Firmas
Opinión | La vista ante el tribunal de apelación del Supremo sobre la amnistía a Puigdemont, ¿ha sido la última parada hacia Constitucional?
En la mente de todos flota la idea de que si el tribunal de apelación del TS, tras la vista de hoy, no aplica la amnistía a Carles Puigdemont y sus dos colegas fugados, la solución se encuentra en un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Foto: Confilegal.
10/3/2025 13:02
|
Actualizado: 10/3/2025 13:02
|
Fue otra jornada de lo que ya se percibe de modo generalizado como una gran farsa. Ahí estaba, otra vez, Gonzalo Boye, en su papel de abogado del independentismo errante, vendiendo la idea de que el Tribunal Supremo no es competente para decidir sobre la amnistía de Carles Puigdemont.
Porque, según el ilustre letrado, ese honor le corresponde al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Argumento, dicho sea de paso, más manoseado que un bar de puerto en el siglo XVIII.
La escena, para quien la quiera imaginar, es la de una vista pública donde todo el mundo jugaba su papel a la perfección. ¿Su origen? La decisión del magistrado instructor de la causa del procés, Pablo Llarena, de no aplicar la ley amnistía a los fugados.
Porque, a su juicio, la ley de amnistía excluye de un modo expreso en los que haya habido enriquecimiento patrimonial.
La malversación atribuida a Puigdemont, Comín y Puig implicó un uso indebido de fondos públicos cuyo desenlace, de haber tenido éxito la independencia de Cataluña, de un modo indudable les habría beneficiado patrimonialmente. Todo el poder para ellos. De cajón de madera de pino.
Enfrente estaba la Sala de Apelaciones que ha tenido que formarse. Con los magistrados Vicente Magro, Eduardo de Porres y Susana Polo. La Fiscalía, con su eterno dilema moral, la Abogacía del Estado encogida de hombros y Vox blandiendo la ley como un estoque en un duelo de esgrima.
En esta partida de ajedrez judicial, Boye movió su pieza con la elegancia de un tahúr del Mississipi: «Sin lugar a duda, tenemos razón», proclamó en ese escenario solemne que es la Sala de lo Penal del Supremo, una burbuja escenográfica en el tiempo.
Por supuesto. Pero faltaba más. Porque, según su lógica de prestidigitador jurídico, el Supremo no puede decidir nada sobre Puigdemont porque éste fue elegido diputado en Cataluña.
Un argumento tan sofisticado como decir que un atracador no puede ser juzgado en la Audiencia Nacional porque compró su pasamontañas en una tienda de barrio.
Y allí siguió el discurso, apelando a votos particulares de jueces afines, citando artículos de leyes con la solemnidad de un monje copista, como si así fuera a evaporarse la rebeldía judicial de su defendido.
Jaume Alonso Cuevillas, doctor en derecho y catedrático de derecho procesal, tampoco quiso perder la oportunidad de destacar, se expresó en la misma línea que Boyé. Al fin y al cabo su cliente, Lluís Puig está en la misma situación que Puigdemont: La competencia es del TSJ de Cataluña, y. más cosas. Pero no del Supremo. De ninguna manera.
Mientras tanto, en el otro lado de la balanza, la Fiscalía, que ya sabemos cómo le gusta interpretar las leyes según sople el viento político, representada por la teniente fiscal Ángeles Sánchez Conde, se mostró partidaria de la amnistía.
No fue una sorpresa para nadie.
La razón –se pudo malamente colegir porque leyó toda su intervención de una manera monótona y casi ininteligible– es que la malversación de fondos públicos no fue para «beneficio personal» de Puigdemont, Comín y Puig.
Y aquí es donde uno se pregunta: ¿desde cuándo es necesario que alguien se llene los bolsillos para que malversar deje de ser delito? Porque, si seguimos esta lógica, podríamos rehabilitar la figura del corsario con patente de corso.
La Abogacía del Estado, que ya ha decidido que su papel en esta historia es el de convidado de piedra, tampoco se molestó en disimular su falta de entusiasmo. Pidieron la amnistía con la convicción de quien recita una lista de la compra.
Y luego, claro, estaba Vox, que, fiel a su estilo, entró en escena con la espada desenvainada. «Si un acto es ilícito, no puede ser amparado por ningún instrumento de derecho», sentenció Marta Castro.
Y ahí quedó la cosa, en un combate de boxeo verbal en el que cada uno tiraba sus golpes sin que nadie tuviera muy claro quién iba a ganar al final.
Porque al final, ¿de qué va esto? De alargar la historia, de enredar la madeja, de convertir lo evidente en discutible y lo discutible en dogma de fe. De seguir jugando con las instituciones hasta desgastarlas, de retorcer las normas hasta que acaben pareciendo otra cosa.
Y todo, con el inconfundible perfume de la política disfrazada de justicia.
Y mientras el circo sigue, todos miran de reojo al Tribunal Constitucional. Porque ahí está la clave, el golpe maestro, el último cartucho. Un recurso de amparo, si la Sala de Apelaciones no les da la razón, bien jugado puede cambiar el tablero y convertir la jugada en jaque mate para la justicia española.
Si el Constitucional compra el discurso de la amnistía sin condiciones, Puigdemont y compañía podrán brindar con cava en Waterloo. Y si no, pues ya encontrarán otra puerta trasera para seguir esquivando la ley.
Al final, todo es cuestión de paciencia y de saber jugar las cartas con desfachatez.
Lo que quede de todo esto lo veremos con el tiempo. Pero que no nos vengan con cuentos. Porque, por más vueltas que le den, lo que pasó en Cataluña fue un golpe contra el Estado de derecho.
Y por mucho que ahora quieran ponerle un lazo de legalidad, sigue oliendo a lo que siempre fue: un asalto a la legalidad con el aplauso de unos cuantos cándidos y la complicidad de otros tantos que saben muy bien lo que hacen.
Otras Columnas por Carlos Berbell: