Firmas
La unidad de España en la Constitución
16/2/2017 05:58
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Actualizado: 19/4/2017 17:48
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Lejos quedan los tiempos en que se predicaba de ciertos preceptos de nuestra Carta Magna su carácter de mera retórica constitucional. Desde temprano momento, la mejor doctrina se encargó de aclarar que todos y cada uno de sus artículos y disposiciones eran –y son- normas jurídicas con plenitud de efectos y mecanismos de aplicación, algo que conoce cualquiera que se aproxime al mundo del derecho, aunque carezca de las más rudimentarias nociones.
Uno de dichos mandatos, de bella factura, es este: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.
La ubicación sistemática de este artículo, el segundo en el Título Preliminar de la Constitución, da una pista aproximada de lo que ha pretendido el Constituyente con él: estamos ante la auténtica piedra angular de nuestra ley fundamental y de todo el sistema que consagra, algo además tradicional en nuestro acervo constitucional histórico, desde la hermosa apelación de Cádiz a la nación española como “reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” (art. 1), en la que su soberanía “reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo, pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales” (artículo 3).
Se oculta con demasiada frecuencia que el citado precepto vigente trae su causa del pórtico mismo de la Constitución de 1931, en particular de su art. 1,3, en donde se establece que “La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones”.
Al amparo de la Constitución republicana, el primer Estatuto de Cataluña
Nótese, además, que bajo el amparo directo de esa Constitución republicana, vería la luz el primer Estatuto de autonomía de Cataluña, el de 1932 –popularmente conocido como Estatuto de Nuria-, así como el del País Vasco de 1936 o el de Galicia dos años después.
Esta unidad nacional con tan venerables raíces, equivale hoy, a decir del Supremo Intérprete, a la existencia de “una organización- el Estado- para todo el territorio nacional” (STC 4/1981); una organización estatal que, precisamente por ese motivo, ha de situarse “en posición de superioridad tanto en relación a las Comunidades Autónomas como a los entes locales” (SSTC 4/1982 y 76/1983), pero siempre con la mirada puesta en la defensa del orden socioeconómico resultante, para que este sea uno solo en toda España, idea que se deriva “del carácter plural o compuesto de nuestra organización política territorial.
La unicidad del orden económico nacional «es un presupuesto necesario para que el reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas en materias económicas no conduzca a resultados disfuncionales y desintegradores” (SSTC 1/1982, 88/1986 o 64/1990).
Así pues, causa perplejidad tener que recordar que junto, a la proclamada unidad de España, se prevé en nuestra Lex Legum una generosa descentralización política a través de reconocimiento pleno del derecho a la autonomía de sus nacionalidades y regiones, algo que se ha venido desarrollando a partir de su Título VIII, instaurando esa tupida red de principios que conocemos y “que permiten que el régimen autonómico se adecue en cada caso a las peculiaridades y características de esas regiones y nacionalidades” (STC 16/1984).
Desde esta perspectiva técnica elemental, por consiguiente, la proclamación de la soberanía de nacionalidades y regiones parece difícilmente compatible con esta fina construcción jurídica del Estado compuesto, dado que cada Autonomía, por definición, “es una parte del todo, motivo por el cual en ningún caso el principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino que es precisamente dentro de éste donde alcanza su verdadero sentido, como expresa el artículo 2 de la Constitución” (STC 4/1981).
En otras palabras, cada Comunidad Autónoma participa ya por sí misma de la soberanía nacional, sin necesidad de pretenderlo por separado, debiendo ejercer dicha soberanía conjunta a través de los diversos mecanismos de solidaridad, manifestaciones genuinas “del deber de auxilio recíproco, de apoyo y mutua lealtad y deber de fidelidad a la Constitución que obliga a todos, Estado incluido” (SSTC 18/1982, 96/1986, o 208/1999).
Entender de manera diferente esta delicada cuestión es enteramente posible, pero no asegura acierto alguno, máxime si valoramos que este modelo de Estado ha demostrado su eficacia desde hace casi cuarenta años, que han coincidido con los más prolongados de paz y prosperidad que hemos disfrutado en nuestra reciente historia.
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