José Roberto Morales y Alcira Susana Calvito secuestraron al joyero Andrés Crespo Arias, que sufrió un ataque al corazón. En vez de llamar al Emergencias, lo descuartizaron. Foto: Telemadrid.
El crimen del joyero descuartizado: «Lo maté por inercia»
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29/8/2023 06:35
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Actualizado: 30/8/2023 11:39
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Los argentinos José Roberto Morales y Alcira Susana Calvito secuestraron en 1995 al joyero Andrés Crespo Arias, un adinerado ejecutivo en paro del ramo de la joyería y presidente honorario de la Asociación Sindical de Representantes de Comercio de Madrid.
El problema es que a Crespo Arias le dio un ataque al corazón. Y en vez de llamar a emergencias, Morales decidió descuartizarlo. Una historia que cuenta Carlos Berbell, director de este diario digital, en su libro «CSI, casos reales españoles«, publicado por La Esfera de los Libros en 2003.
Por su interés con la actualidad, publicamos este caso que el inspector jefe de la Policía Nacional, Jaime Barrado, resolvió gracias al amor que Alcira Susana Calvito sentía por sus dos perros de raza Huskey.
Así fue la historia.
EL JUICIO
“Lo único que pensaba es que tenía que sacarme ese cuerpo de ahí. Cuando yo verdaderamente me di cuenta de lo que hice, me desesperé. Yo no lo hice ni pensando. Lo hice por inercia. Cuando me di cuenta de eso me dije: ‘a lo que llega un ser humano’”.
Se supone que las palabras de José Roberto Morales Gómez, un argentino de 54 años, debían sonar sensibles y humanas. Las de un hombre compungido y arrepentido por lo que había hecho.
Pero el efecto, en la sala del piso bajo de la Audiencia Provincial de Madrid, en la calle Cartagena, abarrotada hasta arriba de público y periodistas aquel 27 de octubre de 1997, fue el contrario.
Denotaban una frialdad escalofriante. La de un psicópata.
Morales había admitido poco antes haber troceado en 33 partes el cuerpo de Andrés Crespo Arias, de 45 años y 1,87 de estatura.
“De niño, en Argentina, era muy aficionado a la caza mayor y yo mismo descuartizaba las piezas”, explicó esposado y debidamente trajeado de gris ante el tribunal presidido por Miguel Hidalgo Abia.
Los tres magistrados, al igual que el fiscal, los abogados defensores y los letrados de las acusaciones particulares –abogados que ejercen de fiscales privados contratados por las familiares o personas allegadas de la víctima-, tenían todos presente en su memoria una foto en color que figuraba en el sumario a tamaño folio.
En ella aparecía expuesto, sobre una mesa cuadrada enorme, lo que quedaba del joyero. En el lado superior izquierdo se podía ver la cabeza calva del hombre junto a las dos manos cortadas. Debajo toda la materia cárnica. En el lado derecho estaba el esqueleto.
Difícilmente un carnicero profesional lo hubiera hecho mejor.
Una imagen como esa hubiera sido dinamita pura ante cualquier jurado popular. Sólo con que el fiscal la hubiera mostrado, José Roberto Morales y su cómplice, la también argentina Alcira Susana Calvito de las Bárcenas, de 45 años, su pareja de hecho durante los últimos años, habrían aumentado sus probabilidades de condena. En Estados Unidos hubieran sido carne de corredor de la muerte.
Una mente normal no podía encontrar ninguna justificación a esa barbaridad. Tuvieron suerte. Al haber sucedido los hechos en 1995, un año antes de la entrada en vigor de la Ley del Jurado, le correspondía enjuiciar el asesinato a un tribunal de tres magistrados, más habituados a casos como ese.
EL ASESINATO HABÍA SIDO POCO MENOS QUE «UN ACCIDENTE», SEGÚN MORALES
Acertada o equivocada, esa actitud de falsa franqueza fue la que adoptó Morales desde que comenzaron a interrogarlo. Trató de convencer a todos los presentes que el asesinato de que le acusaban en realidad había sido poco menos que “un accidente”.
“Cayó deslomado en una silla y se dio un golpe en la cabeza. Al verle muerto sentí miedo”, declaró. Por eso arrastró el cuerpo, que estaba en el salón de la planta baja hasta el baño, donde procedió a descuartizarlo.
Para él, Andrés Crespo Arias era ya cadáver cuando hincó en su cuello su cuchillo de despiezar reses. No quería ir a la cárcel y eso le animó a improvisar un plan para deshacerse del cadáver.
¿Fue como él explicó? La ciencia médica y los investigadores policiales demostrarían que no.
Alcira Susana Calvito y José Ramón Morales habían llegado a España en marzo de 1994 y se habían establecido en un chalet de la calle Jazmín, 28, en el Soto de la Moraleja, uno de los barrios de clase media alta situado en el pueblo de Alcobendas, al norte a las afueras de Madrid.
Por ello pagaban 325.000 pesetas mensuales (1.953,29 €) a la propietaria, la Sociedad Hidafa, S.A., con la que habían suscrito un contrato por dos años.
“La relación que Alcira Susana Calvito tenía con José Roberto Morales era de sumisión; era una relación sadomasoquista”, según los psiquiatras que analizaron a la pareja
La mujer era morena, delgada, con un cierto atractivo personal. Gustaba de pregonar que tenían mucho dinero y daba muestras de poseer una gran pasión: los perros. Poseía dos preciosos huskies –perros esquimales- de ojos transparentes. El hombre, en apariencia cortes, de modales atildados, era de talla media y delgado. Desde hacía tres años compartían sus vidas como pareja de hecho, aunque su relación era muy anterior.
Habían vivido unos meses en París a lo grande, después en Barcelona y por aquel entonces habían decidido probar suerte en la capital de España.
Les quedaba bien poco de la herencia familiar que Alcira Susana había recibido tras la muerte de sus padres, con los que había estado muy unida. La suya era una historia triste, según contó después a los psicólogos y psiquiatras forenses que la estudiaron.
Relató que durante más de diez años se había dedicado a cuidar a su padre, Héctor Calvito, hasta que murió de una larga enfermedad renal. En esos últimos años del progenitor su madre, María de las Bárcenas, desarrolló, de un modo acelerado, la enfermedad de Alzheimer; a su hermano menor también le diagnosticaron un tumor cerebral.
Era inevitable que Alcira Susana terminara en el psiquiatra durante un periodo continuo de siete años. Se sentía perdida, explicó, y no le encontraba sentido a la vida. Fue entonces cuando conoció a José Roberto Morales, un hombre nueve años mayor que ella, que le brindó todo aquello que necesitaba como recuperar la estabilidad emocional: protección, seguridad y firmeza.
¿TODO UN CULEBRÓN INVENTADO? NO HUBO FORMA DE COMPROBAR SU VERACIDAD
Al psicólogo forense, el doctor Enrique Esbec, y al psiquiatra Santiago Delgado, quienes quienes estudiaron a la pareja por separado, no les quedó ninguna duda sobre cuál era su tipo de unión: “La relación que Alcira Susana Calvito tenía con José Roberto Morales era de sumisión; era una relación sadomasoquista”.
“A Morales se le puede definir como un hombre frío, insensible, calculador, impulsivo, con un gran autocontrol, agresivo, peligroso y violento. Es un psicópata adaptado que conoce bien las técnicas de la relación social y que posee un atractivo superficial. Tiene buena inteligencia, no sufre trastorno psicótico alguno, es inconstante, insincero, le falta la vergüenza o el remordimiento y es incapaz de aprender con la experiencia. Posee rasgos narcisistas y se siente ajeno a las consecuencias sociales de su comportamiento”.
Como prueba de su potencial de peligrosidad, Esbec relataba cuál era la relación que Morales tenía con los demás internos del módulo 3 de la Prisión de Alcalá-Meco, al este de Madrid donde “en su presencia nadie levanta la voz ni nadie plantea problema alguno, a pesar de ser Morales el responsable del economato y de vivir en su celda solo, donde todo guarda un perfecto orden y una obsesiva limpieza, lo que extiende a su manera de vestir y de estar, tal como ha podido comprobar este perito”.
Del pasado de Morales en Argentina se supo poco. Según sus propias palabras, había sido miembro de la Policía Federal de su país. Solía alardear de ello; mostraba un carnet de ese cuerpo de seguridad. Tres meses antes del asesinato se entrevistó con José Segura Nájera, el padre de Anabel Segura, desaparecida dos años atrás, para ofrecer sus servicios como experto en secuestros; no interesó.
Las indagaciones de Interpol, sobre este extremo, fueron negativas: “No existe constancia de que José Roberto Morales haya pertenecido a ninguna organización policial de Argentina”. Nunca fue policía. Pero daba el pego, y eso era todo lo que importaba. El mundo se mueve por las apariencias, y en eso él era un maestro.
NEGOCIO FALLIDO
La primera intención de la pareja de argentinos a su llegada a Madrid parece ser que fue la de abrir un negocio para ganarse la vida de una forma decente. Con el poco dinero que les quedaba en agosto de 1994 arrendaron un local comercial en la calle Alenza, 30, a nombre de una sociedad limitada: Leónidas y Chips.
Apostaron por un concepto nuevo de negocio, una cafetería provista de charcutería y comidas preparadas a la que bautizaron con el nombre de Cafetería Chips Charcutería.
Luis Ramos, un contratista, se encargó de hacer la reforma al local, que costó de 20 millones de pesetas (120.202,42 €), de los que nunca vio una peseta.
El negocio fue inaugurado en noviembre de 1994. Contaban con seis empleados. Les fue tan mal que a principios de enero tuvieron que cerrar y despedir a todo el mundo sin pagarles ni una peseta. No tenían. Por entonces dejaron de abonar las mensualidades por el chalet.
Pasados dos meses la inmobiliaria comenzó a reclamárselas.
– Estamos esperando que nos envíen un millón de dólares por la venta recién de una plantación de té que tenemos en Argentina. Es cuestión de días –explicaba Alcira Susana.
La situación se hizo insostenible. De acuerdo con un vecino, la relación entre ambos se fue deteriorando. Ella se mostraba crispada y humillaba en público a Morales, que adoptó una actitud introvertida y huraña. La mujer empezó a prostituirse con señores de mediana edad. Era muy buena en las relaciones sociales. Se notaba que había tenido una buena cuna familiar o que era una excelente actriz.
LOS DOS SABÍAN QUE TENÍAN QUE ENCONTRAR UNA SOLUCIÓN. ¿CUÁL? UN SECUESTRO
Fueron varios los contactados, pero el elegido resultó ser Andrés Crespo Arias, un manchego natural de Membrilla, Ciudad Real, que se había hecho a sí mismo. A los 20 años había emigrado a Madrid con sus padres y sus dos hermanas. Era un hombre muy trabajador, de carácter extrovertido y jovial, poseedor del don de gentes. Por ello se había dedicado con bastante éxito a la venta, hasta llegar al puesto de director comercial de Vadacris, una fábrica de joyas de la que había sido despedido en enero de ese año debido a un ajuste de plantilla.
Crespo gustaba –quizá ese fue “su pecado”- de alardear de su posición social con algunas mujeres que no debía, como Alcira Susana. Estaba orgulloso de lo que había conseguido. Vivía en un confortable apartamento del número 8 de la calle de Potosí, no muy lejos del estadio Santiago Bernabéu. Poseía dos automóviles, un Mitsubishi Montero y un Volkswagen Golf, y una moto Yamaha.
Y tenía como compañera a una atractiva mujer, María Soledad Moldes Alonso, de 44 años, con la que vivía como pareja de hecho. No tenían hijos.
Dinero en el banco tampoco le faltaba.
Desde que Alcira Susana Calvito le conoció, a finales de 1994, siempre tuvo la impresión de que “nadaba en plata”. Fue fruto de la casualidad. Las oficinas de ASIRCOM lindaban con las de la charcutería-cafetería de los dos argentinos. Era imposible que a la mujer le pasara desapercibido un hombretón de 1,85, bien vestido, que exultaba seguridad y prosperidad por todos los poros de su piel.
Se enteró de que era el presidente de esa asociación y también director comercial de una fábrica de joyas, dos datos que almacenó en su memoria para contactos futuros. Por si acaso los necesitaba. Y los necesitó.
Un día hizo por conocerlo. No fue difícil. Rápidamente hicieron migas. A la argentina se le daba bien sonsacar cosas sin que la otra persona se apercibiera. Dominaba el arte del juego social y de la conversación. ¿Podía tener Andrés Crespo una fortuna de un millón de dólares? Por descontado, pensó. Era la pieza que andaban buscando.
LA TRAMPA
La mujer sabía cómo hacerse desear por los hombres maduros, y Andrés Crespo lo era. Ella tampoco era una jovencita. Igualaba en edad a Crespo: 45 años.
A un primer encuentro, el 2 de abril, sucedieron varias llamadas telefónicas insinuantes y una cita final en una cafetería el 12 de abril de 1995, Miércoles Santo, a las 22.45.
No le costó mucho a Alcira Susana convencer al comercial de trasladarse a su casa para tener más intimidad. La idea de mantener relaciones sexuales con una mujer tan atractiva y distinguida como Alcira Susana se le antojó una propuesta irrechazable. Siguiendo sus indicaciones, llegaron a las 23.15, en el Mitsubishi Montero gris oscuro de su propiedad, al chalet de Jazmín, 28.
Crespo, al parecer, sabía de la existencia de Morales, pero Alcira Susana le había asegurado que no estaría en casa esa noche. Podían estar tranquilos y seguros, le dijo.
José Roberto Morales se tomó su tiempo. Dejó a la pareja un largo rato de tranquilidad. Cuando estuvo seguro del efecto sorpresa, irrumpió en la de matrimonio armado con una Pucara, una pistola de fabricación argentina del calibre 32 largo, y amenazó a Crespo..
El comercial joyero, que estaba desnudo, cedió a todos los requerimientos de Morales, de quien se estaba creyendo el número del marido engañado. No tardó mucho en darse cuenta de que aquello era una trampa de la que también participaba la mujer, que minutos antes había estado amando. A ella le entregó su tarjeta de crédito, expedida por Caja Madrid, y el número secreto, tras lo cual esta dejó la casa.
A los mandos del Mitsubishi Montero la mujer se dirigió a la calle Claudio Coello, donde a las 2.57 de la madrugada del 13 de abril trató de sacar dinero de un cajero automático de la cuenta de Crespo.
El comercial joyero, que estaba desnudo, cedió a todos los requerimientos de Morales, de quien se estaba creyendo el número del marido engañado. No tardó mucho en darse cuenta de que aquello era una trampa de la que también participaba la mujer, que minutos antes había estado amando
En la primera intentona la cantidad fue de 50.000 pesetas (300 €); el cajero se lo denegó. En la segunda bajó a 35.000 pesetas (210,35 €); volvió a denegárselo.
A la tercera, la de la vencida, le entregó las 35.000 pesetas requeridas la última vez. El reloj de su muñeca marcaba las 3 en punto.
Luego se dirigió a la calle Aguillón, en el distrito de Arganzuela, donde abandonó el vehículo, abierto y con las llaves puestas.
Cuarenta minutos después, a las 3.40, habiendo regresado a casa en taxi, obligaron a Andrés Crespo a hacer una llamada al domicilio de su hermana Eufemia, en Coslada, una ciudad dormitorio al este de Madrid.
– Femi, estoy secuestrado, estoy secuestrado –le dijo Andrés con tono aterrado.
– ¿Dónde estás? –le preguntó ella.
– No puedo decírtelo. Me van a matar… –fueron las últimas palabras que escuchó de su hermano antes de escuchar cómo se colgaba el auricular al otro lado.
A los dos minutos se produjo una segunda llamada. Esa vez la voz correspondía a la de un hombre con acento sudamericano. Argentino, quizá uruguayo.
– Andrés, su hermano, está secuestrado. Pedimos un millón de dólares, siendo el plazo máximo el día 18 de abril, martes. Siga las instrucciones. No avise a la Policía ni a amistades porque si no, lo matamos. No marquen el dinero porque si no, lo mataremos y extenderemos sus trozos por todo Madrid. Le liberaremos veinte días después de recibir el dinero, tras comprobar que no tiene ninguna marca.
Su hermana no sabía qué hacer. Presa de un enorme desasosiego y preocupación, llamó a María Soledad y le contó lo ocurrido. Por la reconstrucción de la rutina de Andrés en ese día, la compañera sabía que Andrés había dejado aquella tarde a María de los Ángeles Sánchez en el Hospital Clínico y a María Dolores Guerrero, en su domicilio; eran dos amigas. También se supone que había tenido una cita de trabajo con María Luisa Sánchez, con la que tenía que hablar de un negocio relacionado con la empresa de productos de limpieza Amway. Luego perdió su pista.
Ninguna de las dos mujeres hizo caso al secuestrador. A las 9.30 de la mañana se pusieron en contacto con la Policía, ajenas a la tragedia que se había producido a poco menos de 15 km de donde ambas vivían.
UN ASESINATO CON DESCUARTIZAMIENTO
“En hora no precisada del mismo 13 de abril, de acuerdo con el plan, José Roberto Morales propinó al secuestrado un fuerte golpe en la cabeza que le produjo un traumatismo craneoencefálico, localizado en la región frontal izquierda con repercusión de contragolpe en el hemisferio encefálico derecho que le dejó en estado de inconsciencia”, explica la sentencia, de la que fue ponente, su redactor, Alberto Panizo.
Cuando recibió ese golpe, Andrés Crespo, se encontraba en un estado de un intenso estrés. Tenía la certeza de que lo iban a matar, lo que desencadenó un infarto de miocardio. Fue en ese momento cuando Morales y Alcira Susana llevaron a Andrés Crespo al cuarto de baño.
La mujer se retiró a su habitación a dormir mientras Morales se encargaba de seccionarle el cuello con un cuchillo, separando la cabeza del resto del cuerpo. Luego desmembró el resto del cadáver, deshuesándolo, apartando con cuidado la carne del hueso, hasta reducirlo a tres montones manejables que introdujo en tres grandes y resistentes bolsas de viaje de color negro. Fueron varias horas de frenética actividad.
No fue un trabajo fácil que pudiera hacerse en tres minutos el terminarlo. Le llevó el resto de la madrugada y parte de la mañana.
A las 23.30 horas de ese día, Jueves Santo, llamaron a un taxi, que llegó conducido por Santiago Cirilo López. Al taxista le extrañó mucho todo. Los dos argentinos, las tres bolsas, que pesaban como “un muerto”, el destino…
Femi Crespo volvió a escuchar la voz del extranjero a las 17.30 del 14 de abril, Viernes Santo.
– Recuerde: el 18 abril expira el plazo de entrega de un millón de dólares.
Para entonces el caso ya estaba en manos de la Brigada Provincial de Policía Judicial –donde se encuadran los policías especializados en investigación-, a cuyo mando estaba el comisario José Antonio González, responsable también del “caso Anabel Segura”.
La mujer se retiró a su habitación a dormir mientras Morales se encargaba de seccionarle el cuello con un cuchillo, separando la cabeza del resto del cuerpo. Luego desmembró el resto del cadáver, deshuesándolo, apartando con cuidado la carne del hueso, hasta reducirlo a tres montones
González sabía quien era Morales, a través del padre de Anabel, que le había contado su ofrecimiento. Lejos estaba siquiera de sospechar que ese individuo era el cerebro y “el ejecutor” del secuestro del joyero que tenían entre manos.
La dirección de la investigación la asumió el inspector jefe Jaime Barrado, que entonces era el Jefe de Grupo I de la citada Brigada, especializada en secuestros, extorsiones y delincuencia organizada. “No pensamos que Andrés pudiera estar muerto. Trabajábamos con la tesis de que lo tenían retenido”, cuenta el inspector, que estableció un dispositivo continuo en la casa de Femi.
A lo largo de los cuatro días siguientes, entre el 15 y el 18 de abril, se recibieron más de una docena de llamadas más. Todas ellas fueron monitorizadas a través del conocido “circuito de llamadas maliciosas” de la compañía Telefónica, por el cual es posible determinar el origen de las mismas.
Pronto establecieron un patrón evidente: Las llamadas siempre se producían entre las 16 y las 21 horas, se hacían desde cabinas telefónicas y en un triángulo que comprendía las zonas de Plaza de Castilla, el Paseo de la Castellana, la calle de Pío XII, Españoleto, Esteban Terradas, López de Hoyos y General Arrando, en la zona centro-norte de Madrid.
La única posibilidad que tenían de atraparlos era desplegando un numeroso contingente de policías de paisano para que vigilaran, de un modo camuflado, todas y cada una de las cabinas desde las que podían llamar los secuestradores. Más de doscientos agentes de la Brigada Provincial de Policía Judicial y de los GEOs fueron movilizados para tal fin.
A punto estuvieron de tener éxito el 18 de abril en los locutorios del hipermercado Jumbo (hoy Continente), en el número 2 de Pío XII, tras una llamada realizada a las 18.50 de esa tarde.
“Se nos escaparon por un minuto. La señorita que los atendió nos pudo describir cómo era la pareja. El hombre era moreno, tenía en torno a 45 años de edad (se conservaba bien) y era de complexión fuerte. La mujer, de la misma edad, era delgada y tenía media melena clara o rubia. Los dos parecían argentinos”, relata el inspector a cargo de la investigación.
Poco menos de veinticuatro horas después, a las 18.50, Morales volvió a ponerse en contacto con Femi desde una cabina telefónica emplazada en la calle Almagro-Paseo de la Castellana en confluencia con Eduardo Dato.
En esa conversación Morales le preguntó a Eufemia que cuanto dinero había conseguido reunir. La hermana le dijo que 300.000 dólares pero que necesitaba una prueba de vida. El argentino le dijo que no era posible.
EL ARRESTO
El tiempo que estuvieron hablando posibilitó a los hombres de Barrado a identificar el lugar desde donde se estaba haciendo la llamada.
Tres agentes, dos hombres y una mujer, comprobaron que la descripción de la pareja que estaba colgada al teléfono encajaba con la que habían obtenido el día anterior de la dependienta de Jumbo. Actuaron con rapidez y contundencia.
Los dos secuestradores trataron de escapar. Morales trató de utilizar la pistola Pucara que llevaba encima, sin éxito. Alcira Susana trató de desprenderse de un folio manuscrito, tirándolo al suelo. En el bolsillo de Morales encontraron una nota incriminadora.
“FEMY: 672.25.74 – ANTONIO MARIA DE LOS DOLORES: 507.03.21 – LUIS. MUJER: 458.22.84, YA TIENEN EL 1.000.000 DE DOL? EN BILLETES DE 100 UNICAMENTE. LO QUIEREN A ANDRÉS CON UDS? 1.000.000 DE DOL. TENGAN CALMA, CONFIANZA, TRANQUILIDAD. TODO SALDRÁ BIEN. NO MARQUEN BILLETES, NO DENUNCIEN. NO SE CONFIEN EN CUALQUIERA PORQUE PUEDEN CREAR PROBLEMAS. PARA ENTREGAR EL DINERO TIENEN 24 H. ANDRÉS ESTÁ MUY BIEN, UN POCO PREOCUPADO, TIENE UNA HABITACION CON ASEO PARA ÉL SOLO”.
En el proceso de su arresto los dos argentinos se resistieron de un modo muy violento, a patadas y puñetazos, y profiriendo a gritos una catarata de insultos contra los policías.
Habían caído en la red.
José Roberto Morales y Alcira Susana Calvito fueron trasladados a los calabozos de la Brigada Provincial de Policía Judicial, situada en el barrio de Moratalaz, al este de Madrid.
Ninguno de los dos dijo nada más que su nombre y la dirección de su casa durante el interrogatorio. Morales se mostró particularmente hermético.
La clave para desbloquear el caso emergió durante el registro consiguiente que realizó la Brigada Provincial de Policía Científica al chalet, con asistencia de los GEO. En el jardín, en la parte posterior de la casa, descubrieron un agujero excavado de 1 metro de profundidad y una anchura de 70 centímetros. Estaba vacío.
Los de “la Científica” no encontraron nada en el interior, ni siquiera en el baño donde había sido descuartizado Andrés. El secuestrador se había tomado todas las molestias para borrar los rastros que pudieran incriminarles.
LOS HUSKEYS, LA CLAVE
Durante el tiempo que estuvieron en la casa al inspector jefe, Jaime Barrado, el jefe de la investigación, le llamó mucho la atención la pasión que Alcira Susana mostró por los dos huskies de su propiedad, a los que incluso besaba en la boca.
“Lo que sí encontramos fue un “post it” con el teléfono de Radio Taxi. Preguntamos si algún taxista había hecho un servicio en esa dirección en los días precedentes”, cuenta el inspector Juan Carlos Cuesta, el segundo de a bordo de la investigación. De esa forma entraron en contacto con Santiago Cirilo López.
– Sí, fue el 14 de abril. A las 11 de la noche. Eran dos argentinos, un hombre y una mujer. Sacaron tres bolsas negras enormes, que no me dejaron tocar, y las pusieron en el interior del maletero. Pesaban bastante porque el coche lo acusó. Los llevé a un lugar muy extraño: al kilómetro número 1 de la carretera de Guadarrama a El Molino, en plena sierra madrileña. Allí no había nada. Me dijeron que vendrían a recogerlos. Pagaron la carrera, que fue de 9.500 pesetas, y me volví a Madrid.
El lugar estaba en tierra de nadie. Lo único que llamaba la atención era que se encontraba a un kilómetro de la Academia de Adiestramiento Especial de la Guardia Civil, situada en el pueblo de Guadarrama, de 7.400 habitantes.
Varios testimonios de los vecinos de Morales y Alcira Susana ratificaron también la presencia del Mitsubishi Montero de Crespo el día de su desaparición y la llegada del taxi de López, al día siguiente, cargando las enormes bolsas, así como su regreso, la madrugada del siguiente día, en otro taxi.
John Peter Eric, uno de los vecinos, se refirió al humo de una fogata que el 14 de abril, el día siguiente al secuestro, los dos argentinos hicieron en el jardín. “Produjo un humo bastante oscuro y un olor inusual, nada agradable”, declaró más tarde.
Las indagaciones que hicieron por los establecimientos públicos cercanos al lugar donde el taxista les había dejado les condujeron al Bar Hostal Piquio, en la Avenida 18 de Julio de Guadarrama. El empleado del local, Luis Fernando Bartolomé, los reconoció y recordó que a las 4.30 de la madrugada del 15 de abril les había servido dos cafés cortados.
Otro taxista, Amalio Esteban Ruano, los recogió a las 5 de esa misma mañana y los llevó después a la madrileña estación de ferrocarril de Chamartín, al norte de la capital, desde donde cogieron otro vehículo público que les devolvió a Jazmín 28.
A los ojos de Barrado y de Cuesta todo pareció encajar a la perfección: Habían matado a Crespo, lo habían descuartizado y lo habían enterrado en algún punto cercano al lugar en el que el taxista les había dejado esa noche. Pero, ¿dónde?
El inspector jefe Barrado tuvo entonces una inspiración. Decidió jugar un órdago. Pidió que le llevaran a la sala de interrogatorios a Alcira Susana.
– Mire, sabemos que han matado a Andrés Crespo, que lo descuartizaron y que lo han enterrado en el campo, junto a la carretera de Guadarrama a El Molino. Es cuestión de tiempo que lo encontremos. Díganos dónde están los restos y terminamos con esto.
Alcira Susana guardó silencio.
– Eso que le he contado es la tesis oficial. Yo, personalmente, tengo otra. Creo que ustedes no lo enterraron sino que, tras despiezarlo, estuvieron alimentando a sus perros con carne humana durante varios días. Voy a solicitar una orden judicial para que me permitan abrir en canal a los dos huskies y así descubrir si han estado comiendo carne humana. Si se han comido a Andrés Crespo…
– Pero… Vos nos “podés” hacer eso.
– ¿Por qué?
– Porque…, porque no “tenés” derecho. Son dos perros…
– Que se han comido a una persona, a un ser humano.
– ¡No!
– Estoy determinado a hacerlo. Los perros tendrán que ser sacrificados –añadió el inspector jefe, mostrando una firmeza sin fisuras.
La frialdad imperturbable e inamovible de Alcira Susana comenzó a resquebrajarse.
Admitió que lo habían matado, que lo habían descuartizado y se avino a indicar el lugar en el que lo habían enterrado. Su único afán era el de tener la seguridad de que no sacrificarían a los dos huskies. Apreciaba más la vida de sus perros que la de los seres humanos, a tenor de los acontecimientos en los que se hallaba inmersa.
– Pero no voy a firmar ni a declarar nada.
Eso era irrelevante en aquel momento. Por encima de todo había que recuperar los restos de Andrés Crespo.
EN LA CARRETERA DE GUADARRAMA
Alcira Susana los condujo al lugar donde le habían enterrado, que no estaba muy lejos del sitio en el que les había dejado el taxista, en la carretera de Guadarrama.
La Policía Científica se hizo cargo de la inspección ocular, que comenzó cuando había entrado la noche, bajo potentes focos de luz artificial. El acta que se elaboró en el momento fue muy descriptivo: “Empezamos las tareas de desenterramiento del cadáver apareciendo de forma sucesiva el cuerpo descuartizado de un varón de piel blanca, saliendo en un primer momento el pie derecho, cortado a la altura del tobillo. Posteriormente, aparecieron los dos fémures, ambos descarnados, después la mano izquierda, el pie derecho, la mano derecha, varios trozos de tórax, un húmero, la tibia y el peroné, a continuación la cabeza, la cual se encontraba seccionada a la altura del cuello, y seguidamente fueron apareciendo los restos de vísceras y restantes partes del cuerpo”.
“Los restos se encontraban detrás de una pared de piedra de cantería y a una distancia aproximada de la carretera de unos doce metros y de la pared de un metro, cubierto todo por piedras de gran tamaño y volumen”.
El descubrimiento del cadáver transformó la actitud de los dos asesinos. Morales empezó a producir versiones diferentes y consecutivas de lo sucedido.
Explicó a la Policía que unos individuos llegaron a su casa en compañía de Alcira Susana y de Andrés Crespo, a quien después mataron. “A mi me obligaron a descuartizarlo y a enterrarlo”.
Poco tiempo más tarde admitió haber planificado el secuestro, aunque con la colaboración de la propia víctima: “Entonces surgió una discusión que se transformó en pelea. Golpeé a Andrés varias veces en la cabeza y cayó inconsciente. Comprobé que lo había matado sin querer. Para deshacerme de él lo descuarticé y lo sepulté”.
En el plenario del juicio aportó una nueva y definitiva versión: “Lo sorprendí con mi compañera en la cama. Nos peleamos. En ese momento se me ocurrió la idea de sacarle dinero a Andrés. Lo que pasó es que le dí un golpe y se murió”.
¿Cuál era la verdadera? Ninguna de ellas.
CAUSA DE LA MUERTE
El día 21 de abril, a las 10.30 los doctores del Instituto Anatómico Forense de Madrid, Andrés Bedate Gutiérrez, Juan Miguel Monge Pérez y Josefa Conejero Estévez, comenzaron a estudiar lo que había quedado del joyero Andrés Crespo, certificando algo que era innegable, incluso para los más legos en la materia: “Es de especial interés médico-legal la realización del descuartizamiento del cadáver. Revela un conocimiento profundo de las estructuras y de las relaciones anatómicas humanas”.
El objetivo de los tres doctores, desde el principio, fue el de descubrir de la causa de la muerte del joyero, que ya padecía una cardiopatía crónica.
Del estudio de los restos llegaron a la conclusión de que Crespo había sufrido “un infarto agudo de miocardio en evolución y cardiopatía isquémica crónica de leve intensidad en el momento de los hechos”. Aquellos resultados parecieron apuntar en la misma dirección de la tesis de Morales: “Se murió y después lo descuarticé”.
Pero fueron los también doctores Mariano Pérez Folgueras y la doctora Esperanza Núñez Peña, quienes elaboraron un detallado informe anatomopatológico del cadáver troceado, los que despejaron cualquier tipo de duda existente:
– El infarto como tal no produjo la muerte instantánea de la persona –declararon ambos en el juicio-. Cuando se le comienza a seccionar el cuello la persona estaba viva, sufriendo un infarto. Pudimos comprobarlo a través de los resultados, que muestran una afectación parenquimatosa de la hemorragia infiltrada en las muestras. Lo que significa que, habiendo hemorragia, y en consecuencia hematíes, el corazón está funcionando ya que la presencia de aquellos fuera del sistema vascular implica la existencia de una fuerza motora que los impulsa fuera del vaso sanguíneo, no pudiendo provenir tal fuerza más que de un corazón que late.
De acuerdo con el médico forense, José Antonio García Andrade, una de las eminencias en este campo, “tenemos que comprender que la muerte no es un acto, es un proceso. No se produce en un momento. Nos vamos muriendo poco a poco, como si se fueran apagando las luces de una casa, una a una. Saber si una persona ha sido descuartizada en vida no es difícil. Basta estudiar el tejido subcutáneo o el parénquima, el tejido noble de cualquier órgano, y ver si se ha producido una filtración de glóbulos rojos. Eso no sucede cuando a la persona que se descuartiza está muerta. Los muertos no sangran”.
Conclusión: Andrés Crespo Arias se encontraba con vida en el momento en que José Roberto Morales le separó la cabeza del tórax con un cuchillo. Lo que probaba que ese era el destino que habían proyectado los dos secuestradores para el joyero.
La “inercia”, como explicación de los hechos, no era en ningún modo una tesis creíble.
EL CEREBRO DE TODO FUE ELLA
Todos los que siguieron el juicio contra Morales y Calvito en su primera jornada salieron con la impresión de que el cerebro del secuestro y asesinato había sido el hombre; la mujer no había más que un instrumento en sus manos.
Era una impresión falsa. La Policía Científica hizo dos estudios al folio que incautaron a la mujer en el momento de la detención, uno grafístico y otro lofoscópico. Los dos, aportados al sumario, habían resultado positivos: el texto había sido escrito por su mano y en el mismo figuraba, al menos, una huella de la mujer. Su participación era más profunda de lo que se creía.
Sin embargo, fue el testimonio del inspector jefe, a cargo de la investigación, en el juicio el que centró las cosas en torno al papel jugado por Alcira Susana:
– Yo no tengo ningún género de dudas de que la acusada llevaba la voz cantante en los hechos. Fue ella la que eligió a la víctima. Fue ella la que la llevó a su domicilio. La que se informó de su situación económica. Fue ella la que escribió de su propio puño y letra la hoja en la que se pide el rescate de Andrés Crespo. Ella estaba junto a José Roberto Morales cuando este llamó a Eufemia Crespo la madrugada del 13 de abril pidiendo un rescate. Es una mujer muy, muy inteligente, capaz de engañar al mejor de los psiquiatras o al mejor de los psicólogos. Su único punto débil fueron los perros.
Los testimonios que prestaron este y otros agentes de Policía, que tomaron parte en la investigación, fueron impactantes. Alcira Susana quedó dibujada como una mujer mala cuya intención había sido, desde el primer momento, la de asesinar al joyero y quedarse con su dinero. Muy parecido al caso de Anabel Segura.
“La inexistencia en el domicilio de los procesados de infraestructura para mantener secuestrada a una persona un determinado período de tiempo; la rapidez con que se produce la muerte de la víctima (escasas cuatro horas desde su llegada al domicilio de los procesados); el hecho de que la víctima conocía perfectamente a la procesada y sabía la ubicación del lugar donde acontecen los hechos; es más: es él mismo el que se dirige en su automóvil en compañía de la procesada al chalet de la calle Jazmín, lo que determina que sólo la muerte y retirada de escena de Andrés Crespo podía garantizar a sus secuestradores la hipotética impunidad del secuestro (…), lo que demuestra sin ningún género de dudas la existencia del “animus necandi”, la intención de matar”, dice la sentencia.
José Roberto Morales y Alcira Susana Calvito fueron condenados a 46 años de cárcel por los delitos de asesinato, detención ilegal, robo con intimidación y tenencia ilícita de armas.
Sólo una brillante y eficaz intervención policial, reconocida en la propia sentencia por el tribunal juzgador, impidió que los dos argentinos se salieran con la suya. Se hizo justicia.
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