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Bajo el destello azul de la torre de Telefónica

Bajo el destello azul de la torre de Telefónica
El autor de esta columna es socio director de Luis Romero Abogados y doctor en Derecho Penal.
03/5/2023 06:30
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Actualizado: 02/5/2023 19:13
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Era tarde pero ni siquiera quería mirar el reloj, así que seguí aproximándome a la librería aún sabiendo de mis escasas posibilidades para adquirir ese libro sobre Picasso.

Todavía estaba abierta la puerta y a través de sus ventanales había visto a varias personas en el interior, quizás quedaran unos minutos antes del cierre definitivo; una muchacha elegante se inclinaba sobre uno de los expositores en la entrada.

Deseaba disfrutar de esos momentos en los que rodeado de libros el tiempo se para, uno se libera de sus cargas y la imaginación vuela plácidamente.

Pero no tuve suerte, el ejemplar estaba en la primera planta y ésta estaba ya cerrada.

Mañana podría regresar a primera hora y así examinaría otras obras sobre el genio malagueño.

Había llegado allí paseando por la ancha acera izquierda de la Gran Vía en dirección a Callao moviéndome entre la gente, sorteando a grupos de dos, tres y muchos más tras contemplar la torre de Telefónica teñida de azul y su reloj en lo más alto.

Eran las ocho y media de la tarde y la temperatura primaveral invitaba a estar en la calle, yo embobado allí abstraído por el resplandor azul. No hacía calor e incluso alguna bocanada de aire en el rostro animaba a celebrar una noche tentadora.

Ya de vuelta en dirección a Cibeles, no dejaban de venir recuerdos a mi memoria en cada palmo de esa gran avenida bajo una bóveda estrellada.

Como ese día de agosto en el que salí del bufete y me encaminé hacia Lhardy para comer con mi compañero José María.

O ese otro día de principios de julio, ya casi de vacaciones, en mi primer año en Madrid, cuando no quise quedarme en mi hotel abandonando la noche y comencé a caminar distraídamente hacia Plaza de España pendiente abajo tras tomar un par de zumos helados de unos tarros sumergidos en nieve junto a la cortina de agua que caía desde las alturas.

Tardes de ocio y tardes de trabajo, siempre acompañado por otra gente alrededor, encaminándonos hacia un destino que a veces deseamos cambiar. Madrid nos acoge como si siempre hubiésemos estado en la ciudad.

Tardemos más, tardemos menos, nos encontramos cómodos bajo su cielo protector.

Tras un día intenso, no quería recogerme aún.

No cenaría, deseaba tomar una ducha caliente y tenderme en la cama sin pensar.

Ayer, tras la reunión a media mañana a las afueras, regresé al centro. Había quedado en el «hall» del Four Seasons antes de ascender a la séptima planta para comer disfrutando de la luz que se adentraba por los amplios ventanales.

Un vino muy frío servido en una copa de fino cristal empaña el vidrio y enfría las yemas de mis dedos envuelto en la conversación con mi invitado tratando de viajes lejanos, atractivas experiencias, pleitos y juicios curiosos, jueces amables y jueces ariscos, y de casos cuya realidad supera la ficción.

Es el descanso tras una larga mañana en la que las cosas han salido mejor de lo que imaginaba, una comida en la que celebraba esas buenas noticias que se sucedieron una tras otra.

En la mejor compañía, reflexioné sobre un verano que no tardará en llegar, un curso judicial en el que ya ha sucedido lo más importante aunque alguna sorpresa aún restará.

«Veía a esa gente joven que se está formando ahora en unos estudios que requieren mucha dedicación con el entusiasmo de quien confía en su futuro»

Me siento cómodo con la gente en Gran Vía pero también deambulando solo de Callao a Cibeles y de Cibeles a Puerta de Alcalá.

Han pasado ya quince años desde aquellos días en Carrera de San Jerónimo, en el Palacio de Miraflores, pero aún percibo esos instantes y esas sensaciones en la capital como si fuesen los del primer día, deseoso de triunfar.

Hoy me dirigía por la calle de Alcalá en dirección a Gran Vía 6, a la altura del Ayuntamiento, cuando un joven me preguntó por el edificio de la Bolsa y vino a mi memoria aquel día que paseaba yo ante ésta antes de mi primera entrevista de trabajo.

Poco después, tras cruzar el Paseo de Recoletos y observar a mi derecha el esqueleto de las Torres de Colón, me llamó la atención una colega con la que había quedado poco después en mi despacho.

Caminamos juntos hacia allí recordando aquellos días en los que intervenimos en un importante proceso, caso llevado en mis primeros años en Madrid y en el que participé gracias a ella, abogada de Madrid y Londres.

A la vuelta y antes de mi última reunión, aproveché unos minutos libres para desayunar en una mesa de un café frente al IEB-Instituto de Estudios Bursátiles, en Alfonso XI.

Veía a esa gente joven que se está formando ahora en unos estudios que requieren mucha dedicación con el entusiasmo de quien confía en su futuro.

Seguí hacia el número 20 de Alfonso XII junto al Petit Palace.

Allí recordaríamos Ricardo y yo momentos compartidos juntos en una luminosa sala con vistas al Retiro, el Central Park de Madrid.

Al salir, en paralelo al parque, antes de llegar a mi hotel para recoger mi equipaje, concluí que basta un día y medio en Madrid para recorrer una parte importante de nuestra vida.

Al fin y al cabo, ¿qué es lo que percibimos en esos momentos?

Es un conjunto de sensaciones que provienen de nuestra contemplación, de nuestros sentidos, que hacen que nuestra mente divague, ayer en la noche de los tiempos, hoy en el luminoso mediodía en el que he estado tan cerca del Museo del Prado y cuya visita dejaré para la próxima vez para volver a deleitar el arte de los grandes maestros e interpretar una vez más su captación de la vida, la belleza, el alma, los sentimientos, la quietud y la tempestad.

Al bajar del taxi en Atocha y asir mi maleta, me pregunté: ¿qué ha cambiado entre aquellos primeros viajes en los que ansiaba ejercer en la capital de la justicia y hoy que vuelvo a marcharme para volver otra vez?

No es un olvido, pues de nuevo recuerdo.

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