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Juzgados antiguos, justicia ciega

Juzgados antiguos, justicia ciega
El autor de esta columna es socio director de Luis Romero Abogados y doctor en Derecho.
01/2/2021 06:47
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Actualizado: 31/1/2021 22:16
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Cuando voy a esos juzgados y bajo del taxi, camino asiendo mi maletín, como si fuera hace treinta años, cuando comenzaba a ejercer de abogado.

Es volver atrás en el tiempo y rememorar los primeros años de la profesión.

No hace mucho quedé en la entrada del edificio judicial con los padres de una víctima de abusos sexuales que estaban citados como testigos a petición mía como acusación particular.

Yo subí con él por las escaleras y ella se desplazó en ascensor junto a un funcionario amigo de la familia.

Llegamos a la tercera planta y a la izquierda al fondo divisamos el rótulo que nos indicaba que el juzgado de instrucción estaba cerca.

Comuniqué a uno de los funcionarios mi presencia junto a mis clientes y me dijo que él sustituiría al compañero que llevaba ese expediente pues éste estaba de baja médica.

Cuando esperábamos fuera, estábamos en un estrecho pasillo que ha quedado accesible contiguo a varios armarios metálicos que contienen los expedientes judiciales.

Tras una breve espera, primero fue llamada para declarar la señora.

Cuando aguardábamos a que llegase el juez en la oficina judicial junto a las mesas ocupadas por otros funcionarios, comenté a mi cliente que a excepción de las ventanas que habían sido renovadas recientemente, el resto del mobiliario e instalaciones podría tener varias décadas e incluso podría ser de los años sesenta, cuando se construyó el edificio.

Señalé a mi cliente las baldosas del suelo de color blanco hueso, los armarios, las mesas, el aparato de aire acondicionado, fijándose ella en el ventilador gris junto al administrativo que nos atendía diciendo: “Me recuerda al de mi abuelo”.

A mi me recordaba al de la barbería de mi pueblo, casi podía oír su sonido relajante en una tarde de verano.

La puerta de la oficina judicial estaba abierta, el ring de los teléfonos era constante hasta ser atendidos por las funcionarias, entraban otros oficiales de otros juzgados requiriendo algún dato, y también abogados, procuradores y algún ciudadano perdido preguntando por un determinado tribunal después de haber dado muchas vueltas por la misma planta.

ANTE LA PRESENCIA DEL JUEZ INSTRUCTOR

Y por fin llegó el juez instructor recabando la atención del oficial de justicia que iba a encargarse de redactar el acta de declaración de mis dos testigos. El veterano servidor público le dijo al juez:

– Don Evaristo, estos son los dos testigos que estaban citados a las diez, los padres de la querellante.

 Dirigiendo el juez su mirada hacia mi, exclamando:

– Pues señor letrado, me imagino que poco tendrán que decir, porque yo le he admitido esta diligencia de prueba pero tiene poco sentido, yo no sé para qué han venido.

Yo le contesté que estos testigos eran de referencia y les iba a preguntar sobre la fecha en que su hija les contó lo ocurrido, el tratamiento psicológico que había seguido, sus cambios de carácter, además de las conversaciones que habían tenido con el querellado en las que incluso éste les había reconocido haber abusado de otras menores, además de otras cuestiones que podrían derivarse de las anteriores.

Y Su Señoría, ya ilustrado, me contestó:

Pues adelante, que digan lo que saben, pero eso de los testigos de referencia… A ver, ¿qué van a referir?

Y eso que la diligencia de prueba ya había sido admitida y señalada, motivo por el cual estábamos citados allí esa mañana.

– ¡Pues encárguese usted! –ordenó el instructor dirigiéndose al funcionario, marchándose a continuación sin cerrar la puerta ni despedirse de los allí  presentes.

Tampoco estaba la secretaria judicial, prefiero emplear este término.

SORPRESA

Me sorprendió esa atribución al oficial, ya que aunque había presenciado este tipo de irregularidades procesales en muchas ocasiones, incluso en declaraciones de investigados, hacía años que no contemplaba estas escenas propias de otros tiempos.

Cuando había respondido la testigo a algunas de mis preguntas y yo trataba de formular la siguiente, el funcionario se permitió observar que esa nueva cuestión podría ser impertinente.

Yo le dije que creía que era correcta pero no quise corregirle anunciándole que él no tenía la facultad para determinar o no la procedencia de una pregunta ante la ausencia de Su Señoría.

Por supuesto, tampoco iba yo a dejar constancia de mi protesta en acta, dada la especial situación procesal.

Al pasar el siguiente testigo -“Dígale usted a su marido que pase”- el funcionario se interesó por si las preguntas iban a ser las mismas (sic) y yo le contesté que serían muy parecidas.

Satisfecho de mi respuesta, el oficial aclaró:

¡Hombre! Es para aprovechar las respuestas del primer testigo y así voy corrigiendo encima las respuestas que sean distintas.

Eso me recordó una práctica seguida por algunos policías y guardias civiles. No creo que aunque yo hiciese las mismas preguntas, las respuestas hubiesen sido exactamente las mismas.

De hecho, realicé algunas preguntas nuevas al recibir respuestas distintas. Algunas de éstas, muy importantes, ya que el padre de la menor se refirió a una conversación con el investigado en la que éste negó haber abusado de la hija de su interlocutor pero sí reconoció haber tocado a otra joven de quince años.

UNA ORGANIZACIÓN DE TRABAJO CUESTIONABLE

Dicho acto procesal transcurrió con las conversaciones de fondo de las dos funcionarias que trabajaban en sus mesas, las llamadas de teléfono y las visitas de profesionales y justiciables.

Desde luego, no era éste el mejor entorno para preservar la intimidad de unos relatos que afectaban a una víctima de delitos contra la libertad sexual y que eran contados por sus propios progenitores.

Como es habitual, este letrado estaba de pie interrogando, mientras que los testigos y el funcionario estaban sentados.

Algo que no me supuso mucho inconveniente pues no necesitaba guión para interrogar aunque sí recordaba otras ocasiones con interrogatorios más largos y complejos en los que hubiese agradecido tener una mesa sobre la que hubiese apoyado mi libreta o mi ordenador para tener ahí una referencia, además de poder realizar las correspondientes anotaciones sobre las respuestas dadas o escribir otras posibles preguntas.

Con la copia de las actas de las declaraciones testificales en las que se indicaba “Ante Su Señoría y con la presencia del Señor-a Letrado-a de la Administración de Justicia…”, salí de la oficina judicial dando las gracias al amable funcionario y a las otras dos servidoras que trabajaban a su lado.

Al salir del edificio judicial, me dijo la becaria que me había acompañado al acto que eso no era lo que había estudiado en la asignatura de derecho procesal ni en el temario de las oposiciones para jueces y fiscales que había preparado durante unos meses; también, que le había sorprendido mucho la actitud del juez poniendo en duda la práctica de unas diligencias que él mismo había acordado, así como su “huida” del lugar sin decir ni adiós.

Podría haber hecho constar mi protesta por la irregularidad procesal relatada, indicar primero al funcionario y después al juez que esa diligencia judicial no podía practicarse de ese modo, advirtiendo de la nulidad de la misma.

Pero no lo hice.

Si ese juez tan veterano prefería delegar su trabajo de ese modo después de tantos años y eso era conocido por la secretaria judicial, los jueces, abogados, fiscales, el juez decano, ¿por qué habría yo de corregirle?

Ya lo había hecho alguna vez en otras sedes judiciales y solo había servido para enojar al juez.

En nada perjudicaba a mis clientes pero ciertamente yo estaba siendo cooperador necesario de esa corruptela.

Seguí andando por la avenida peatonal camino del hotel donde iba a desayunar y me acordé de un abogado amigo cuyo bufete estaba casi enfrente del hotel, lo llamé por si podía acompañarme pero me dijo que sus ocupaciones no se lo permitían en ese momento.

No obstante lo cual, tras relatarle mi reciente experiencia, él como antiguo oficial de justicia y buen conocedor de ese tribunal me contó que ese magistrado tiene su juzgado tan bien organizado que mucho antes del horario habitual cierran todas las puertas de entrada a cal y canto, no recibiendo a nadie más.

¿Y quién soy yo para alterar el “normal” funcionamiento de ese órgano judicial?

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