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Encuentro en Birmingham: relato de un abogado español en suelo inglés (II)

Encuentro en Birmingham: relato de un abogado español en suelo inglés (II)
Luis Romero Santos es socio director de Luis Romero Abogados y doctor en Derecho Penal. Web: https://romeroabogados.com/.
13/6/2022 06:48
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Actualizado: 13/6/2022 01:34
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Abrí -la verdad, muy nervioso- y lo que vi ante mis ojos hizo que se me encogiese el estómago.

Tenía ante mi a dos policías uniformados junto a dos señores de paisano que se identificaron también como policías y a otro que era funcionario judicial. Me enseñaron una orden de entrada y registro y me pidieron que me identificara.

Les enseñé mi pasaporte y mi carnet de identidad, incluso mi carnet de abogado de la unión europea; preguntándoles casi tartamudeando qué pasaba y por qué venían a mi habitación.

Me dijeron que estaban buscando algo. No tardó mucho uno de los agentes de paisano en abrir la puerta corredera que había bajo el aparato de TV y sacar las dos botellas de vino Málaga.

Con una sonrisa que no intentó disimular, éste alzó las dos botellas mirando hacia sus compañeros y diciendo “¡Las he encontrado!”.

Al mismo tiempo, uno de uniforme llevó mi mano izquierda hacia mi espalda y me puso lo que parecían unas esposas que me apretaron a conciencia.

– Está usted detenido, Míster Fresneda. Se le imputa un delito de importación de drogas. Tiene usted derecho a guardar silencio, a nombrar un abogado…

– ¿Cómo? ¡Disculpe! ¡Yo soy abogado! Esas botellas no son mías. Me las ha dejado una malagueña que conocí ayer al bajar del avión en Heathrrow. Ella venía en el mismo vuelo que yo.

– ¿Cómo se llama esa señora?

Gisela. Íbamos a ir de picnic hoy, pero ella canceló la cita y me pidió que dejara las dos botellas en la recepción del hotel a su nombre. Vendrían a recogerlas unos amigos.

– Míster Fresneda, estas botellas tienen dentro unas bolsitas con polvo blanco y esa chica se llama Estela –me explicó un policía de color que portaba en una de sus manos una bolsa de plástico que goteaba lo que parecía vino dulce a juzgar por el olor que desprendía.

Observé que, efectivamente, en el interior de la bolsa había una sustancia de color blanco. Yo en ese momento ya estaba descompuesto.

¿Cómo había podido caer en esa trampa? ¿Qué le diría a mis padres? ¿Y a mi mujer? Estaba embarazada.

Todo era absurdo, debía haber una solución. Llamaría a Míster Harrison.

– Vengo de una vista en la Corte de Stafford. Precisamente, estoy ayudando en la defensa de un español acusado de tráfico de drogas –les dije compungidamente.

Mientras le brindaba a la autoridad estas explicaciones, con las esposas apretándome las muñecas  y sintiendo un hormigueo en mis manos, un agente registraba mi maleta, mi ropa y el resto de la habitación, tirándolo todo por el suelo.

El policía que se identificó como sargento me dijo que no me preocupara, que si yo no tenía nada que ver con esas bolsitas, ya se aclararía todo.

Me preguntó cuánto tiempo iba a estar en Birmingham y, en ese instante, empecé a llorar sin poder hablar, derramando las lágrimas sobre mi camisa celeste.

Me bajaron por el montacargas y cuando pasamos por la recepción, el personal del hotel y algunos huéspedes estaban agolpados al lado del mostrador mirándome fijamente. Entre ellos estaba Isabel, una camarera española con la que había conversado la noche anterior cuando me servía la cena.

Me había preguntado si viajaba sólo y cuándo regresaba; incluso, me sugirió tomar una cerveza con ella y otros compañeros ese día porque libraba.

RUMBO A LA COMISARÍA

En un coche de la policía viajé a gran velocidad hasta una comisaría que se encontraba cerca de la estación de tren, como si fuera una pelota moviéndome de un lado a otro en el asiento trasero.

Me hicieron pasar a un despacho en el que me fotografiaron, me tomaron las huellas dactilares y me pidieron que me quitase el cinturón.

Me introdujeron en un calabozo con rejas junto a un señor mayor que olía a cerveza y estaba tirado en el suelo.

No había mucha luz y olía mal; estaba sudando.

Debía llamar a mi mujer cuanto antes. No, mejor primero a mi abogado: me asistiría Paul Harrison. Aida no se podía llevar este disgusto en su estado, habría que esperar.

Transcurridas unas dos horas, me condujeron a otra oficina dos plantas más arriba. Allí había dos policías sin uniforme. Me sentaron en una silla y uno de ellos me aflojó los grilletes y me ofreció agua en una botella pequeña.

Yo tenía unas ganas tremendas de ir al baño, pero preferí no molestarles y aguantar un poco más.

El agente que tenía un ordenador delante me preguntó otra vez por  mis datos personales, los motivos de mi viaje, sobre la española que había conocido en el avión procedente del aeropuerto de Málaga.

Ya se lo había contado a sus compañeros, pero tenía que repetírselo de nuevo a él.

Me enseñaron una foto de Gisela. Pero uno de los policías, ya veterano y que no hacía más que mirar el reloj, me dijo casi gritando que no era Gisela.

– ¡Se llama Estela!

El policía del ordenador, que era más amable, le hizo un gesto para que se callara.

– Ella se presentó como Gisela, me dijo que vivía en Windsor y que su marido era oficial de la guardia de Su Majestad en el Castillo de Windsor – Les expliqué de nuevo.

– No, Mister Fresneda. Es Estela, vive en Londres, en Wood Green, con un español al que también hemos detenido. No se le conoce trabajo alguno a ninguno de los dos y levamos investigándola ya unos meses. Se les acusa a ella, a su novio y a usted de un delito de importación y posesión de cocaína.

– Yo no tengo nada que ver ¡Me han engañado, me han utilizado!

– Si no conocía de nada a esta señorita ¿Por qué se trae esas dos botellas al hotel? Estábamos siguiéndola desde su llegada al aeropuerto, teníamos informes que la involucraban con el tráfico de estupefacientes. Parecía como si usted la conociera hace tiempo. Hablaba con mucha confianza con ella, muy desenvuelto.

– No, es que me cayó bien. Bueno, le digo la verdad, pensé que quería ligar conmigo. Me resultaba atractiva. Me ofreció quedarme a dormir en su casa, para ahorrarme el hotel. Siempre he soñado con una aventura así.

– ¿Por qué se quedó guardando su carro en el aeropuerto?

– Ella me dijo que lo cuidara mientras iba al lavabo.

– ¿Sabía usted que ella traía botellas de vino en sus maletas?

– Sí, me lo comentó antes de bajarnos del avión. A ella y a su marido les gustaba el vino de Málaga y aprovechaba para traerlo cuando viajaba a su tierra.

– ¿No notó nada raro en la invitación que le hacía una persona desconocida?

– Bueno, había algo extraño en la conversación. Noté que se contradecía. Al principio, me invitó a su casa muy convencida. Después, me dijo que lo tendría que consultar con William. También pensé que era raro que me invitase a su casa si acababa de conocerme.

– ¿Desea que llamemos a un abogado de guardia?

– No, gracias, pueden llamar a Mister Harrison, de Copperfield Solicitors. La tarjeta con el número de teléfono está en mi cartera, es dorada.

LLEGÓ EL ABOGADO

Me mantuvieron en el mismo despacho. Me ofrecieron té, galletas rellenas de chocolate y algunos periódicos locales de la tarde. En uno de los ejemplares leí un titular que decía Solicitan la libertad de un camionero español que transportaba más de mil kilos de hachís”.

Paul llegó una hora y media después de ser llamado a su móvil. Su cara era de sorpresa total. Yo sentí una gran tranquilidad. Comenzamos a hablar en español.

–¡ No me lo podía creer cuando me han llamado! -me confió Paul.

– Y todo por dos botellas que me dejó una española! Me dijo que no las abriera, que las dejara en la recepción del hotel a su nombre.

– Sí, me están haciendo copia del atestado. Voy a leerlo antes de que te tomen declaración. Dime la verdad, ellos no entienden lo que decimos ¿Conocías de antes a esa chica? –me interrogó mi abogado.

– No, de verdad. Esto es absurdo. Tenía que haber pensado que era mucha casualidad, era como una aventura.

– Bueno, sinceramente la situación es difícil. Te imputan importación y posesión de drogas. Pero hay un dato que te beneficia: uno de los policías que la seguían entiende el español y escuchó parte de vuestra conversación. Esperemos que nos sirva.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana me encontré sentado en un banco de la sala de vistas de la Corte de Birmingham; con las manos esposadas, mal afeitado, sin dormir y con dolor de espalda.

Mi abogado solicitó mi libertad sin cargos y, alternativamente, mi libertad provisional sin fianza o con una fianza no superior a 10.000 libras.

El fiscal solicitó la prisión incondicional para mí.

El juez dictó su resolución «in voce»:

– Se decreta prisión provisional para Mister Fresneda por haber suficientes indicios de su participación en un delito de importación de drogas. Deberá ingresar en la prisión de alta seguridad de Birmingham.

Y dando unos golpecitos con el martillo de madera en su mesa, solicitó Su Señoría que pasase el siguiente detenido.

Mr. Harrison me intentaba consolar, pero yo sólo cavilaba sobre qué me esperaría en la prisión. No quería pensar en mi familia. Les llamaría al día siguiente para decirles que debía seguir en Inglaterra para resolver el caso del español que defendía.

Desde luego, ya no daría el paseo por Londres como hice en el viaje anterior. Siempre bajaba en Westminster Station junto al Parlamento, tomaba un par de medias pintas en St. Stephen´s Tavern con aquel olor característico a cerveza y a salsas y condimentos típicos británicos.

Después, recorría el puente mirando las embarcaciones que surcan el Támesis recordando aquellos días de estudiante en Londres.

NOTA DEL AUTOR:

Se advierte al lector que cualquier coincidencia con la realidad es pura casualidad excepto en algunas ocasiones que no es el momento de referir y que en su momento expondré.

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