La incertidumbre provocado por los aranceles de Trump dibuja un escenario entre la recesión y la inflación desbocada. Foto: EP.
El proteccionismo de Trump siembra incertidumbre en el mercado hipotecario europeo
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21/4/2025 01:00
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Actualizado: 21/4/2025 13:16
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Quien juega con fuego no sólo se chamusca los dedos, sino que termina por prenderse entero en su propia hoguera. Y tal parece que el mundo, bajo el hechizo de un césar de voz altisonante y talante mercantilista, se encamina —ciego, sordo y necio— a encenderse en las llamas de una guerra comercial que no sólo devorará los intercambios de mercancías, sino que, cual reguero de pólvora, alcanzará las humildes economías domésticas, incendiando, incluso, el modesto sueño del hogar propio.
Allí donde el ciudadano medio —ese ser olvidado por los heraldos del poder y su corte de bufones financieros— había vislumbrado una rendija de esperanza, allí donde creía poder levantar su choza de ladrillo con un préstamo benigno, acuden ahora los nubarrones, negros como la conciencia de los que juegan a demiurgos con el porvenir de millones.
Porque cuando el presidente de los Estados Unidos, el inefable Donald Trump, cual moderno Saturno devorador de sus propios pactos, decidió imponer aranceles a diestro y siniestro —con especial inquina a los europeos, antiguos aliados y hoy convertidos en convidados de piedra—, no sólo desató una pugna de cifras y porcentajes, sino una tragedia que amenaza con trastocar el precio mismo del pan y del techo.
El comparador financiero HelpMyCash, oráculo de estos tiempos de incertidumbre, nos dibuja dos posibles futuros, dos sendas divergentes que podrían tomar nuestras economías: la de la recesión y la del encarecimiento inflacionario. Y en ambas, ¡ay!, el ciudadano hipotecado queda a merced de fuerzas que no comprende ni gobierna.
Primer escenario: la recesión, esa dama gris y silenciosa, que entra sin llamar y se instala en los salones del consumo como un espectro pertinaz. Los aranceles, si acaban por anquilosar el comercio internacional, podrían provocar una parálisis tal que el propio Banco Central Europeo se viera forzado a replegar velas, bajando los tipos de interés para reanimar el consumo moribundo.
Y, en tal caso, como en los viejos tiempos del dinero barato, los bancos se verían impulsados a ofrecer hipotecas más laxas, y el euríbor, ese barómetro del pánico, caería como cae la hoja en otoño.
Y sin embargo, ¿es lícito alegrarse del abaratamiento de las hipotecas si este se produce al precio de una recesión generalizada? ¿Puede llamarse buena nueva aquello que se funda en la anemia económica, en el adelgazamiento de las oportunidades y en la postración de los sectores productivos? Es el consuelo del ahorcado, que agradece la suavidad de la cuerda.
El segundo escenario es aún más sombrío y se adorna con ropajes de drama: la inflación desbocada. Si Europa responde con sus propios aranceles, si los precios de los bienes importados se disparan y el consumidor ha de pagar más por lo mismo o incluso por menos, entonces el Banco Central se verá obligado a hacer justo lo contrario: endurecer el crédito, congelar o incluso subir tipos, como quien echa agua helada sobre un cuerpo febril.
Y entonces, el sueño del hogar propio se volverá pesadilla, porque las hipotecas subirán, el euríbor ascenderá como el mercurio en agosto y los bancos, siempre diligentes a la hora de blindar sus márgenes, elevarán los intereses como quien levanta murallas.
Ya lo ha hecho CaixaBank, siempre previsor en el arte de despojar con guante de seda: su hipoteca fija ha pasado del 2,70 al 2,85%, y de la que comercializa a través de imagin del 2,75 al 2,90%.
Las nuevas previsiones de Bankinter sobre el euríbor apuntan a que este índice bajará este año hasta el 2,1%, pero volverá a incrementarse en 2026 hasta el 2,5%.
¿Presagio de lo que vendrá?
Entre estos dos escenarios oscila el péndulo de la incertidumbre, y los analistas, siempre tan comedidos en sus augurios, llaman a la prudencia, ese viejo consejo de abuela que nadie escucha en tiempos de euforia.
Nos dicen que no es momento de lanzarse a comprar vivienda sin trabajo estable ni colchón de ahorros. ¡Oh, admirable sensatez, cuán rara joya en la feria del crédito fácil!
Pero uno no puede evitar preguntarse si esta llamada a la cautela no es, en el fondo, una forma de capitulación. Porque en una época en que el ciudadano ha de consultar oráculos financieros antes de endeudarse, en que la vivienda se vuelve privilegio de los audaces o los incautos, ¿no estamos asistiendo al lento entierro del Estado social, del pacto tácito por el que quien trabaja merece techo y pan?
Y todo ello, por el capricho de un magnate convertido en presidente, por el juego sucio del proteccionismo disfrazado de patriotismo económico, por la vana ilusión de que el mundo puede dividirse entre vencedores y vencidos, sin que todos, al final, acabemos siendo víctimas de una estafa globalizada.
Así las cosas, quien tenga oídos, que escuche. Y quien tenga memoria, que recuerde que toda burbuja empieza con una ilusión y acaba con un desahucio.
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