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Opinión | CDL: Arbitraje, confidencialidad y grandes firmas de abogados en Inglaterra y Gales

Opinión | CDL: Arbitraje, confidencialidad y grandes firmas de abogados en Inglaterra y Gales
Josep Gálvez, abogado español y "barrister" en las Chambers de 4-5 Gray’s Inn Square en Londres, relata en esta nueva entrega cómo el juez Foxton, del Tribunal Mercantil de Londres, resolvió un complejo conflicto de confidencialidad entre dos oficinas de una gran firma internacional implicada en arbitrajes marítimos. Foto: FG.
27/5/2025 12:10
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Actualizado: 27/5/2025 12:18
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En las encantadoras tardes de los jueves londinenses, cuando los ‘barristers’ nos despojamos de las pelucas, y los ‘solicitors’ se relajan en respetables clubes de madera oscura y moqueta gastada, hay un ritual inquebrantable que pocos nos atrevemos a romper: una buena pinta tras el trabajo.

No es sólo cerveza, es un confesionario, una red social y el ágora para los que estamos siempre a la greña a cambio de unas pocas monedas, unos momentos donde aparecen extrañas oportunidades para la sinceridad.

Esto es lo que sucedió en el mítico pub ‘The Seven Stars’, junto a los ‘Royal Courts of Justice’, donde me topé hace unos días con un buen amigo, especialista en disputas de altos vuelos en Oriente Medio, quien me susurró tras su cuarto vaso:

– Los secretos del arbitraje no se cuentan ni al perro…, salvo que te lo pregunte otro ‘barrister’ con más galones que tú.

Ante tal afirmación no pude resistir la tentación y le pregunté:

– ¿Y, entonces, qué pasa?

– Pues pasa, dear Joseph… que entonces mientes como un bastard.

Aquella frase, acompañada de buenas carcajadas y que puede sonar a boutade, encierra una verdad que acaba de quedar reflejada con precisión en la reciente sentencia de A Corporation v Firm B & Mr W [2025] EWHC 1092 (Comm), dictada por el siempre elegante Mr Justice Foxton en el tribunal mercantil de Londres.

Un asunto donde la privacidad del arbitraje se las ha tenido contra la realidad de los despachos internacionales, la movilidad profesional y esa obsesión tan inglesa por la imparcialidad, no siempre fácil de conseguir.

Un caso donde no se jugaban sólo los millones, sino el honor de una firma internacional de relumbrón… y alguna que otra reputación profesional, tan dura de obtener como fácil de perder.

Pero antes de meternos en faena, conviene aclarar algo que a cualquier lector español le chirría al primer vistazo:

¿Cómo es posible que en una sentencia de este calibre no sepamos quién es “A Corporation”, ni qué narices es “Firm B”, ni a qué se dedica “Mr W” más allá de su amor por los comentarios indiscretos?

Pues fácil: porque el juez ha decidido mantener el anonimato por razones de confidencialidad arbitral.

Y es que, en el Reino Unido y, especialmente en la ‘Commercial Court’, cuando un pleito toca material sensible, como sucede en este caso, el tribunal publica la sentencia con los nombres sustituidos por letras genéricas.

Todo sin tener que llegar al ridículo de usar a Don Eustaquio o al señor Tiburcio como vemos en otras sentencias al otro lado del canal, nombres más propios de tebeos de Bruguera que de sentencia judiciales.

Es una muestra de respeto por la privacidad que las partes pactaron al elegir el arbitraje para lavar su ropa sucia y que los tribunales ingleses, aunque se trate de sociedades mercantiles, guardan a cal y canto.

Y ahora sí, al lío padre.

DOS BARCOS Y UN MISMO DESPACHO DE ABOGADOS EN CONTRA

Para que nos entendamos, este caso va de dos buques con supuestos problemas, de un mismo bufete de abogados actuando en dos arbitrajes y una información confidencial que, según parece, fue compartida entre oficinas.

Así que empezaremos diciendo simplemente que el primer buque fue vendido por una empresa a otra y, como suele pasar cuando las cosas se tuercen, acabaron más que mal.

Que si el barco estaba más viejo de lo que decían, que si los informes eran falsos, que si te vendí un buque y me entregaste una bañera oxidada.

Total, que acabaron en un arbitraje en Londres y para las tortas contrataron a una conocida firma de abogados y a expertos de postín en chapa y pintura navales.

Tras mucho echarse las culpas y prepararse para el duelo a sable, pues resulta que llegaron a un acuerdo transaccional y con esto se acabó el primer caso.

Hasta aquí todo muy correcto y muy bien.

Pero resulta que tiempo después, otra empresa compra un segundo barco a una compañía que, casualmente es del mismo grupo que la vendedora en el primer asunto.

Es decir, las vendedoras de los dos barcos de marras formaban parte de un mismo grupo empresarial.

Y, como si fuera una maldición, también acabaron mal.

Otro lío parecido y, claro, otro arbitraje en Londres.

Pero el problema llega con los abogados encargados de la defensa del segundo comprador.

Y es que resulta que es la misma firma de abogados que en el primer arbitraje, con sede en medio mundo.

En el primer caso desde su oficina de Londres y ahora, en el segundo caso, desde su oficina en Asia.

En fin, es posible que ustedes se pregunten qué problema hay; pero es que haberlo, haylo.

Sobre todo cuando se saca punta al lápiz inglés.

Según parece, el lío empieza cuando el socio del despacho en Londres, el famoso “Mr W”, habla con su colega asiático, “Mr Y”, que es quien lleva ahora el segundo arbitraje.

Y así entre charla y charla, le fue contando cositas del caso anterior.

Cuestiones que, según la compañía vendedora, eran confidenciales tales como detalles de los informes de expertos, opiniones de peritos, estrategias legales, e incluso qué ofertas de acuerdo se habían hecho durante el primer arbitraje.

El resultado es que ya tenemos el follón montado.

En efecto, cuando la empresa vendedora se entera, pone el grito en el cielo y acusa al despacho de abogados contrario de usar la información confidencial obtenida en el primer caso.

Y acuden a la ‘High Court’ inglesa para pedirle al juez que les prohíba seguir defendiendo a la compradora mediante una ‘interim prohibitory injunction’.

Por su parte, la firma de abogados responde que no han hecho nada malo, que los casos son distintos ya que los barcos no son iguales, que ya habían separado a los abogados del primer caso de cualquier contacto con los del segundo arbitraje, y que la información compartida no era tan grave, oigan.

Además, dijeron que ya habían “limpiado” los archivos del caso nuevo y que nadie más iba a acceder a esa información en carpetitas debidamente separadas, poniéndole un muro más chino que la Gran Muralla entre las dos oficinas del despacho.

Y claro, es ahí cuando entra en escena el juez, Mr Justice Foxton, que tiene que decidir si realmente hubo una violación de la confidencialidad, si esa información perjudica a alguien, y si la firma debe ser apartada del segundo arbitraje por lo que hizo en el primero.

LA DECISIÓN DE LA ‘HIGH COURT’

Aunque seguramente en España esto habría acabado en tres reuniones inútiles y un “mire usted, no vemos infracción alguna”, en Inglaterra, en cambio, la cosa se ha convertido en un ejercicio milimétrico de cirugía procesal y agudo análisis doctrinal.

Pues efectivamente, la sentencia de Mr Justice Foxton es una pieza de auténtica orfebrería jurídica. Ni estridencias, ni hipérboles. Sólo argumentos afilados como bisturís.

Sorprendentemente, en más de 100 páginas, el juez analiza los fundamentos de la confidencialidad arbitral bajo derecho inglés, sus límites, sus excepciones, y cómo deben tratarse en la era actual de los despachos transnacionales, con clara tendencia a la obesidad mórbida.

El punto de partida es sencillo: lo primero que deja claro Foxton es que, en Inglaterra, la confidencialidad en el arbitraje no es una gracia divina sino una obligación jurídica: una cláusula implícita en todo acuerdo arbitral y parte del ‘lex arbitrii‘.

Y es que aquí el arbitraje es un templo y una industria, y quien revela lo que ocurre dentro sin permiso se arriesga a la excomunión legal.

Pero no todo es blanco o negro, lógicamente, ya que los mandamientos marmóreos no dejan mucho aire para Respirar.

Así que el juez Foxton reconoce que hay una diferencia fundamental entre documentos generados expresamente para el arbitraje (que sí son sagrados) y los que existían previamente y que por aparecer luego en un proceso arbitral no se convierten mágicamente en secretos de Estado.

Lo mismo ocurre con los documentos del propio cliente: no se transforman en confidenciales por el mero hecho de ser presentados en un arbitraje.

Además, analiza con pragmatismo el hecho de que muchos abogados, sobre todo en el microcosmos del arbitraje marítimo londinense, acumulan experiencia en múltiples casos similares e incluso frente a las mismas partes.

Por tanto, pretender que cada nuevo caso venga con letrados vírgenes de conocimientos anteriores sería tan absurdo como pedir a los críticos taurinos que no recuerden la faena de Antoñete antes de escribir sobre Roca Rey.

Y es ahí donde llega el quid de la sentencia:

¿Se puede impedir que una firma actúe para un nuevo cliente cuando ha manejado antes información confidencial de otro caso conectado?

Foxton responde con una elegancia demoledora: no todo desliz justifica una amputación.

Y, tras repasar los precedentes desde el caso Bolkiah hasta Glencairn, concluye que aunque hubo alguna filtración, concretamente sobre las ofertas de acuerdo del caso anterior, la información no era tan letal, y las medidas tomadas por la oficina de Londres son suficientes para evitar males mayores.

Por tanto, denegó la medida cautelar de prohibirles actuar para la segunda compradora.

Y lo hizo con estilo británico: sin histrionismos, sin amenazas, y dejando caer que quien quiera proteger su confidencialidad lo haga con cláusulas y sanciones, no con lloros.

Sin duda una lección para todos los que nos dedicamos a estos asuntos: hay que andar con ojo.

Hasta la semana que viene, mis queridos anglófilos.

Josep Gálvez es «barrister» en las Chambers de 4-5 Gray’s Inn Square en Londres y abogado español. Está especializado en litigios comerciales complejos y arbitrajes internacionales. Interviene ante los tribunales de Inglaterra y Gales, así como en España, y actúa también como ‘counsel’ y árbitro en disputas internacionales en las principales instituciones de arbitraje.

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