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Mi experiencia en un juicio militar me ha devuelto la ilusión por el ejercicio de la abogacía

Mi experiencia en un juicio militar me ha devuelto la ilusión por el ejercicio de la abogacía
La columnista, Bárbara Royo, es socia fundadora del despacho Royo & Becerro & Peñafort Abogados. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
11/6/2022 06:48
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Actualizado: 11/6/2022 11:37
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Tras dos intensas semanas de juicio en un Tribunal Militar, he podido experimentar lo que, cuando estudiaba derecho, creía con ilusión que sería el ejercicio de la profesión.

He sentido el respeto en el trato dispensado por los magistrados, sus buenas formas y maneras para con las partes, su exquisita educación y amabilidad, el profundo interés por el contenido de la prueba, el deseo de contar con todos los detalles que sustentaban las versiones contradictorias de las partes por encima de las ganas de zanjar el asunto cuanto antes.

Han escuchado con templanza y paciencia y sin una sola cara de hastío a varios acusados, ingente cantidad de testigos, muchos y diversos peritos. Han analizado miles de documentos.

Han prestado atención, con exquisito saber estar y sin un solo bostezo, a los infumables e interminables informes de los no pocos letrados intervinientes.

En definitiva, he experimentado la Justicia en sentido pleno. He vivido lo que soñaba en la facultad que sería el ejercicio del derecho.

No sé si ganaré o perderé el juicio, pero lo que, sin duda, sí he ganado es la fe en la administración de justicia.

He recuperado esa ilusión que había perdido a lo largo de los años, esa confianza en que las cosas sí pueden ser de otra manera.

HE TENIDO SENTIMIENTOS ENCONTRADOS

No les voy a engañar, también he tenido sentimientos encontrados, sentimientos de rabia e impotencia al acordarme del juicio anterior y del próximo que tendré en la jurisdicción ordinaria, a sabiendas de que, es probable que, desde que me siente en el estrado, tras un hora en el pasillo, me voy a encontrar con un juez agobiado porque a las 15 horas no va a haber acabado con el “planning” marcado, por lo que comenzará a meterme prisa desde el mismo instante en que me disponga a interrogar a mi cliente.

Pero aún quedarán los testigos, las periciales y demás.

Para cuando tenga que informar acerca de la prueba practicada y de la calificación jurídica de los hechos, el cuarto de hora que se había marcado para el juicio, hace ya tiempo que se convirtió en una hora.

– Puff… y puede que le quede otra.  

Y aquí es donde el Juez disparará el famoso:

– Letrada, tres minutos para informe.

– Señoría, imposible, no me da tiempo.

– Pues no lo pierda quejándose, le quedan dos minutos y medio.

El derecho de defensa es uno de los pilares de nuestro Estado de Derecho, protegido constitucionalmente, y no puede un Juez, por mucho que “se haga tarde” o por mucha sorpresa y trastorno que le haya causado que el abogado no haya cedido al “muy ventajoso” acuerdo ofrecido por el Fiscal, cercenarle aquello, no solo a lo que tiene derecho, sino también a lo que el letrado esta obligado deontológicamente: defender a su cliente de la mejor manera posible y no “en tres minutos”.

Durante mi placentera, pero “irreal” experiencia en el Tribunal Militar, me decía a mi misma “nunca más voy a aceptar otra cosa”, para, a continuación, contestarme: “pobre ilusa”.

Pero lo cierto, es que no deberíamos los letrados aceptar esos “tres minutos”, ni cinco, ni diez, ni lo que al juez le dé la gana.

Somos nosotros, los letrados, los que sabemos cuánto tiempo necesitamos para defender a nuestro cliente.

Deberíamos, cada vez que se dé el caso, decirle a “Su Señoría”, muy respetuosamente, pero muy seriamente, que si no hay tiempo para ejercer nuestra defensa, con base en el artículo 24 de la Constitución Española, se suspenda el juicio y se señale para otro momento en el que sí podamos llevar a cabo una defensa eficaz y acorde con los derechos fundamentales que asisten a nuestro cliente.

Y, a ser posible, sin tener que ver sus bostezos.

LOS JUECES NOS HACEN CHANTAJE EMOCIONAL A LOS ABOGADOS

Pero ¿cuál es el problema?

En mi opinión, se trata de todo un chantaje emocional y encubierto que coloca al letrado en una difícil encrucijada en la que en pocos segundos (el tiempo corre) tiene que elegir entre hacer valer sus derechos y, en consecuencia, cabrear al juez con el temor de que ello le perjudique en la sentencia u obedecer renunciando a defender a su cliente con todo el arsenal del que dispone y que muy probablemente no se desarrolla en tres minutos.

Tampoco deberíamos los letrados agachar la cabeza ante un juez maleducado e irrespetuoso.

Hace poco, en un juicio ante uno de los jueces más desagradables con los que me he topado (afortunadamente, el caso de este magistrado es una excepción compartida por gran parte de la profesión) tuve que decirle, en el trascurso del acto, que me tratara con el mismo respeto que yo le estaba tratado a él y que no le iba a permitir otro trato.

Evidentemente, su sorpresa ante la desfachatez de una pobre picapleitos y su orgullo hizo que me abriera un expediente por falta grave que, naturalmente, se archivó por unanimidad en el Tribunal Superior de Justicia.

Pero ahí sigue él, en su Juzgado, sin consecuencia alguna y creyendo que una letrada no puede ni toserle.

Las cosas sí podrían ser de otra manera en la jurisdicción ordinaria.

Los jueces pueden y deben hacer que las partes salgan de un juicio creyendo en la justicia, con independencia del resultado final.

Como decía, no sé si ganaré el juicio en el Tribunal militar o no, pero he salido creyendo en la justicia y en los jueces.

Para mí, eso es ganar.

Y no puedo más que mostrar mi más sincero agradecimiento a los magistrados que me han devuelto la ilusión por la profesión.

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