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De cómo un juez melómano nos acompañó a cenar en Leicester Square al salir de la Royal Opera House (I)

De cómo un juez melómano nos acompañó a cenar en Leicester Square al salir de la Royal Opera House (I)
Luis Romero comienza esta primera parte de su relato que tuvo lugar en Londres. Romero es socio de la firma Luis Romero Abogados y doctor en derecho penala. Foto: Confilegal.
06/11/2023 06:30
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Actualizado: 06/11/2023 12:15
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Era una mañana más. Yo subía ese viernes los peldaños que me llevaban de la oscuridad a la luz, del interior de la estación de Russell Square a una calle bañada por el sol. Como venía haciendo al inicio de cada día desde hacía un mes, sobre las ocho y media salí del metro rodeado de personas que se movían apresuradamente hacia un destino solo conocido por ellas. Yo caminaba más relajadamente pues hasta las nueve no comenzaba mi primera clase en Pitman´s School.

Salí a Southampton Row doblando la esquina del Fitzroy Hotel, ese pintoresco edificio palaciego rodeado de misterio, y poco después entré en Barclays Bank para hacer efectivo un traveller check. Me situé detrás de un señor que desde el primer momento me resultó familiar aunque fuese de espaldas.

– I want one tiket, please!

Ese acento español inconfundible me trasladó al aula de clases prácticas de penal que sólo un año antes había recibido en la Facultad de Derecho. No cabía duda, era Don Manuel Roules, magistrado.

Esperé a que terminase su gestión en la ventanilla y al girarse pude verlo con su inconfundible bigote negro y su mirada inquisitiva.

– ¡Don Manuel Roules! -dije yo entusiasmado

El juez me miró atentamente pero un tanto sorprendido porque en aquel rincón de Bloomsbury alguien lo hubiera reconocido.

– Soy Luis Romero, alumno suyo de las prácticas de derecho penal en la Complutense.

– ¡Ah, hombre! ¡De las clases de penal! ¿Y qué haces tú por aquí? –me respondió muy sonriente y alegrándose.

– Estoy estudiando inglés aquí al lado, en Pitman´s School.

– ¿Y te quedas para mucho tiempo en Londres, Luis? –dijo mi maestro, con su característica voz cavernosa mientras sujetaba la puerta invitándome a salir el primero de la sucursal bancaria.

– Me quedan tres meses, quiero obtener el diploma “Upper Intermediate”.

– ¡Bueno hombre, vamos a tomar un cafelito y charlamos un poco! ¿Qué sitio conoces por aquí cerca?

– Podemos ir al Hotel Imperial, justo en esta acera y pegado a mi academia. Hay una buena cafetería en la primera planta con buenas vistas a los jardines –le propuse al mismo tiempo que rehusaba el cigarrillo rubio que me ofrecía entresacado de su paquete de Winston.

Merecía la pena hacer una excepción y llegar un poco más tarde a mi primera clase siendo buen anfitrión con mi compatriota. En aquellos años y por esa zona no era frecuente cruzarse con un español y menos aún que fuera conocido.

La cafetería del hotel tenía unos amplios ventanales de suelo a techo con una magnífica panorámica de los jardines, una cuadrícula verde rodeada de edificios de una altura media y muy cerca del Museo Británico. Justo en la misma manzana lindando con el Imperial Hotel se ubicaba Pitman, ese lugar en el que yo pasaba la mayor parte del día aquel año.

Cuando tenía alguna hora libre y mis amigos estaban en clase, aprovechaba para comprar el Daily Telegraph o el Times en la tienda que había a la entrada y subía a ese bar para tomar un sabroso té «english breakfeast» y unas tostadas con mantequilla y mermelada que me servían unas camareras muy simpáticas.

Desde allí veía pasar a la gente en esa transitada calle del corazón de Londres mientras pensaba en mi futuro.

No cabía duda que ese té era mucho mejor que las bebidas que nos expedía la máquina de la academia.

Allí imperaba la tranquilidad y uno podía encontrarse consigo mismo frente al cielo azul que no era el gris que uno imaginaba en la capital del Támesis en estos inicios de primavera.

Los días pasaban, unos estudiantes se marchaban tras concluir su curso y otros llegaban para de nuevo irse, pero yo seguía en la ciudad de Dickens, en el barrio de los escritores. Y desde allí, en esa tranquila cafetería, veía pasar la vida ¿Qué era al fin y al cabo ese largo viaje emprendido sino mi año sabático?

Por eso, cuando ocurrían cosas nuevas como esa mañana, la monotonía daba paso a la expectativa. Pero un encuentro que parecía iba a finalizar tras el té, se prolongó inesperada y fortuitamente.

UN JUEZ VARONIL Y APUESTO

Don Manuel Roules tenía acento castellano, voz varonil, era apuesto y su mirada reflejaba cierta picardía. Era de estatura baja pero delgado y su característica física más destacada era su poblado mostacho.

Recuerdo cómo en sus clases solía interesarse más en las alumnas, preferentemente en las de la primera fila, sobre todo si llevaban un generoso escote. Y así iniciamos nuestra conversación una vez acomodados junto al ventanal, hablando de mujeres; pues nada más darse la vuelta la irlandesa que nos acababa de servir nuestras infusiones, «english breakfeast» a mi y «earl grey» a don Manuel, el juez afirmó con voz bajita:

– ¡Qué pelirroja más hermosa! ¿Esta es la que te sirve a ti todos los días? Esbozando a continuación una gran carcajada.

– Es la primera vez que veo a Virginia.

– Pues he visto cómo sus ojos se le iban hacia ti.

– Creo que le gusto a las irlandesas porque hay dos estudiantes de secretariado en Pitman que siempre quieren sentarse en mi mesa cuando desayuno. Una es guapísima, la otra muy simpática.

– ¡Se ve que no te aburres aquí, Luis! Bueno, pero cuéntame. ¿Cómo decidiste venirte a estudiar a Londres?

– Quiero estudiar el MBA del Instituto de Empresa y debo conseguir el First Certificate. Mi problema es que solo estudié francés hasta bachiller ¡Voy a marchas forzadas!

– ¿Un MBA? ¡Pero si tú querías ser penalista!

– Efectivamente, Manuel, pero antes quiero aprender gestión empresarial y marketing. ¿Vienes mucho a Londres?

– Londres es mi ciudad favorita por la música. Me escapo cada vez que puedo para disfrutar de la ópera y los conciertos ¡Soy un melómano! Esta tarde voy a la Royal Opera House.

– Pues aún no he ido a ningún concierto ni a la ópera aquí. Mi presupuesto sólo me ha permitido hasta ahora asistir a ”Las amistades peligrosas” en His Majesty´s Theatre.

– Pues no sabes lo que te pierdes ¡Londres es la capital de la ópera junto a Viena y Milán! ¡Yo recorro ese triángulo cada vez que puedo! Pero prefiero Londres y aprovecho para quedarme una semana completa. Acabo de venir del hotel Savoy de tomar su desayuno servido por un mayordomo con toda la vajilla clásica y la cubertería de plata al más puro estilo británico, como en el siglo XIX ¡Londres es Londres!

– Recuerdo tus clases, muy divertidas y amenas, con casos reales que hacían que no quisiéramos que la clase terminase tan pronto.

– Oye, Luis, ¿qué haces esta noche?

– Pues he quedado para cenar con unos amigos y amigas de Pitman en Covent Garden.

– ¡Ah, con estudiantes! ¡Pues si no es mucho compromiso, me uno a vosotros! ¡Que yo estoy aquí solo en Londres!

– ¡Hombre, encantado! Se lo diré a mis compañeros.

Pocos minutos después de salir de la Royal Opera House, tras asistir a una representación de La Traviata, el juez apareció por la puerta del restaurante italiano en Leicester Square, junto a la discoteca Hippodrome.

Viéndole venir de frente, tras el ventanal de la pizzería, observé que se había despojado de su corbata pero mantenía su traje gris marengo adornado con un pañuelo celeste claro.

En nuestra mesa estaban Marta, de Barcelona, abogada también, una morena de estatura media alta con ojos verdes, muy educada y simpática. Claudia, romana rubia de bonitos ojos azules y modales aristocráticos.

Y Antonio, madrileño y abogado, que se dedicaría a trabajar en la empresa de transportes que tenía su padre como asesor jurídico.

Era mi mejor amigo en Pitman, de esas personas que parece que conoces de toda la vida.

Yo les había informado de que el magistrado deseaba acompañarnos esa noche en la cena y todos estaban encantados de conocer a un juez que se había escapado desde su tribunal a Londres dejando colgada su toga por unos días.

Nuestra hospitalidad se vio recompensada por las múltiples anécdotas que nos narró el señor Roules sobre su vida de estudiante y su trabajo como juez. Ni que decir tiene que expuso sus preferencias sobre ópera y habló de sus compositores favoritos, obsequiándonos con el tarareo de una ópera de Händel.

Tras dar buena cuenta de nuestras pizzas acompañadas de un Chianti, nos marchamos hacia un pub a pocos metros, en la misma zona de Covent Garden.

Un viernes como ese, de inicio de primavera, estaba muy concurrido el local, donde los efluvios de cerveza que venían desde su interior hacían percibir la poca presencia de abstemios en tan animado lugar.

Entre la música y el ruido de tanta gente conversando apenas nos podíamos entender entre nosotros mismos, pero un golpe de buena suerte hizo que consiguiéramos sentarnos en un sofá en forma de “L”.

Y hete aquí, que aún distraído en deleitar ”It Doesn´t Have to Be This Way” de The Blow Monkeys, uno de mis grupos favoritos en aquellos años noventa, de pronto vi como la mano de Su Señoría se posaba en la rodilla de la catalana.

LA MANO SOBRE EL MUSLO

Mi estupefacción más que por mi sorpresa era debida a ”mis celos”, ya que desde que vi a Marta era mi amor platónico (sin olvidar a Claudia). A ella la vi ciertamente incómoda, hasta el punto que unos segundos después apartó con su propia mano la del juez que había osado situarse sobre su muslo.

Creo que los demás amigos no vieron la escena pero Marta sí me miró un tanto turbada. En ese momento, propuse al juez salir a fumar un cigarrillo a la calle, sorprendiéndose Manolo, pues yo no fumaba, al menos en Londres por el precio prohibitivo del tabaco.

No bien hubo prendido su cigarro el juez con su encendedor de oro Dupont dando una larga bocanada, apareció junto a nosotros Jordi, el novio policía de Marta. Éste me saludó muy sonriente preguntándome por el lugar donde estábamos sentados y antes de facilitarle las coordenadas, le presenté a Manolo, dándose ambos un fuerte apretón de manos.

Jordi entró en el pub y al decirle yo al magistrado que el recién llegado era el novio de Marta, comenzó a toser nerviosamente mientras el humo del tabaco hacia que se atragantara torpemente, causando esa angustia preocupación en los jóvenes que había a nuestro alrededor.

Vi como tenía sus ojos llorosos y le caían algunas lágrimas, no parando de carraspear ásperamente sin que pudiese pronunciar palabra alguna. Parecía querer decirme algo pero no acertaba a iniciar ninguna conversación.

No hizo bien don Manuel en dar otra calada a su cigarrillo, pues la tos que parecía aplacarse emergió escandalosamente, siendo mi chaqueta italiana azul marino con finos cuadros verdes blanco de un galipo involuntariamente lanzado por el estertor.

No me cabía duda de que todo este revuelo era un fenómeno psicosomático provocado por la presencia del novio de la que él había creído su nueva conquista en la capital de Inglaterra.

Cuando iba a preguntarle por su programa de actos musicales para los días siguientes, vi como alguien lanzaba su puño hacia el ojo derecho del juez cayendo éste a gran velocidad al suelo.

Una turba se aproximó a nosotros, mientras que yo me agaché para socorrer a Manolo, quien parecía haber quedado inconsciente sobre los adoquines de Cranbourn Street.

Dos porteros de ”The Yellow Lion” acudieron a interesarse por mi profesor, a la vez que un camarero procedía a descargar varios litros de agua sobre su rostro con un cubo metálico.

En ese momento, Antonio, mi compañero madrileño de clase, se acercó a mí y a grandes voces me dijo:

– ¡Luis! ¿Te has enterado?

– Sí, alguien ha golpeado a don Manuel, debe haber sido un borracho.

– ¡No, Luis! ¡Ha sido Jordi!

– ¿Cómo? ¿Jordi? ¡Será broma!

– ¡Acaba de salir corriendo con Marta hacia el metro!

En ese momento recordé la escena en los sofás de pocos minutos antes y el rubor de Marta ante el inesperado toqueteo. Aparecieron un coche de policía y una ambulancia haciendo sonar ruidosamente sus sirenas mientras el profesor yacía en una manta proporcionada por el personal de “Yellow Lion”.

Y en ese instante, explicó Antonio:

– Al llegar Jordi, Marta le dijo que el juez que le acababas de presentar en la puerta le había invitado a un concierto mañana sábado en el Royal Festival Hall y a una posterior cena, diciendo Jordi “¿Qué?” con cara de pocos amigos. Pero cuando Marta le confió a continuación que no se encontraba bien porque “ese viejo le había manoseado su muslo”, se levantó como un energúmeno y salió corriendo hacia la calle ¡Nos temíamos lo peor!

– Me expuso con cara de circunstancias mi amigo madrileño.

Mientras trasladaban en una camilla al señor Roules hacia el interior de la ambulancia, un policía nos pidió la identificación a mí y a Antonio, anotándonos como los amigos del herido para una posible declaración testifical.

Convenimos Antonio y yo que él se quedase con Claudia allí mientras que yo me subía a la ambulancia para acompañar al magullado juez. Por la mañana, un rayo de luz a través del ventanal del hospital Saint Thomas me despertó sin saber muy bien dónde estaba, devolviéndome a la realidad la compañía en la cama de al lado.

Me levanté de mi sillón y vi a un hombre derrotado estirazado en la cama con su ojo derecho ”a la funeraria”. Estaba despierto y sólo acertó a decir:

– ¡Luisss! ¡Me he quedado sin el concierto de San Martin in the Fields! –pronunciando un largo sollozo a continuación.

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