Firmas
Doce de Octubre, Fiesta Nacional
11/10/2018 06:15
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Actualizado: 10/10/2018 17:10
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La Exposición de Motivos de la Ley 18/1987, por la que se establece el día de la Fiesta Nacional de España el 12 de octubre, dice verdades como puños.
Para empezar, que no hay nación que no dedique una jornada a recordar lo que une a sus ciudadanos social, cultural o históricamente. También, que dicha conmemoración debe servir para afirmar la identidad estatal y la singularidad nacional del pueblo español.
Y, en fin, que la fecha elegida simboliza la proyección de España más allá de sus fronteras, como consecuencia del proceso de integración de sus reinos bajo una misma monarquía, que cristalizaría en ese annus mirabilis de 1492, con las Capitulaciones de Granada en enero y con la llegada a Las Bahamas de las tres carabelas con el pabellón de los Reyes Católicos en octubre.
Como subraya la Ley, estas solemnidades suelen ser asumidas, aquí y en todas partes, por “la gran mayoría de los ciudadanos”, de cualquier orientación política.
Siempre existen, como es natural, personajes o colectivos que buscan hacerse los interesantes o simplemente dar la lata para oponerse a lo que sea, amplificados hoy por las redes y los pelmazos medios amarillistas.
Pero eso nunca debe empañar una festividad de esta magnitud: somos muchos más, y desde luego mucho mejores, los que defendemos que España es una imponente nación, con una espléndida historia de la que debemos estar bien orgullosos, un presente que nos sitúa en los primeros lugares del concierto internacional en infinidad de aspectos, y con un futuro excepcional si no nos da por seguir intentando destruirnos, algo que según Bismarck llevamos siglos haciendo.
De España se han dicho un sinfín de sandeces, especialmente por envidia o ignorancia. Una gran parte han procedido de nuestros adversarios europeos tradicionales, en una comprensible dialéctica de ida y vuelta que hasta tiene su gracia.
Lo que sorprende es que últimamente se han sumado a esta tendencia ciertos españoles, quizá por algún extraño problema metabólico o de simple desorientación.
Con ocasión de mis funciones consulares, un buen día vino a verme un individuo con la intención de renunciar a su nacionalidad. Enardecido, me manifestó que había dejado de querer a su patria, que le había abandonado cuando más lo necesitaba, y que si tal y que si cual. Como se trataba de un trámite diferente al habitual, contacté con la embajada del Estado al que representaba para pedir instrucciones.
Al plantearle que jamás podría volver a ser nacional de su país natal de confirmar sus deseos, por imperativo legal, me contestó: “bueno, deje entonces que me lo piense un ratito más, porque quizá esto que siento ahora es pasajero y resulta que luego me arrepiento”. Nunca volvería por el consulado.
A estos ridículos españoles que no quieren serlo quizá les debiéramos proponer algo similar, para comprobar el grado de sinceridad de lo que cotorrean tan frívolamente o más bien para constatar su enésimo postureo en una sociedad que lo tolera como si tal cosa, pese a que trate de una gratuita ofensa a los sentimientos generales de todo un país.
Apuesto que jamás dejarían nuestro pasaporte ni los innumerables beneficios que les reporta ser español, que por cierto constituyen un verdadero imán para millones de habitantes en el planeta, que harían lo que no está escrito por formar parte de esta enorme nación nuestra, en vez de limitarse a venir cada agosto a tomar el sol y la sangría.
También se ha abierto hueco en esto el dichoso asunto regional, como si España no fuera sino la suma de españoles unidos por un mismo proyecto, sean de donde sean. Cuando los españoles de distinta procedencia nos conocemos, enseguida forjamos sólidos lazos de hermandad y afecto.
Nuestra geografía nacional se compone de amigos o parientes que viven o hemos conocido en este o aquel sitio y que nos han llevado a visitar este monumento, a conocer esa tradición secular o a disfrutar de aquél cocido o paella. Esa diversidad tan extraordinaria es un prodigioso tesoro de España, que sin embargo hay quien menosprecia marcando el territorio como los animales hacen meando.
Existen tantas formas de ser español como comarcas tiene nuestra formidable nación.
Y todas ellas se han entendido a las mil maravillas desde hace siglos, comerciando entre sí, viajando en verano de costa a costa o trabajando tan ricamente en un lugar o en el opuesto.
Sucede sin embargo que, de un tiempo a esta parte, el enclaustramiento de los españoles en su terruño, por motivos principalmente laborales, ha hecho que dejemos de movernos y de vivir en diferentes territorios enriqueciéndonos de ese modo, lo que ha podido contribuir al florecimiento de esos pestilentes nacionalismos extremos de naturaleza xenófoba y totalitaria, que en realidad no son más que mastuerzos gañanismos extrañamente asentados en plena efervescencia tecnológica 4.0 y de un mundo en el que nuestros hijos se mueven como peces en el agua, porque sus horizontes han dejado de ser hace tiempo los del campanario.
Por eso, cuando nuestros soldados desfilan el 12 de octubre, no tratan de exhibir ninguna hueca marcialidad, sino de evidenciar estas cosas que comento. Encarnan también a esa legión de misioneros y militares españoles que extienden a diario la misericordia y generosidad de España por los rincones más míseros y conflictivos del mundo, jugándose la vida.
Les acompañan igualmente centenares de sanitarios que convierten año tras año a España en líder internacional de los trasplantes, o los incontables hispanohablantes que ya han convertido a nuestra lengua en la segunda del mundo.
Pero, sobre todo, lo que hay detrás de esos fastos es una conmovedora realidad compuesta por anónimos españoles que aman con hondura a su patria como esa tierra de nuestros padres que define la etimología, y que por eso vibran al escuchar el emocionante himno sin letra y son incapaces de evitar la caída de una lágrima al ver ondear la rojigualda al viento.
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