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Revisiones de causas: ¿Quién paga los platos rotos?

01/6/2016 07:57
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Actualizado: 16/6/2016 09:42
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Estamos a nada de que llegue el dichoso día con el que andábamos teniendo pesadillas desde hace medio año. Un día, además, que parece que ha sido buscado a propósito: 6 del 6 del 16. Casi casi el día de la bestia.

Una broma de mal gusto, tal vez.

Pero muy ilustrativa de lo que había que venir y, al final llegó.

Y es que ese día es el que termina el plazo de seis meses de las primeras causas a las que se les colocó el temporizador de esa bomba llamada reforma de la ley de Enjuiciamiento Criminal. Y que no son una ni dos sino todas las que estaban abiertas a fecha 6 de diciembre de 2015, el día de entrada en vigor de la ley.

Ahí es nada.

Aún a riesgo de que se me espete eso de “odio a los profetas”, no puedo dejar de decir que lo advertimos.

Desde el minuto cero los fiscales –los más teóricamente afectados- nos desgañitamos contando por pasiva y por activa la barbaridad que iba a suponer.

Y, como no podía ser de otro modo, rápidamente se nos unieron jueces, letrados de la Administración de Justicia, abogados, procuradores y muchos más juristas y ciudadanos, porque no se trata de una cuestión de carga de trabajo ni de corporativismo sino que nos afecta a todos. A todos, a ese pueblo del que emana la Justicia según establece la propia Constitución.

Pero poco fue el caso que nos hicieron. Por más que, cosa rara en este mundo en el que nos movemos, anduviéramos de la mano todas las asociaciones y también quienes no están asociados. Muy buenas palabras, como mucho, y poco más.

Pero tampoco se podía esperar mucho teniendo en cuenta que la propia ley venía con el regalo sorpresa, como si de un huevo de Pascua se tratara, de una Disposición Adicional que preveía expresamente que su aplicación no supondría dotación alguna de medios personales ni materiales.

Lo cual, por cierto, hacía que pareciese un tirón de orejas, como si no despacháramos los asuntos en menos de seis meses porque no tuviéramos ganas y hubiera de venir papá legislador a echarnos la bronca.

Nada más lejos de la realidad. No estoy desvelando el tercer misterio de Fátima si hablo de la precariedad de medios materiales y personales en que la Justicia se halla sumida desde que el mundo es mundo, y que se ha visto incrementada por decisiones como la desaparición de la mayoría de sustitutos, la falta de creación de plazas y el tijeretazo presupuestario.

Así que la ley nos obligaba a confeccionar una cesta preciosa con unos mimbres viejos e inservibles.

Y así no se puede.

Y, como suele ocurrir, comenzó el partido. Y la pelota andaba arrojándose de un tejado a otro hasta que ha acabado estrellándose en nuestras propias narices. Así, aunque la ley en principio nos atribuía a los fiscales una suerte de obligación de control sobre los autos, parecía partir de unas premisas alejadas de la realidad.

La primera, que la obligación de custodia de las actuaciones sigue correspondiendo al Letrado de la Administración de Justicia, como fedatario público que es.

Por eso, aunque en un primer momento se nos prometió con total tranquilidad que a éstos se les impartirían órdenes al respecto, la cosa no cuajó.

Por supuesto, se dijo sin contar con los afectados cuyas alegaciones –no exentas de razón-, una vez conocido este propósito, dieron lugar a que se diera marcha atrás en esa medida.

Y mientras tanto, el tiempo fue corriendo sin que nadie diera una solución efectiva al problema.

Pero en segundo lugar, y quizás más importante a efectos prácticos, se partió de un total desconocimiento de la estructura y el modo de actuación de los fiscales.

El Ministerio Fiscal, a diferencia de lo que ocurre con jueces y LAJ –antiguos secretarios judiciales- no pertenece a la estructura de ningún juzgado, ni cuenta con instalaciones, ordenadores ni funcionarios que le asistan.

Las más de las veces, no hay ni una triste mesa donde apoyarse, ya que nuestro puesto de trabajo y nuestros despachos –generalmente compartidos- están en nuestras respectivas fiscalías.

Allí es donde nos entran los asuntos y de allí es de donde deben salir, debidamente registrados.

Si a ello sumamos que la inmensa mayoría de los fiscales despachan más de un juzgado de instrucción, y que muchos de ellos distan una enorme distancia entre sí y de la propia fiscalía, se puede empezar a comprender que la pretensión del legislador estaba más cerca de una quimera que de la realidad.

Y si además tenemos en cuenta que el de instrucción no es nuestro único trabajo, y que todos asistimos también a vistas en los órganos de enjuiciamiento –Juzgados de lo Penal y Salas de Audiencia o Tribunales Superiores- la cosa se complica más todavía.

NÚMERO DE FISCALES

De modo ilustrativo, hay que hacer constar que el número de fiscales no llega a la mitad que el de jueces, y también es sensiblemente inferior al número de LAJs.

Así las cosas, es difícil imaginar ese pretendido control físico de unas causas que están a muchos kilómetros en infinidad de supuestos y, en cualquier caso, en una sede distinta.

De modo que la única forma legal y ordenada de acceder a este pretensión de limitar el plazo de instrucción debiera haber sido, además de la obvia dotación de medios, una previsión legislativa que estableciera un trámite para dar las traslado de las actuaciones al Ministerio Fiscal y que éste atribuyera a cada causa el carácter de compleja o no, o solicitara la correspondiente prórroga.

Y desde luego, eso no se ha hecho, ningún artículo ha concordado la previsión del artículo 324, con lo cual la declaración de complejidad pasa a engrosar la bolsa de las resoluciones innominadas y no específicamente previstas, como el famoso auto de imputación –no previsto en la regulación del procedimiento abreviado- o el ya asumido “pase al fiscal para informe”, que es poco menos que la versión judicial del comodín del público.

Pero claro, de haber existido tal previsión, ello hubiera supuesto que se trasladaran físicamente todos los procedimientos de juzgados enteros al despacho del fiscal. Imagino camiones repletos de procedimientos y se me abren las carnes con solo pensarlo.

Por no hablar de que, físicamente, no cabrían.

Por eso y, como quiera que ese trámite formal de traslado al Ministerio Público no existe, se decidió que el único modo posible es que los fiscales se trasladaran físicamente a los respectivos juzgados que despachan, y, armados y pertrechados de un boli «bic«, un cuaderno y un taco de posits, fuéramos buscando las causas que había en dicho juzgados, lo que se entiende mal dentro de esa pretendida aspiración al papel 0 del que nos hablan un día sí y otro también. Muchas de esas causas, además, de varios tomos y que jamás habían tenido entrada en fiscalía.

Y contando con la colaboración de los LAJ, los funcionarios y los propios jueces, en un ejercicio de voluntarismo que casa mal con nuestra condición de juristas. Y, por supuesto, como siempre que de buena voluntad se trata, con distintos resultados según las personas.

Y ahora, llegado el momento en que la espada de Damocles de posibles caducidades de procedimientos está a punto de caer sobre nuestras cabezas, empiezan a surgir los problemas de responsabilidades y recriminaciones.

Con la crisis de lo inevitable encima, seguimos pasándonos la pelota de sobre quién recaerá la responsabilidad si no se ha conseguido hacer lo que ya dijimos que sería imposible.

Conflictos entre LAJ y fiscales que no deberían existir, porque todos vamos en el mismo barco y nos debemos a la misma causa: el servicio público.

Y a ese ciudadano al que servimos es muy difícil explicarle las condiciones en que se ha desarrollado está cuestión.

Pero tal vez deberíamos unir fuerzas y explicar que no se trata de buscar culpables entre quienes estamos realizando, como buenamente podemos, el trabajo, sino de unirnos para explicar a ese ciudadano que es quien va a resultar perjudicado, que el origen de esta situación es la falta de previsión de quienes han impuesto una norma a sabiendas que es imposible de cumplir.

Solo aunando esfuerzos podremos hacer algo, en vez de perder energía en luchas fratricidas.

Porque poco le debe importar al ciudadano quién pague los platos rotos, sino que los platos se hayan roto. Y esos platos no olvidemos que son de todos, porque a todos nos pertenece la Justicia.

Porque al final de la corrida lo que resulta es aquello de “los unos por los otros y la casa sin barrer”. Pero deberíamos explicar que no se puede barrer si no nos dan escobas ni hay nadie para manejarlas.

Y así es como estamos.

Por último, y por no llamar al alarmismo, deberíamos transmitir que por parte de todos se ha hecho un enorme esfuerzo. Más del que era exigible en muchos casos.

Y se seguirá haciendo. Como se ha hecho siempre.

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