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Opinión | La dignidad profesional y el interés particular

Opinión | La dignidad profesional y el interés particular
Albino Escribano es decano del Colegio de Abogados de Albacete y presidente de la Comisión de Deontología del Consejo General de la Abogacía Española. Foto: A.E.
08/7/2024 06:32
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Actualizado: 08/7/2024 00:28
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Uno de los requisitos esenciales de la definición de profesional de la Abogacía es el de la dedicación habitual; de ahí la necesidad de la colegiación como ejerciente para poder utilizar en el tráfico jurídico, económico y social la denominación de abogado o abogada, conforme al artículo 4 del Estatuto General.

Consecuencia de ello, es el derecho a retribución por los servicios profesionales prestados, en forma de honorarios, tal y como establecen nuestras normas propias (artículo 25 EG).

Hasta aquí como cualquier otra profesión.

Sin embargo, esta ocupación profesional tiene características singulares que impiden que se pueda considerar un simple empleo, un medio de ganar dinero o, llegado el caso, de enriquecerse, en los escasos supuestos en que se produzca esto último. Y esa circunstancia la determina el hecho de la atribución a la Abogacía, por mandato constitucional, del ejercicio del derecho de defensa.

Esta atribución exclusiva y excluyente, tan importante y fundamental en un Estado de Derecho, puede ser apreciada como un privilegio que, usado interesadamente, permita saltar cualquier obstáculo que se oponga a nuestros fines particulares.

INTERÉS DEL CLIENTE

Surgen así los límites de esa atribución, siendo el fundamental el respeto al interés del cliente. Así lo concreta el artículo 47.3 EG cuando señala que el profesional de la Abogacía deberá cumplir con la máxima diligencia la misión encomendada “procurando de modo prioritario la satisfacción de los intereses de su cliente”.

Se ha dicho que el profesional de la Abogacía, sobre la base de su libertad de defensa e independencia profesional, dirige el pleito, pero, y esto es esencial, el asunto es del cliente. Así lo recogen nuestras normas reguladoras. El artículo 51 EG señala que el profesional de la Abogacía está obligado a no defender intereses en conflicto con aquéllos cuyo asesoramiento o defensa le haya sido encomendada o con los suyos propios y, en especial, a no defraudar la confianza de su cliente.

El artículo 4 CD señala que la relación entre el cliente y su abogado se fundamenta en la confianza y exige de éste una conducta profesional íntegra, que sea honrada, leal, veraz y diligente, así como que el abogado está obligado a no defraudar la confianza de su cliente y a no defender intereses en conflicto con los de aquél. 

El problema se plantea cuando no existiendo conflicto con el cliente, el interés del profesional en el asunto se torna superior a la estricta defensa de la pretensión del cliente y a la percepción de unos honorarios adecuados a ese interés real de su mandante.

Y esa circunstancia se está dando en la profesión siguiendo el penoso ejemplo de las sociedades de prestación de servicios (no sociedades profesionales), protegidas por la Ley y sin que el legislador, tan activo en general, haga nada por evitarlo en una muestra de que el mercado, en ocasiones salvaje, prevalece sobre la regulación de los derechos constitucionales de los ciudadanos y de la atribución de la defensa a una profesión regulada y supervisada. De nuevo los intermediarios, los que se enriquecen realmente en diversos sectores, parecen no molestar en este derecho esencial.

LAS ENTIDADES BANCARIAS HAN ACTUADO DE UN MODO POCO TRANSPARENTE

Parto de la base de que, en el tema que nos ocupa, las entidades bancarias han actuado de modo poco transparente y abusivo, sin duda fruto también de un mercado en el que valía todo, de que actúan de forma poco asertiva en el ámbito extrajudicial y de que han sido requeridas al efecto y han hecho caso omiso. Es más, se han aprovechado del sistema mientras les ha favorecido para luego denunciarlo cuando les venían mal dadas (basta examinar la actuación de Bankia en relación con la denuncia de los criterios orientadores de honorarios a los que sin ningún rubor aludían para el cobro de sus costas en procedimientos hipotecarios idénticos y reiterados o, por denominarlos en su jerga, “de carril”).

Sin duda ya habrán deducido que me estoy refiriendo a la actuación de los profesionales en la reclamación de gastos derivados de préstamos hipotecarios y situaciones similares.

«Multas importantes a estas entidades que, reiteradamente y sin motivo real, obligan a los particulares al pleito, vendrían muy bien para obtener ingresos públicos y financiar la sanidad, la educación o para remunerar con justicia a quienes desempeñan el turno de oficio a cambio de cantidades miserables»

En estos casos, el interés del cliente suele estar en obtener la devolución de entre 200 € y 800 €.

Comoquiera que algunos Juzgados, solicitada la nulidad y la restitución de lo pagado, consideraban como cuantía del pleito el importe de las cantidades a devolver, se ha podido observar la utilización otro método que interesaba más al profesional que al cliente: se solicita solo la nulidad, con lo que la cuantía indeterminada permite obtener mayores honorarios.

La cuestión es artificiosa: se plantee de una manera u otra, la cuantía es indeterminada, ya que la acción que se ejerce es la de nulidad, siendo la restitución, sea cual sea su importe, consecuencia de aquella. Otra cosa es el interés económico de la pretensión.

Algunos Juzgados, apercibiéndose de esta práctica, ya han resuelto que la nulidad por la nulidad carece de objeto si no se interesa, al propio tiempo, la efectividad de sus consecuencias.

LA CUESTIÓN ESTÁ TRASCENDIENDO

En el ámbito deontológico la cuestión ya está teniendo trascendencia. Parece que, obtenida la nulidad y los honorarios derivados, alguno se olvidaba incluso de la restitución del cliente. Otros no explican al cliente la forma de proceder. Los tribunales ya están actuando con declaraciones que se oponen a esta práctica, ya sea considerando que se causa un perjuicio grave a la contraparte sin cobertura de la ley procesal (6.4 CC y 247 LEC), ya sea la imposibilidad de ejecutar esa sentencia para reclamar los gastos (219 LEC), o la improcedencia de nueva demanda para reclamar dichos gastos (400 LEC).

Se que esta opinión molestará a algunos, especialmente a aquellos cuyos intereses económicos están por encima de cualquier consideración presente y futura de la profesión, pero no hay que olvidar que el ejercicio de la Abogacía está sujeto a ciertos principios de origen ético que justifican la atribución de competencias exclusivas y que determinan que siempre se deba intentar encontrar la solución más adecuada al encargo recibido, atendiendo de modo prioritario al interés del cliente. Si el contrario es un abusón, sin duda deberían imponérsele sanciones coercitivas, importantes, que tuvieran un efecto disuasorio de ese tipo de conductas. No se ha atrevido el legislador.

Multas importantes a estas entidades que, reiteradamente y sin motivo real, obligan a los particulares al pleito, vendrían muy bien para obtener ingresos públicos y financiar la sanidad, la educación o para remunerar con justicia a quienes desempeñan el turno de oficio a cambio de cantidades miserables. Pero, sin embargo, esta situación no puede servir para el lucro particular, para un enriquecimiento poco relacionado con el mal que se trata de solucionar.

Hay que luchar contra esas sociedades de servicios que, actuando como simples intermediarios o comisionistas, utilizan el derecho como medio de enriquecerse. Hay que exigir al legislador la adopción de medidas que impidan la persistencia en el abuso de las entidades de crédito que, cuando es preciso, se financian o rescatan con el dinero público. Pero el abuso de derecho, el fraude de ley, la utilización de la norma para fines no previstos en el ordenamiento, no es una muestra de la honorabilidad exigible al profesional de la Abogacía.

Reitero cada vez más ciertas expresiones o ideas, como aquella que expuso nuestra Presidenta en su toma de posesión en 2016, al decir que las normas solo pueden proteger a quienes las sirven con lealtad y respeto, o la célebre de Calamandrei que, tras referirse a infracciones deontológicas como la que vengo refiriendo con frases como “cosas que callar es bello” o “cosas de las que es mejor no hablar”, concluía con una máxima básica en la autorregulación profesional: amistad no implica complicidad.

Cada día son más necesarios esos principios fundamentales: si no nos respetamos a nosotros mismos, nadie nos respetará. Si tenemos que elegir entre el camino de la actuación ética, de interés general, y el de la ley de la jungla, de interés particular, de nada servirán los servicios que, durante siglos, la Abogacía ha prestado a la ciudadanía.

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