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Las cosas claras: Se trata de desprestigiar a los jueces con el arma de la infamia

Las cosas claras: Se trata de desprestigiar a los jueces con el arma de la infamia
Manuel Álvarez de Mon Soto, ha sido magistrado, fiscal y funcionario de prisiones. Actualmente es letrado del Colegio de Abogados de Madrid. [email protected]. Foto: Carlos Berbell/Confilegal.
25/11/2022 06:48
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Actualizado: 25/11/2022 08:50
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España, se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, como dice el artículo 1.1 de la Constitución, para poner de relieve su importancia y añade que propugna como uno de los  valores superiores de su ordenamiento jurídico: la justicia.

El Título VI de la Carta Magna regula el Poder Judicial y tras decir que la justicia emana del pueblo y que se administra por Jueces y Magistrados independientes sometidos únicamente al imperio de la ley, añade que la potestad jurisdiccional, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes .

Conviene recordar la regulación constitucional ante la crítica a los jueces, que excede a veces de lo legítimo, convirtiéndose en un ataque frontal que se viene produciendo últimamente por personas ajenas al mundo del  derecho, integrantes del poder político o afines al mismo, cuando la aplicación del derecho no es la que ellos quisieran.

Tal ataque, por su exceso.  a veces quizás pudiera devenir en rayano en la injuria o calumnia.

Si las resoluciones judiciales no fueran acertadas pueden ser corregidas por los recursos pertinentes interpuestos por las personas legitimadas, por supuesto,  entre ellas el Ministerio Fiscal, cuando le competa.

Es más, si las resoluciones fueran como a veces se insinúa –injustas a sabiendas o dictadas por imprudencia grave o ignorancia inexplicable–, constituirían delito de prevaricación penado en los artículos 446 y siguientes del Código Penal.

Lo que sucede es que no hay indicios de ello sino discrepancia desproporcionada de ciertos políticos y su entorno con la aplicación del derecho, cuando los juzgadores no la hacen con arreglo a sus intereses.

Se trata de desprestigiar a los juzgadores con el arma de la infamia, con unos calificativos descalificadores que suponen una escalada de descrédito público, utilizando la repercusión de ciertos medios de comunicación afines y de las redes sociales.

Esos calificativos tratan de que una mentira repetida reiteradamente se transforme en una verdad, de la misma manera que lo hacía la propaganda totalitaria nazi, que no asume que el juez no es más pero no menos que el intérprete de la ley a la que está sujeto y para ello tiene la potestad que le concede el Estado.

El juez no crea la ley, y esto en ocasiones se olvida o se oculta –¿intencionadamente?– sino el poder legislativo, los diputados y senadores elegidos en las elecciones, que pueden «equivocarse», y mucho, técnicamente por móviles políticos, desoyendo los dictámenes de órganos consultivos.

Después no pueden pretender que los juzgadores corrijan lo que no pueden porque no es su función. Esa obligación le corresponde a ellos. Y deben hacerlo de la forma más perfecta posible, lo que no está sucediendo. A las pruebas me remito.

LA FUNCIÓN DE JUZGAR ES DIFÍCIL

La función de juzgar es difícil. De las más difíciles a las que se tiene que enfrentar un ser humano.

No me refiero a los aspectos legales, pues los jueces están preparados para resolver cualquier asunto que les corresponda por las normas de competencia objetiva, funcional y territorial. Para ello existe, además, la especialización profesional.

Me refiero a la dificultad humana. Algo que conozco bien por mis breves años de ejercicio como juez. Breves pero suficientes para haberlo comprobado en mis propias carnes.  

Y es que el trabajo de los jueces no pasa desapercibido porque su función incide en la vida de los demás, ya sea en su libertad, honor o patrimonio. A él le llega todo lo que subyace: odios, abusos, mafias, luchas en el seno de la sociedad, que se traducen en demandas, denuncias y querellas.

En las localidades pequeñas todo el mundo conoce al juez y ello conlleva una gran perdida de intimidad personal y social, lo que incide en su vida privada.

Lo mismo sucede, incluso, en la ciudades grandes cuando un tema es de trascendencia pública.

Todo adquiere dificultad y tensión máxima cuando el asunto –el que sea– posee connotaciones políticas.

Hay que tener en cuenta que el deseo de lógica promoción de muchos jueces a cargos de designación discrecional y el régimen disciplinario de todos depende de las decisiones del Consejo General del Poder Judicial, cuyos miembros son actualmente nombrados en su totalidad por el poder político.

Mientras no se reforme el actual sistema de elección las cosas no van a cambiar mucho. Existe, hay que decirlo, un divorcio entre la carrera judicial y su órgano de gobierno. Un divorcio que tiene su origen en la aprobación de la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial, en 1985, y que se ha hecho más agudo desde entonces hasta llegar a la actual situación.

El legislador constituyente diseñó una arquitectura cuasi perfecta cuando determinó que los 12 vocales jueces fueran elegidos por la carrera judicial –mediante voto secreto y directo– y que los 8 restantes, juristas de reconocido prestigio, fueran nombrados por el Congreso y por el Senado –4 cada una–. Con eso se garantizaba la independencia y la imparcialidad del CGPJ y su función y papel como contrapoder del Estado.

Sé que la idea de regresar a la casilla de salida que estableció la Constitución enerva a muchos políticos, lo mismo que la existencia de instituciones de poder que le son ajenos, como la acción popular o que los jueces sigan teniendo la instrucción penal. ¿Por qué? Porque todo ello les impide, o les dificulta, el control de la justicia porque, con frecuencia, no les importa la corrección jurídica sino la política.

Algunos son incapaces de entender, o asumir, que el juez solo juzga en Derecho y no con ideología aunque la tenga; no puede sobreponerse a la ley. No puede hacer una interpretación alternativa de la ley. A eso se llama prevaricar.

La justicia española es como la de cualquier otro país democrático: independiente y mejorable, por supuesto. Merece todo el respeto en su difícil misión de interpretar y aplicar la ley imparcialmente, lo que siempre supone contrariar a quien no resulta favorecido por las decisiones de los juzgadores. Es de sentido común.

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