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Una inesperada Nochevieja en el Four Seasons: relato de un abogado sin vacaciones navideñas

Una inesperada Nochevieja en el Four Seasons: relato de un abogado sin vacaciones navideñas
El autor de esta columna es socio director de Luis Romero Abogados y doctor en Derecho Penal. El autor escribe un relato sobre la inhabilidad de este periodo para los abogados, que no hay que confundir con vacaciones navideñas.
05/1/2023 06:49
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Actualizado: 06/1/2023 08:19
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Clara no quería llevar esta defensa, me lo dijo esta mañana mientras yo viajaba en el Ave de Sevilla a Madrid. Naturalmente, sería yo el abogado defensor de Aurelio Sainz y su hijo, pero me hubiese gustado que Clara fuese codefensora en este caso de asesinato.

La esposa de Aurelio había pedido cita conmigo a las ocho de la tarde porque venía ya con la intención de contratarme hoy 31 de diciembre.

A mi compañera, que le había atendido unos días antes, le preguntó si querríamos hacernos cargo del caso a pesar de que su marido y su hijo eran sospechosos de haber asesinado a un abogado.

Clara le dijo que sí y le contó que había visitado antes a tres conocidos penalistas de Madrid y ninguno quiso coger el caso justificándose en que conocían al difunto penalista Díaz-Rios de juicios en la Audiencia Nacional. Mis planes eran no volver a Madrid hasta el 10 de enero pero cuando llega un buen asunto al bufete esa es la máxima prioridad aunque sea en fin de año.

Como siempre, pedí al taxi que me dejase a la altura del hotel Wellington para cruzar Velázquez y bajar andando por Villanueva hasta el edificio de mi bufete en el número 24. Como era de esperar, Vicente el conserje no estaba en la recepción.

Tomé el ascensor y al verme acercarme a la puerta de cristal, Lucía, mi secretaria, me abrió muy sonriente y me dio dos besos, advirtiéndome que aún no habían llegado mis clientes.

Esperé en la sala de juntas mirando a través de las altas copas de los árboles la acera de enfrente y cómo todavía algunas personas paseaban a su perro o andaban a paso ligero cargadas de bolsas de supermercado que debían ir repletas de bebidas y viandas varias para esta noche tan especial.

Sonó el teléfono y Lucía me anunció que ya habían llegado mis clientes: Ana venía acompañada por su hija Marta.

Pasaron las dos saludándome y dándome las gracias por haber venido en una tarde de fin de año para recibirlas. Me dijeron que las detenciones de Aurelio y Javier habían sido un error de la Policía Nacional porque ellos no tenían ninguna implicación en la muerte del abogado valenciano.

Además, me contaron algunos detalles sobre la entrada y registro, las detenciones y sobre ciertas actuaciones de los subinspectores y del inspector jefe de la Brigada de Homicidios que, si fuesen ciertas, no serían muy respetuosas con los derechos fundamentales ni con lo dispuesto en el artículo 520 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Según la esposa de Aurelio, cuando preguntaba al máximo responsable de la investigación policial, solo sabía decirle que dieron con ellos por el posicionamiento de sus teléfonos móviles.

Llamé por la línea interior a mi secretaria y le dije que viniese a la sala de reuniones para entregarme la hoja de encargo por duplicado. Mientras firmábamos en todas las páginas el documento, Ana me narraba angustiada cómo sacaba fuerzas para visitar a su marido y a su hijo en prisión en estos días navideños.

Siempre habían estado juntos y nunca habían tenido grandes problemas más que los propios que genera un fondo de inversión como el que administraba Aurelio Sainz. Había telefoneado a alguna de sus amistades influyentes del Club Puerta de Hierro pero todos ponían excusas para eludir cualquier clase de gestión ante las autoridades policiales o judiciales.

Ana se marchó asegurándome antes que la transferencia de mis honorarios quedaría hecha en cuanto llegara a su casa y nos enviaría por correo el justificante.

Marta Sainz, su hija, se había quedado conmigo porque quería explicarme algunas cosas que le había contado en prisión su padre sobre las posibles causas de su involucración en este asesinato y por qué la policía estaba equivocada y seguía una pista falsa.

Marta me pidió permiso para ir al baño y yo la acompañé hasta la mitad del pasillo para señalarle los lavabos un tanto escondidos al fondo de la oficina. Volví a la sala despidiéndome antes de mi secretaria que se marchaba a las nueve.

Había venido este día tan especial por hacernos un favor y para dar buena imagen del bufete, atento siempre a sus clientes.

Permanecí solo en la sala de reuniones junto a la biblioteca blanca, contemplando los tejados y los balcones con adornos navideños del edificio de enfrente en una noche muy fría, pensando en la cena de fin de año que iba a perderme con mi familia.

Mis clientes no habían podido llegar a una hora más temprana y el caso merecía la pena. Con esta defensa, serían ya unos cuarenta casos por delitos de asesinato y homicidio los que había defendido, unas veces como defensa y otras como acusación particular.

El juicio sería con el tribunal del jurado.

Me extrañó la tardanza de Marta, pues ya habían pasado unos veinte minutos. Me di cuenta de que las luces del pasillo estaban apagadas y solo estaba encendida la luz de la sala donde me encontraba. Sólo estábamos en el bufete Marta y yo; se trataría probablemente del motor del aire acondicionado.

Me puse el abrigo pues sentí frío dado que también había dejado de funcionar la calefacción. El tiempo seguía pasando y no se oía ningún ruido en el bufete. Me aproximé a la puerta de cristal de la entrada y me extrañó ver que las luces del hall de nuestra tercera planta también estaban apagadas.

Todo estaba a oscuras y sentí de nuevo mucho frío, incluso tenía escalofríos.

Marta seguía sin dar señales de vida, así que decidí dirigirme a los baños. Atravesé el pasillo dejando a mi izquierda una larga fila de armarios que bajo llave contenían los expedientes del bufete dados de alta. Allí seguía todo en silencio y yo, algo preocupado, golpeé la puerta con mis nudillos sin que nadie me respondiese. Llamé una segunda vez.

– ¡Marta! ¡Hola, Marta! –grité sin obtener de nuevo respuesta.

Esta situación me resultaba inexplicable y embarazosa. Además, se me hacía la boca agua pensando en mi cena. Ya que iba a celebrar mi festín de fin de año solo en la junior suite de mi hotel, pediría el menú especial que me había descrito mi secretaria: ensalada de cangrejos, pularda al horno con uvas y tarta San Marcos, todo bien regado con un chardonnay y un tinto malbec, terminando con Laurent Perrier y dulces navideños.

– ¿Marta?¿Marta? –pregunté ante el más absoluto silencio tras oír el eco de mis propias palabras.

Forcé la manilla de la puerta hacia abajo y comprobé que no estaba cerrada por dentro y la luz estaba encendida. Observé que había una barra de labios abierta sobre la plataforma de vidrio transparente que rodeaba al lavabo y un intenso olor a perfume Black Opium, el mismo que aún invadía la sala de juntas.

Pensé en la falda estrecha color dorado de Marta, sus medias negras semitransparentes y su generoso escote delimitado a ambos lados por su elegante y sencillo abrigo negro. No podía apartar de mi memoria sus ojos verdes claros y su cabello rubio con flequillos al estilo Lady Di.

Con un nudo en el estómago debido a mi preocupación por la sorprendente ausencia de Marta, apagué la luz del espejo del baño, cerré la puerta envuelto en el delicado e intenso perfume de Yves Saint Laurent y me dirigí hacia el final del pasillo a oscuras, guiándome por la luces de emergencia que señalizaban el camino a seguir.

Todo me estaba resultando asombroso: era como si la tierra se hubiese tragado a mi cliente.

La puerta de cristal de la entrada permanecía cerrada con llave. Aunque sería muy raro que hubiese alguien en el bufete, dudé en abrir las puertas de cada uno de los cinco despachos; pero no lo haría, era absurdo. Bajé por las escaleras las tres plantas. Nunca me gustó coger el ascensor al descender y menos de noche. Eran ya casi las diez y el silencio reinaba en esas plantas del edificio, las ocupadas por las oficinas, oyendo sólo el sonido de mis propias pisadas.

Llegué al hall, me fije en la mesa vacía de Rafael, el portero, y salí al pasillo de la entrada de carruajes para darle al botón que había junto a la puerta dorada y negra.

Salí a la calle Villanueva, recibiendo una ráfaga de viento helado en mi cara y antes de bajar en dirección a la calle Serrano frente al Colegio de Abogados, miré hacia arriba orientado a la calle Velázquez.

La calle estaba desierta, pero de pronto me fijé en la silueta de una pareja resultándome familiar esas dos figuras. Sin duda, él era Evaristo Bermejo y ella parecía ser Marta Sainz.

Sin percatarse de mi presencia ellos dos, me acerqué hacia la esquina con Lagasca junto al nuevo restaurante que permanecía cerrado. Vi que charlaban ciertamente despreocupados sin darse cuenta de mi proximidad.

Cuando me encontraba a escasos dos metros de ellos, Evaristo –después de dar una calada a su cigarrillo– miró hacia mí dando un respingo y haciendo un gesto con la cabeza a Marta.

Lentamente, se giró hacia mí mi nueva cliente, con su abrigo negro abrochado hasta arriba y las manos en los bolsillos.

– ¡Hola, Luis! –me dijo esbozando una sonrisa pícara.

– ¡Hola, Marta! ¿Cómo has podido salir de la oficina? –le interrogué.

– ¡No me digas que te has quedado esperándome! –respondió despreocupadamente.

– ¡Sí! ¡Dijiste que ibas al baño!

– Me encontré en el pasillo a Evaristo ¡Hacía mucho tiempo que no le veía! –me informó Marta.

– Os conocíais? –quise indagar sorprendido por esa relación.

– ¡Sí! –dijo muy segura de sí-. Defendió a mi hermano Javier en un caso de tentativa de homicidio en Toledo.

– ¡Ah! ¡No lo sabía! –le respondí mientras observaba a Evaristo mirando hacia abajo como si tuviera algo de lo que arrepentirse: él no me había dicho nada anteriormente.

– ¡Sí, Luis! Me he encontrado con Marta cuando salía de mi despacho y me he ofrecido a acompañarla a la calle. ¡Creía que tú ya habías salido del bufete! Pregunté a Lucía y al no decirme nada, salimos del despacho –se excusó Evaristo.

– Yo estaba en la sala esperando a que Marta saliese.

– ¡Discúlpame, Luis! Nos pusimos a hablar y no caí en decirle a Evaristo que quizás estuvieras esperándome –quiso aclarar Marta.

– ¿Y cómo has venido hoy al despacho, Evaristo? –escruté yo.

– Debía terminar un recurso de apelación contra un auto que desestimó una petición de libertad provisional.

– ¡Tenemos declaradas inhábiles todas las Navidades! –exclamé yo.

– ¡El cliente me insistió en que le enviase antes el recurso! Quería que su tío, el magistrado, lo revisase estos días –dijo Evaristo.

– ¡Pero si es juez de lo social! –señalé yo sorprendido–. ¿Dónde tomarás las uvas? ¿No te has ido a La Coruña?

– ¡Pues no! Llegué tarde para comprar el billete de tren y ya sabes que no me gusta viajar en avión –aclaró Evaristo.

– Bueno, Evaristo, pues yo iba a celebrar el fin de año solo en mi hotel. ¿Te unes? Hay un delicioso menú esta noche y con buenos vinos –dije yo invitándolo.

– Discúlpame, Luis, pero he invitado a cenar a Marta –reconoció Evaristo.

– ¡Ah! –esbocé, intentando ocultar mi asombro.

Me quedé pensando en la curiosa pareja que tenía ante mi. Evaristo vivía a escasos pasos del bufete, al final de la calle Villanueva frente al Museo Arqueológico. Era un solterón de cuarenta y dos años, excelente penalista y muy entregado a la profesión, nunca era tarde para él.

Tenía un acento gallego que me recordaba al de Rajoy. A veces, tenía horarios intempestivos como el de hoy: nadie lo esperaba y allí estaba.

Claro, que hoy parecía tener otras motivaciones distintas a su gran vocación por la abogacía aunque él me hubiese manifestado que su presencia en el bufete era justificada por un recurso cuyo plazo de vencimiento estaba suspendido por la célebre reforma de la LOPJ del Gobierno de Sánchez.

Cuando aún no había terminado mi reflexión, paró junto a nosotros un Porsche panamera, se bajó la ventanilla del conductor y Evaristo lo saludó diciendo en voz alta:

– ¡Subimos ya, Vladimir!

Me quedé contemplando a Evaristo, que cogió de la mano a Marta, subiendo ambos a la parte trasera del deportivo.

Me sonaba mucho la cara del conductor… ¡Sí! ¡Era Peljevic! Era el cliente búlgaro que recientemente había salido en libertad provisional y al que no veía desde hacía meses cuando lo visité junto a Bermejo en Soto del Real.

Me sorprendió todo lo acaecido hasta ese momento. Bajé hacia Serrano y el frío parecía congelar mi cabeza. Bien pertrechado con mi abrigo azul, con el cuello subido y la mano derecha asiendo mi maletín negro, me encaminé hacia mi hotel observando las ventanas iluminadas de los edificios de Serrano y los adornos navideños que colgaban de una fachada a otra.

Pasaban algunos coches, muy pocos.

Crucé hacia la Puerta de Alcalá y al entrar en mi hotel, Armando, como siempre muy cordial, me saludó:

– ¡Don Luis, buenas noches! ¡Feliz fin de año! Tengo un sobre para usted.

Abrí el sobre. No era habitual, más bien extraordinario, que me dejasen notas en recepción. La misiva decía:

¡Le esperamos en el Four Seasons!

Primera planta, salón Ava Gardner.

Marta

Entre la sorpresa, la alegría –algo había en esa mirada de ojos verdes y claros– y lo incógnito, me apeteció salir corriendo a la calle y tomar un taxi hacia el Four Seasons. Era ya plenamente consciente de que esa noche sería muy divertida e intrigante a la vez.

El taxi se paró junto a la elegante fachada iluminada del hotel con su famoso gran árbol de navidad en la esquina junto a la tienda de Hermès. Un botones muy solícito me abrió la puerta al llegar y amablemente me acompañó a la puerta giratoria.

– ¡Por aquí, señor! ¡Le esperan en el salón Ava Gardner! –dijo muy seguro.

– ¿Cómo sabe usted que voy allí? –le interrogué algo extrañado.

– ¡Nos han avisado para que le recogiésemos a su llegada! –me aclaró.

Al llegar a la primera planta y abrirse las puertas del ascensor, el empleado se disponía a acompañarme pero dos fornidos individuos con aspecto de guardaespaldas advirtieron al botones:

– ¡No se preocupe! ¡Le acompañamos nosotros! –expuso uno de ellos muy seguro de sí.

Unos metros más a la derecha había una puerta entreabierta de la que salía una música que me traía gratos recuerdos:

Cést si bon, de partir nímporte oú

Bras dessus bras dessous, en chantant des chansons

Cést si bon, de se dire des mots doux

Des petits rien de tout, mais qui en disent long

Vi a mi colega Evaristo Bermejo vestido de esmoquin y a su lado, Peljevic, idénticamente trajeado pero con una chaqueta cruzada en vez de la de una fila. Junto a ellos, Marta, ya sin su abrigo, luciendo sus bonitas piernas; y la que me presentaron como María Fernanda, su hermana.

Una camarera con acento rumano a la que recordaba de haberme servido en el bar del hall, se acercó a mí con una bandeja repleta de copas de champán helado. Al tomar mi copa, note el frío en mis dedos y me quedé mirando los ojos celestes de Roberta.

Probé un sorbo de Mumm mientras Fernanda entregaba su abrigo color crema a un camarero dejando lucir su esbelta figura con un vestido negro ceñido. Tenía una melena castaña con betas rubias y su intensa mirada me hipnotizó durante unos instantes, sintiéndome turbado sin saber qué decir.

Pensaba en qué hacía yo ahí, en ese elegante salón del Four Seasons a las once de la noche del treinta y uno de diciembre. Ahora oía a John Coltrane, interpretado por un pianista negro que me recordaba a la película Casablanca. Peljevic seguía charlando con Evaristo y se había unido a ellos un señor muy mayor con un monóculo y apoyado en un bastón.

Fernanda me sonrió y me dio las gracias por haber aceptado la defensa de su hermano y su padre.

– ¡Por fin hemos encontrado un buen penalista que acepte la defensa de Javier y mi padre! Muchas gracias.

– ¡Es mi trabajo! ¡No sé decir que no cuando se trata de un caso interesante! –respondí pensando en la generosa minuta.

– ¡Pues este caso tan interesante para usted nos ha dado las navidades!

– ¡No parece que lo estéis pasando muy mal esta noche! –le repliqué

– La fiesta ya estaba preparada con antelación, la había organizado mi padre –aclaró Fernanda.

– ¿Por qué crees que la Policía sospecha de ellos?

– Afirman que Javier y mi padre hicieron los seguimientos del abogado Díaz-Ríos antes de que lo mataran. Dicen haber localizado la posición de sus móviles esos días y en unas concretas horas por las antenas de telefonía móvil. Es absurdo –se quejó la hija de mi cliente.

– La prueba del posicionamiento de móviles es un indicio probatorio muy endeble si no tienen nada más. Si sólo tienen eso, prepararemos un buen informe pericial que lo tumbe –especifiqué muy seguro de mi mismo.

– El inspector parece tener algo personal contra mi padre y mi hermano.

Observé que seguían llegando más invitados a la fiesta. Los últimos en entrar fueron una chica mulata y un joven alto y pelirrojo: parecían Meghan y Harry. Sonaba en ese momento “The continental” cantado por una joven rubia con acento americano que se contorneaba haciendo brillar aún más su vestido azul eléctrico.

It´s something daring, The Continental  

A way of dancing that´s really ultra new

Me acerqué con Fernanda al bufé y me aparté en mi bandeja media docena de ostras y un cuenco con ensalada de bogavante. Nos sentamos en una mesa alta y mirándonos a los ojos fijamente tomamos un largo sorbo de champán helado.

Las ostras estaban deliciosas y fresquísimas. Hacia poco que había vuelto a tomarlas: durante años fui incapaz de probar una. Ahora, sin embargo, es uno de mis manjares favoritos.

Marta se acercó a nosotros y nos dijo que Philip Carter, el señor mayor del monóculo, quería hablar conmigo sobre mis nuevos clientes. Le dije que iríamos a su sofá en un par de minutos.

– No Luis, desea hablar contigo a solas –dijo contundente Marta

– Muy bien, iré yo solo.

– No tardes, por favor.

– OK.

Fernanda seguía sonriéndome con una mirada que me recordaba la de una antigua novia mexicana. Era una mirada fresca, intensa, retadora, sensual. Sus ojos verdes se clavaban en los míos. Tome un último sorbo de champán y me despedí de ella para atender el requerimiento que me habían efectuado.

Cuando me encaminaba hacia el rincón donde me esperaba Philip, me paró Evaristo cogiéndome por el brazo y me susurró al oído:

– Luis, Philip te va a hablar de dinero –me dijo en un tono misterioso.

– ¿Dinero? ¿Para proponer una fianza al juez instructor?

– ¡No, es sobre tu minuta! –aclaró Evaristo.

– Ya me han pagado los honorarios iniciales esta noche. Acaban de enviarme el justificante de la transferencia –le participé yo

– Le has pedido muy poco, dice Philip.

– ¡Ah! Creía que me iba a decir lo contrario –respondí aliviado.

Me aproximé al sofá de Philip y en ese momento se levantaron Peljevic, que me hizo un saludo inclinando la cabeza, y una chica mucho más joven que él de rasgos esclavos. Philip Carter me estrechó la mano y me hizo un gesto para que me sentase.

– Señor Romero, creía que por su caché usted iba a pedir más dinero.

– Bueno, cien mil es una buena cantidad para comenzar.

– Tenemos todos mucha confianza en usted. Aurelio y Javier deben salir pronto. Ellos llevan las riendas del negocio y no creo que aguantemos más de dos meses sin ellos. Nuestro fondo de inversión tiene unas peculiaridades que sólo ellos conocen a la perfección –me respondió el señor Carter.

– En estos casos nunca se sabe. Lo mismo están semanas, meses, incluso hasta el juicio. Yo iré a ver al juez el martes tres de enero. Me ha dicho el letrado judicial qué estará en su despacho hasta media mañana –le informé.

– Facilíteme su número de cuenta en esta tarjeta. Le haré una transferencia esta misma noche por el doble de la cifra que ya le han pagado. Confiamos mucho en usted. Cuando consiga su libertad, le ingresaremos medio millón más. Soy el contable de la sociedad –dijo sonriendo.

No podía creerme lo que acababa de oír. Hacía tiempo que no me encargaban un caso con esos honorarios.

– Muchísimas gracias, Philip. Le agradezco que valoren tan alto mis servicios.

Alzó su copa de espumoso y brindamos, tomando yo un largo sorbo a la misma vez que pensaba en un nuevo destino para mis vacaciones en la primera semana del año. Saldría de España e iría a un lugar cálido: Miami Beach estaría bien… Miré el reloj y ya eran las 23:45. Pronto brindaríamos por el nuevo año. La música había parado.

Me acerqué a Fernanda y a Marta, que en esos momentos cogían un bol con uvas verdes de una mesa, haciendo rebozar sus copas de nuevo a la vez que reían.

– ¡Chin, chin, abogado!

– ¡Chin, chin! –les respondí.

Vi como Marta miraba con un gesto de angustia hacia la puerta de entrada, me giré y en ese instante vi entrando a varios policías uniformados seguidos de otros de paisano. Se acercaron a Peljevic y entonces advertí que el búlgaro me hacía un mueca reclamando ayuda.

– ¡Buenas noches, soy abogado! –dije dirigiéndome al inspector.

– Vamos a detener a Vladimir por un delito de estafa agravada y blanqueo de capitales por más de cien millones –me informó el inspector.

Le pusieron las esposas y le cogieron por los brazos.

– ¿Va a asistirle usted? No se moleste en acompañarnos porque hasta mañana, sobre las once, no le tomaremos declaración –me dijo en tono imperativo un subinspector.

– Que lo hayan detenido, no quiere decir que esté aislado. Quiero hablar con él al llegar a comisaría –reclamé yo.

– Tendremos que preguntar al jefe –me respondió el subinspector.

Evaristo Bermejo estaba a mi lado y me dijo que él iría a comisaría para que yo siguiese en la fiesta. Mientras tanto, la gran pantalla en la pared indicaba que pronto comenzarían a sonar las campanadas del nuevo año. Segundos después, todos tomaban las uvas atropelladamente.

Yo no me tomé las uvas. En esos momentos, constaté que los penalistas no disfrutamos de vacaciones a pesar de que los medios de comunicación han publicado en grandes titulares que gracias a la inhabilidad de las fechas navideñas, todos los abogados tendríamos vacaciones en Navidades: “Justicia da vacaciones a los abogados en Navidad: será periodo inhábil”.

Yo había tenido que quedarme en Madrid en fin de año y de seguir así, debería acortar mi viaje a Miami. Por un momento, pensé en las playas de arena blanca de Bill Baggs junto al faro del Cabo de Florida y su cielo inmensamente azul.

El champán hacía que me cayese de sueño. Sólo pude decirle a María Fernanda que quedaba invitada a desayunar en mi hotel a la mañana siguiente. Medio aturdido, bajé las escaleras hasta el hall y el chico de la puerta me ofreció el Mercedes negro estacionado a la salida para regresar a mi alojamiento.

Por el camino iba pensando que ya podría comprar esa finquita en mi pueblo. Estos honorarios me permitirían dar una buena entrada. Allí en la sierra me despejaría de vez en cuando de la jornadas interminables del bufete y de las idas y venidas entre Madrid y Sevilla.

La voz del chófer me hizo despertar y comprobar que ya íbamos llegando a mi destino. Al fondo vi la Puerta de Alcalá. Poco después, se abrieron las puertas automáticas de mi hotel. Vi en la recepción a Jorge y a un señor de pie junto al mostrador. Di las buenas noches y cuando me disponía a dirigirme al ascensor, me llamó la atención ese caballero diciéndome con acento inglés:

– ¡Don Luis, buenas noches! –y largando su mano para saludarme, me dijo a continuación:

– Soy George Roosevelt, socio de Aurelio Sainz. Sólo quería decirle que todos confiamos en su experiencia y sabemos de sus contactos para que pueda conseguir cuanto antes la libertad de su nuevo cliente. El dinero no será ningún problema ni para sus honorarios ni para pagar cualquier fianza que pueda exigir el juez, por muy alta que ésta sea.

No me esperaba este último encuentro justo antes de subir a mi habitación. Además, me preguntaba como habría sabido este individuo que yo me alojaba en el JW Marriots.

Creo que debería preocuparme por si me estuviesen espiando, pues al no ser que mi colega Bermejo hubiera hablado más de la cuenta, sólo podrían haber localizado mi ubicación en Madrid porque me hubiesen seguido al salir del bufete en dirección al hotel.

A veces, hay casos que antes de aceptarlos deberíamos pensar en qué medida recortan nuestra libertad.

¡Qué suerte tienen mis compañeros disfrutando de sus largas vacaciones de Navidad!

Nota del autor:

El texto que acaba de leer es un relato de ficción y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

Sevilla, 4 de enero de 2022.

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