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Opinión | Todos al precipicio

Opinión | Todos al precipicio
El columnista, Miguel del Castillo del Olmo, es magistrado del Juzgado de Instrucción nº 1 de Marbella, con competencia en cooperación internacional penal pasiva y coportavoz de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria en Andalucía. En su columna utiliza la metáfora de la escalera mecánica, que transporta con eficacia a compradores absortos mientras la Justicia española permanece atrapada en su propia inmovilidad estructural. Una sátira desde lo cotidiano que retrata, entre ironía y desesperanza, la "Ley de Ineficiencia Jodicial". Foto: Confilegal.
13/5/2025 05:35
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Actualizado: 12/5/2025 17:17
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Estoy en un centro comercial muy afamado de la Costa del Sol. Omitiré su nombre, no vaya a ser que se me asocie al mismo con propósito de beneficio propio. No está la situación como para ser juez y parecer interesado en algo.

Es fin de semana. He venido a comprar un libro del Nobel de literatura de 2019 (Peter Handke, “Desgracia impeorable”, 1972).

Me gusta leer libros que narran malos momentos o experiencias traumáticas. Así acabo concluyendo que mi angustia no es tan intensa y destructiva como la de otros, y, además, suele mejorar mi estado de ánimo. Algo así como cuando, durante las oposiciones, el ir a la biblioteca y contemplar a más gente estudiando y en tensión, me relajaba por contraste.

Hay algo sádico en nuestra especie.

Observo una de las varias escaleras mecánicas activas existentes, desde el centro de una de las múltiples plazas artificiales y modernas del conglomerado de tiendas, en dirección a las cuales la luz del Sol de la costa del mismo nombre penetra a través de unos enormes ventanales que, a la par que iluminan, encienden el ánimo ( sobre todo el consumista ).

Cuánta belleza e ilusión entre arcadas, perfumes y vidrios…

Estoy mirando el cogote de alguien en este instante. Sobre estos peldaños intermitentes, que desembocan en una especie de imprevisto encefalograma plano, hay multitud de personas entre las que me hallo.

Siempre se dijo cuán extraño sería contemplar a una gallina utilizando este extraordinario producto de la ingeniería humana. En cambio, nadie lo dice, pero tampoco se ven perros con las patas apoyadas en el metal, dada la dificultad de coordinación físico-neuronal exigible para superar la última y acaso asombrosa fase del descenso o ascenso, esa en la que la escalera negra y rayada deviene horizontal, amenazando con triturar a todo aquel que olvide elevar ligeramente su calzado antes del momento clave.

Además, tanto una gallina –que creo recordar que procede del sudoeste asiático– como un can –en este caso a pesar de su indiscutible inteligencia– no están legitimados para comprar (no descartemos que alguna ley lo acabe autorizando a través de una futura y ya no tan revolucionaria reforma del Código Civil).

Compruebo adicionalmente que las personas traen menos a sus animales de compañía a este tipo de centros que a los restaurantes. Probablemente porque la escena de un vestidor con tu labrador contemplando cómo te pruebas la ropa sería demasiado violenta…

No me quiero desviar del tema. Lo que me llama la atención de los humanos y humanas que ascienden conmigo a la planta superior de este planeta del comercio es que, aunque en el fondo están parados, algo absortos, con bolsas entre sus manos, igual alguno de poco valor sustraído (que para eso están los juicios inmediatos), en realidad su posición en el espacio cambia, al igual que la mía. Parece magia, y nuestra especie hipnotizada.

Ascienden. Otros bajan. Lógicamente por distintas escaleras. Entre ellos se cruzan las miradas, y concluyo que algunos se atraen efímeramente entre sí, quiero decir, físicamente. Se les para el tiempo, diríase. Cuentan que alguno fue tragado por la escalera al no reaccionar a tiempo, y que millones de filamentos de amor frustrado anidan bajo la máquina que ahora me aproxima a la librería.

Al ver que, estáticos en sí, nos movemos en cambio, con el probable objeto de poder adquirir más objetos de consumo a ser posible nuevos y que nos hagan más atractivos, inteligentes o alimentados, me viene a la conciencia una Ley.

Yo sé que esto no lo esperabas.

LEY DE «INEFICIENCIA JODICIAL»

La Ley de Ineficiencia Jodicial. No, no hay errata…

Lo razonable es pensar que nada tienen que ver unas escaleras mecánicas nutridas de gente variopinta y en fila cambiando de planta, con una ley que afecta a los juzgados. Pero sí.

¡Qué diferencia con la Justicia!

Las escaleras alivian cuando la gente va cargada con peso, y provocan que cada vez se esté más cerca de arriba, o de abajo, según persigamos (necio, absurdo o ciego sería coger la escalera en sentido opuesto al pretendido). Es evidente que emprender el camino que supone montarse en este aparato milagroso va precedido de la voluntad de ir hacia algún sitio.

Las escaleras agilizan el comercio, favorecen el tráfico de capitales, y hacen más cercana la conversión en realidad del objetivo del ser humano que las encauza, salvo los sufrientes acompañantes de quien en realidad quiso venir. Eso se llama eficiencia.

El comprador o compradora potencial llegará antes a la siguiente tienda de ropa que estaba en sus planes, o al restaurante que desea (recompensa a la paciencia), y lo hará sin moverse, sino, permítaseme, siendo movido.

Significa que el tiempo se acorta, y los objetivos se cumplen más fácilmente. Ellos y ellas, parados e imparables, igual no se dan cuenta de que cada vez están más cerca de su destino feliz. Otros lo pensaron antes. Me emociona.

En mi caso, podré empezar a leer antes el libro que tanto ansío para, como dije, ganar moral y motivación en mi profesión de juez (que en este contexto histórico español no es tan sencillo a la vista de las circunstancias o, más bien, algunos comentarios políticos sobre aquellas).

Seguir gastando, sí, lo haré, acaso inútilmente, como inútil es litigar a veces, porque el problema está tan dentro del individuo que no tiene remedio hasta el fin del rencor o ánimo de venganza de quien litiga.

Pero, a diferencia de lo que ocurre en la Justicia española, es eficacia y eficiencia lo que me rodea en este monumento al pecunio, pues indiscutiblemente acabaré de leer antes el libro que si esas escaleras -o un ascensor- no hubieran sido inventados, y lo haré pagando con mi teléfono móvil, pulsando dos veces la pantalla del mismo. Alucinante.

Desde, ya, la planta tercera de la plaza artificial e iluminada, pienso que ojalá, en Justicia, quienes diseñaran la organización judicial y los procedimientos legales –representantes de los ciudadano– tuvieran entre ellos a Jesse Reno.

No es un actor francés, no. Ese lleva acento.

Es quien inventó las escaleras mecánicas (Coney Island, Nueva York, 1897), aunque también se puede atribuir gran parte del mérito a Nathan Ames, asimismo de Estados Unidos, casi medio siglo antes, a través de una patente que hay que poner en relación más bien con una escalera giratoria ( de modo que no es exactamente la que hay en este centro comercial, no era tan eficiente…)

Nathan Ames, Jesse Reno, y quienes les siguieron, descubrieron que para subir a una planta, pero sobre todo para subir varias, un elevador inclinado era útil, reducía esfuerzos, estimulaba el acceso a lugares distantes en altura, y, en definitiva, era eficaz. No digamos para vender.

«LEY DE LA ESCALERA AMECÁNICA INVERSA»

Pues, créanme. En Justicia, es todo lo contrario. Hemos aprobado la “Ley de la Escalera Amecánica Inversa”.

Es muy sencillo. Partiendo de la premisa de que en España la Justicia es lenta, y con el objeto de agilizar los procedimientos y de que los profesionales que intervienen en los mismos lo hagan de tal forma que aquellos finalicen antes, en beneficio del ciudadano, se ha decidido lo siguiente, por la mitad más uno de los políticos (por lo menos es mayoría, no descarten que en el futuro las reformas solo se aprueben por minoría):

1.- Que no se van a crear más juzgados ni plazas de juez. Es evidente que, si se crearan, el número de asuntos a resolver por juez o jueza sería menor. Una auténtica barbaridad desde el punto de vista matemático. ¿A quién se le ocurriría eso? Y además, la población ya prácticamente alcanza los 50 millones de habitantes, sin contar la flotante en una nación que ha alcanzado el record de turistas internacionales…

Lo prudente es que no haya más jueces. Bien. Muy bien pensado. “Sigue así”, que diría mi abuela. Más población, menos jueces.

2.- Que para cuando usted, ciudadano interesado en obtener Justicia, desee acceder al servicio público en cuestión, tendremos una solución mágica. Deberá, antes, intentar llegar a un acuerdo, a través de lo que se llama una mediación, lo cual, en fin, es cierto que retrasará objetivamente la respuesta del juez, y le va a costar aún más dinero que si solo tuviera abogado, pero, comprenda: ¿Quién puede asegurar que el ya clásico, tradicional y secular éxito de la mediación en España y países del entorno no regresará por sus fueros?

¿Y si sí…?

3.- Que, no se preocupe, el Juez va a vivir absolutamente aislado. Nada de hablar, de salir en medios, de opinar… No perderá tampoco el tiempo hablando con funcionarios sobre las dudas que aquellos puedan tener durante la tramitación de un procedimiento, ni compartirá con ellos oralmente sus criterios. ¿Para qué? ¿Para ahorrar tiempo?

Será mucho más eficiente que, en lugar de resolver -hablando- las dudas (medio minuto) jueces y funcionarios se envíen recíprocamente mensajes y correos a sus respectivas bandejas de entrada por vía del programa informático. Mucho más rápido, ¿dónde va a parar?

Pura lógica.

Además, los jueces son muy antipáticos. No habrá que soportarlos más que en sala. Igual hasta un día los sustituimos por un disco duro inteligente, o un botijo azabache parlante, no sé, con pegatinas del escudo de España. Es que no nos caen bien, disculpen…

4.- No se preocupe por el coste de los sistemas informáticos. Somos un estado compuesto (en Justicia más bien descompuesto). Para eso están las reuniones interautonómicas e interraciales de coordinación (somos extremadamente distintos entre nosotros), y, en todo caso, disponemos de miles de millones de euros para multinacionales tecnológicas que actualizarán permanentemente estos sistemas infalibles, aunque sea en el interior de sedes tercermundistas en muchos casos.

Nos adaptaremos, repetimos, aunque para ello no tengamos un barato, sencillo y simple programa informático para todo el estado. Mejor eso que gastar en jueces, claro.

Y bueno, es verdad que los cambios e inversiones que exige la “Ley de Inoperancia Adicional” (LIA) no van a estar implantados para cuando aquella entre en vigor, pero…total..

¿Y si sí?

5.- Que, en muchas ocasiones, la tramitación de un asunto (sobre todo en Penal) pasará por varias mesas, de distintos funcionarios. Nada de conocer el procedimiento desde el origen, por favor, vaya a ser que un solo profesional se acuerde de lo que hizo antes y resuelva con más diligencia. Indiscutiblemente es mejor que cada funcionario sucesivo deba leer desde el principio cada expediente. Buscamos la velocidad, compartir experiencias…

Bien, Pepe, bien, que diría mi tío Frascuelo.

UNA ESTRUCTURA REVOLUCIONARIA Y POSTMODERNA

Así, en cada fase, y bajo la coordinación de un Letrado de la Administración de Justicia también diferente (estamos creando para los antiguos Secretarios Judiciales una estructura revolucionaria y postmoderna), nos iremos corrigiendo los unos a los otros y tal, fomentando el desencuentro y la anarquía, que para eso estamos.

Todo bajo una premisa, eso sí, que el juez no intervenga. Mudo, sordo, en su rincón de pensar.

Esto es en síntesis la ley. Forma, sin Fondo. Artificio, mero cambio de denominaciones sin inversión, y consolidación del caos organizativo judicial español fomentado desde la impermeable Política en este ámbito.

Para concluir. Todo lo que está escrito hasta ahora es absolutamente en serio, y esto, no lo duden, es lo que piensan muchos jueces y juezas españoles.

La nueva Ley de Ineficiencia Perjudicial no tiene nada de gracia.

Y no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni sordo que el que no quiere escuchar.

Más jueces, más oralidad, más cambios legales para hacer el procedimiento más ágil, mejor gestión, menos politización, y, sobre todo, más sentido común.

Por ahí encontraremos la solución, como la encontró Jesse James.

Desgracia impeorable. Ya tengo delante el libro. Deseando desmoralizarme más leyéndolo para que, al volver a la realidad de los juzgados de Marbella (donde no hay ascensores ni escaleras mecánicas desde hace medio año en un edificio de cinco plantas), pueda concebir mi existencia, en lo que al desempeño profesional concierne, con la motivación agregada que exige la entrada en vigor de una ley sobre la que aún nadie me ha logrado explicar con mínima consistencia intelectual en qué mejorará la vida de los ciudadanos.

Disculpen. Bienvenidos al precipicio, y desde aquí, mi oda póstuma al “Post it”

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