaba su ofrecimiento. Pero claro, me ruborizaba que me invitara a su casa, viviendo con su marido, aunque estuviese de guardia en el Castillo de Windsor.

— ¿Te importa quedarte un momento con mi carro?

— No, claro que no.

— Voy un momento al baño. Ten cuidado, que en un descuido te lo quitan.

Después de pensar unos instantes en ella, caí en la cuenta de que me encontraba en un aeropuerto internacional con mi carrito y con otro de una persona a la que acababa de conocer y que de pronto se había esfumado.

Comencé a ponerme nervioso, porque tardaba más de la cuenta. Miré a mi alrededor y no había mucha gente. Los pocos que pasaban a mi lado iban con prisas, todos sabían a donde ir, todos tenían un destino.

Y yo seguía parado allí esperando a alguien que me había dejado con su equipaje a la espera. Pensé que algún guardia me podría preguntar por el carrito que yo custodiaba en aquel momento; incluso, que aquellas bolsas y maletas podrían contener algo peligroso.

¿Pero qué podía hacer? ¿Dejaba allí el carro y me marchaba?

Por fin apareció Gisela.

— ¡Ay, perdona! ¡Te he hecho esperar mucho! Bueno, yo ya me voy por este pasillo para el «parking». Llámame esta tarde y quedamos para mañana. Toma, llévate estas dos botellas de vino, pero no las abras. Son para el picnic en Stafford. Conozco un sitio a las afueras que está muy bien para comer tendidos en el césped.

Me encaminé por distintos pasillos y salas que me llevaron hasta una máquina donde compré el billete de metro para el trayecto entre el aeropuerto de Heathrrow y Paddington Station. Dejé el carrito a un lado y bajé unas escaleras hasta el andén donde debía coger el metro.

Con mi portatrajes en el asiento de al lado, hice el recorrido hacia la ciudad, pensando en mi vida de estudiante londinense diez años atrás. Sentía un cosquilleo en el estómago recordando aquellos días: la primera vez que pasaba tantos meses fuera de casa.

Un taxi me dejó en la puerta del Hotel Chamberlain, a mitad de Broad Street. Era un día de calor intenso y el cielo era azul. El alto edificio estaba en una avenida llena de hoteles, discotecas, tiendas: era una de las zonas más concurridas y alegres de la ciudad. El «hall» del hotel era muy amplio.

Me atendió en la recepción una chica inglesa muy simpática y educada que me entregó la tarjeta de mi habitación. Aproveché que no había nadie más allí para practicar mi inglés y de camino disfrutar de sus ojos celestes y su voz aterciopelada.

Subí a la octava planta y tiré el portatrajes sobre la cama. Las vistas a través del gran ventanal eran perfectas, se veía un canal con terrazas de bares en ambas orillas y también se divisaba enfrente la gran torre del Hotel Hyatt.

Tomé una ducha caliente y llamé a Gisela.

¿QUÉ HACÍA YO LLAMANDO A ALGUIEN QUE NO CONOCÍA?

La verdad es que me costó trabajo marcar su número ¿Qué hacía yo llamando a alguien que no conocía? ¿Y si me atendía su marido? ¿Y si se enteraba mi mujer?

Llamé, pero la llamada se agotaba sin que nadie al otro extremo atendiese la señal. Aproveché para colocar la ropa en el armario. Bajé para ver los salones del hotel y conocer el horario de la cena.

Desde allí, llamé al móvil de Paul Harrison, el abogado solicitor que llevaba la defensa de Nicomedes y que hablaba muy buen castellano. Confirmé mi cita con él y con la intérprete al día siguiente a las diez de la mañana en la entrada de la Corte de Stafford.

Él era el jefe del departamento de derecho penal de Copperfield Solicitors y había sido designado abogado del español por tener éste derecho a la justicia gratuita, con lo cual los honorarios de este colega y todos los demás gastos los pagaba el Ministerio de Justicia británico.

No es como en España, donde se paga una cantidad fija e ínfima a los abogados de oficio. A ellos les pagaban su tarifa oficial del bufete: Paul Harrison cobraba 250 € la hora y la intérprete 130 € la hora.

Yo había hecho una buena amistad con Paul. Él hablaba muy bien español debido a que desde hacía muchos años pasaba sus vacaciones en la isla de Menorca. Era una gran suerte, porque con los otros abogados que defendían a Nicomedes al principio, me tenía que entender por medio de una intérprete.

Aunque estudié inglés al terminar Derecho, en una conversación con un lenguaje tan técnico y estando en juego la libertad de nuestro común cliente, prefería la traducción.

Distinto era cuando me enviaban un correo: podía entenderlo y responderlo.

Aproveché que me encontraba tomando una media pinta en el bar del hotel, para llamar de nuevo a la malagueña. Esta vez si atendió al momento mi llamada.

— Disculpa, Bernardo. He visto tus llamadas perdidas. Es que me había quedado sin batería. Oye, te pido que me perdones pero no vamos a poder quedar mañana. William dice que ya había quedado con otros amigos nuestros para el fin de semana ¡Discúlpame! ¡Llámame otra vez que vengas y quedamos!

— No pasa nada, lo comprendo.

— ¿Tienes ya el billete de tren?

— No, lo sacaré mañana en la estación.

— ¡Ah! Por favor, deja las botellas de vino en recepción. Se van a pasar unos amigos de Birmingham a recogerlas. Tengo un compromiso con ellos. Déjalas a mi nombre, por favor.

En cierto modo, me esperaba este desenlace. La gente así cambia mucho de un día para otro. Gisela es de las que hablan y hablan, quizá más de la cuenta. Sentí que me quitaba un peso de encima.

Lo que no entendía era lo de las botellas de vino Málaga.

Las dejé dentro del mueble sobre el que estaba la televisión.

El viernes me levanté a las siete para hacer «footing». Sobre los cristales del ventanal salpicaba el agua de una lluvia generosa que caía en pleno mes de agosto. Era un cambio brusco de tiempo, teniendo en cuenta la alta temperatura en el tren que me trasladó desde Londres el día anterior.

No había traído chándal, pero no era la primera vez que salía a correr en calzonas lloviendo.

Rodeé el edificio del hotel y por la parte de atrás bajé unas escaleras que me llevaron a la entrada del paseo que corría paralelo a uno de los famosos canales de la ciudad. Me estaba empapando, así que comencé a correr y a orientarme por un paseo que llevaba a las afueras de la ciudad.

Bajo una lluvia torrencial, me compensaban las bocanadas de aire limpio y fresco que podía respirar. Yo siempre digo lo mismo en estos casos: haciendo deporte, no se resfría uno.

Me di una merecida y estimulante ducha con agua muy caliente al llegar a mi habitación y a toda prisa me puse la chaqueta azul y mi corbata de tonos rojos sobre la camisa celeste. Era el conjunto que más me gustaba llevar a los juzgados, junto a mis pantalones gris marengo.

Ya había escampado cuando salí por la puerta del hotel, pero no había ningún taxi en la parada. Comencé a ponerme nervioso porque ya eran las nueve y tenía que tomar el tren de las nueve y media para Stafford. Tuve que andar un poco la calle abajo hasta que por fin cogí un taxi.

Desde la estación al edificio de la Corte de Stafford había un recorrido pintoresco y campestre, pasando por un pequeño puente de piedra desde donde pude observar a unos trabajadores limpiando el agua de hojarascas.

Poco después, me encontré de frente el edificio judicial. Saludé en la entrada a Paul Harrison y Josephine, que conversaban con un conserje en la puerta. Éste me saludó muy jovial y con un poco de sorna me preguntó si se había retrasado el tren.

Nos encaminamos hacia la cafetería para revisar la carpeta que traía mi colega con unas copias del expediente para mí ya traducidas. Paul saludó a otros abogados y a jueces y fiscales que también desayunaban allí.

GRAN RESPETO DE LOS JUECES Y FISCALES HACIA LOS ABOGADOS

Esperamos a Mr. Baker, el «barrister», que llegó poco después. Ahí tuve la ocasión de observar el gran respeto de los jueces y fiscales hacia los abogados, algo que no siempre ocurre en España; y mucho menos, que desayunen juntos.

Charlamos un poco con Nicomedes Azaña antes de entrar en la sala de vistas y poco después pasaron a la sala los dos abogados ingleses con sus togas; el barrister, además, con la tradicional peluca.

Yo me puse al lado de Paul, que hizo una pequeña introducción en orden a la solicitud de libertad provisional para nuestro cliente. Después hizo un alegato más extenso Mr. Baker para intentar convencer al juez, quien se encontraba sobre una tarima que lo elevaba a una altura digna de respeto.

Salimos a almorzar a un pub cercano al juzgado, la intérprete, Paul y yo. Los sabores de los platos que pedí bajo la sugerencia de mis acompañantes me recordaron mis comidas en mis tiempos de estudiante en Londres.

Llegué a acostumbrarme a esa forma tan peculiar de comer de los ingleses y al olor característico que emanaba de sus cocinas; también a la cerveza negra, de la que di buena cuenta durante el almuerzo, al igual que Paul.

Cuando llegué al Chamberlain sobre las cinco de la tarde, anoté en mi agenda la hora a la que había quedado por la mañana con mi cliente en la prisión de alta seguridad de la ciudad.

Debía salir de la entrevista con él antes de las once de la mañana, para que me diese tiempo a tomar el tren a Londres y así tener unas horas para pasear por mi ciudad favorita antes de ir otra vez para el aeropuerto de Heathrrow.

Me habían tramitado el permiso para mi entrada en la prisión desde el consulado español en Londres, donde me habían echado una buena mano en los dos viajes que hice para este caso.

Nicomedes llevaba allí seis meses, imputado por un delito de importación de estupefacientes junto a otro camionero español. Los detuvieron a los dos cuando pararon el camión en un motel y se acercaron a dos ingleses que le hacían un gesto con la mano.

Aunque él lo negó todo ante la policía, el fiscal mantuvo que lo incriminaba un detalle tan insignificante como haber desconectado el aire acondicionado del interior del tráiler al pasar la aduana.

Los agentes le preguntaron si no le parecía raro traer desde España un camión cargado con cajas de manzanas sin refrigerar. Para la acusación estaba claro que a ambos les importaba más lo que iba en el interior de algunas de las cajas.

No era fácil que le concediesen la libertad provisional. Además, Nicomedes no se hablaba en prisión con el que fue su acompañante durante el viaje. Parece que éste lo había inculpado en sus declaraciones ante la policía y el juez: el zaragozano no sabía lo que llevaban atrás y había sido engañado por Azaña, eso decía.

Cuando estaba a punto de quedarme dormido sobre la cama, comenzaron a llamar al timbre de mi habitación insistentemente. Mientras me ponía una camisa encima y me calzaba las zapatillas, oí también que aporreaban la puerta con la mano. Se mezclaban los timbrazos con los porrazos sobre la madera y unas voces en inglés que me conminaban a abrir rápidamente.

Parecía que hablaban varias personas.

— Please!

— Open the door!

— Excuse me! Open the door!

— Mister Fresneda! Pleaaase!

Llegué a pensar que había ocurrido algo grave en el edificio: un incendio, un desalojo por alguna emergencia… Abrí -la verdad, muy nervioso- y lo que vi ante mis ojos hizo que se me encogiese el estómago (…) 

CONTINUARÁ.

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