Ábalos y Koldo ante el dilema eterno: callar, mentir o decir la verdad. No por ética, sino por conveniencia. En realidad, eso es lo único que se juzga aquí; lo demás —las togas, los micrófonos, los titulares— es puro decorado. Foto: Confilegal.
Ábalos y Koldo en el Supremo frente al triple dilema de callar, mentir o decir la verdad… a cambio de algo
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23/6/2025 05:40
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Actualizado: 22/6/2025 22:14
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Hay verdades que solo se dicen cuando ya no queda otra. Y aún así, se dosifican. Se disfrazan. Se venden al mejor postor o se entregan como última moneda en una partida en la que ya nadie cree ganar.
Así está el patio en el ‘caso Koldo’, esa tragicomedia judicial donde la pregunta ya no es quién miente, sino a quién le compensa decir la verdad.
Hoy José Luis Ábalos, exministro de Transportes y exnúmero 3 del PSOE con cara de empleado agotado y dignidad a plazos, se sienta de nuevo ante Leopoldo Torres, el magistrado instructor de la causa, en el Tribunal Supremo.
Va con la mejor de sus corbatas y la peor de sus memorias. Dice que hablará, que colaborará, que lo suyo fue ignorancia o traición. Qué remedio. El naufragio ya es oficial, y en estos casos, lo más sensato es elegir bien a quién uno se agarra para no hundirse solo.
Koldo García, su antiguo asesor, ese que parecía sacado de una novela de costumbrismo duro, también está citado.
Él, más zorro que mártir, aún se lo piensa: callar o cantar. Porque hablar, en este país, no siempre es valentía; a veces es pura estrategia. Y callar no es lealtad: es cálculo, es miedo, es esperar a que alguien te ofrezca algo a cambio.
Un pacto, una promesa, una celda más cómoda.
El dilema no es nuevo. Ya lo escribió Quevedo con más mala leche que el BOE: en España, la mentira bien contada siempre encuentra público. Y en política, decir la verdad sin obtener algo a cambio es de tontos o de santos. Ninguno de los implicados en esta trama parece lo uno ni lo otro.
Ahí entra en escena otro personaje digno de novela negra: Santos Cerdán, exsecretario de Organización del partido, tipo astuto y resbaladizo como un ministro en campaña.
LAS OCHO GRABACIONES DE KOLDO, CLAVES
Lo han citado para el 30 de junio, ahora que ya no tiene aforamiento, es decir, ahora que ya no tiene el paraguas del poder para no mojarse. Le achacan ser el origen de la trama, allá por 2015, en esa Navarra donde las cosas se reparten con discreción de familia numerosa.
Él y Koldo, al parecer, montaron el negocio cuando todavía no eran nadie, y como en toda buena historia española, el éxito les llegó de la mano del ascenso político.
Las grabaciones de Koldo, ocho en total, son el reverso sonrojante de esa retórica de partido que habla de ética, servicio público y responsabilidad.
En ellas, se oyen frases de una claridad desoladora: “Tengo cincuenta euros para pasar la semana”, se lamenta Ábalos, como un capitán hundido que no sabe en qué puerto se quedó el oro. “Me he fundido mucho”, responde. La sinceridad, al parecer, solo aflora cuando el dinero desaparece.
La UCO, que ya debe tener estómago de buzo, apunta a empresas como Acciona, OPR y LIC, adjudicatarias de obra pública en la época del desenfreno. Solo con Acciona, calculan, se llevaron 620.000 euros, aunque aún les deben 450.000.
Como si esto fuera una cuestión de facturas impagadas. Cerdán, pragmático, asegura que “va a ir a por todo”. No se sabe si se refiere a la justicia o al dinero que le quedó pendiente.
Todo el asunto, desde las comisiones por mascarillas hasta los amaños en obra pública, pasando por el reparto de cargos como si fueran porciones de tarta caliente, gira en torno a ese dilema clásico: ¿hasta dónde mentimos, y a quién, para salvarnos? ¿Y cuándo nos conviene traicionar para al menos quedarnos con algo?
En este país, la verdad no es una virtud: es una mercancía. Se trafica con ella como con cualquier otra cosa. Se guarda, se retuerce, se intercambia.
Unos la ocultan porque aún tienen algo que perder. Otros la sueltan cuando ya no tienen nada. Y todos, en el fondo, la usan como moneda en la feria de la impunidad.
Mientras tanto, los ciudadanos miran, asienten resignados, cambian de canal. No es cinismo: es hartazgo.
Porque el espectáculo de ver a políticos negociando su silencio o su testimonio según les convenga es tan viejo como el propio poder. Y tan español como un brindis en el Senado.
Callar, mentir o decir la verdad. No por moral, sino por cálculo. En el fondo, eso es lo que se está juzgando aquí. Lo demás —las togas, los micrófonos, los titulares— son solo decorado.
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