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Cómo se produjo la humanización de la justicia divina: su trascendencia penal y penitenciaria
28/10/2023 06:30
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Actualizado: 30/10/2023 17:34
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El pecado y el delito durante mucho tiempo estuvieron identificados, siendo difícil deslindar el uno del otro, pues tanto el pecado, como el delito contravienen un mandato moral; en el caso del pecado ese mandato moral es para con Dios y, en el caso del delito, dicho mandato es para con los hombres.
Ambos mandatos -divino y humano- aparecen codificados en el decálogo de Moisés, que Dios le entregó a éste en dos Tablas en el monte Sinaí.
Una de las Tablas contenía cinco mandamientos sagrados de los hombres para con Dios; la otra, también contenía otros cinco mandamientos, aunque en este caso, del hombre para con sus semejantes.
La infracción de los mandamientos contenidos en la primera de las Tablas constituiría una actividad pecaminosa de los hombres contra la religión, pues suponía su alejamiento de la voluntad de Dios, mientas que la infracción de los mandamientos contenidos en la segunda de las Tablas constituiría una actividad delictiva humana.
En el Código de Moisés, esta actividad delictiva humana se derivaba de la infracción de los siguientes cinco mandamientos: no matarás; no cometerás adulterio; no robarás y, no desearás nada de lo que pertenezca a tu prójimo; tal y como se establece, expresamente, en dos de los Libros sagrados del Antiguo Testamento: el libro del Éxodo, en su Capítulo 20, versículos 13 a 17 (Éxodo, 20. 13-17) y el libro del Deuteronomio, en su Capítulo 5, versículos 17 a 21 (Deuteronomio, 5.17-21).
EL CASTIGO DIVINO DE LOS DELITOS HUMANOS
El castigo divino de los delitos humanos siempre se caracterizó por su severidad, lo que tenía su justificación, dado que se trataba de una justicia que emanaba de un Dios inmisericorde, que había expulsado al hombre de su corazón por el pecado original de aquel; de ahí que no tuviera cabida alguna, ni la compasión, ni la piedad, ni el perdón, ni la misericordia.
Las infracciones de todos o algunos de esos cinco mandamientos humanos, casi siempre eran castigadas con la pena de muerte.
En los delitos contra la vida humana, dado que ésta era de Dios y Él era quien la daba y quien, exclusivamente, la podía quitar; si un hombre le quitaba la vida a otro hombre, se estaría atribuyendo funciones divinas, por lo que el castigo que se le aplicaba era la “Ley del Talión”, como así lo podemos comprobar en numerosos Capítulos de los Libros sagrados.
Entre ellos, el Libro del Génesis: “Si alguien mata a un hombre, otro hombre lo matará a él, pues el hombre ha sido creado semejante a Dios mismo” (Génesis, 9, 6). Después del derecho a la vida, el derecho a la libertad era el más importante de los derechos de los hombres, dado que Dios les hizo libres, por lo que raptar a un hombre libre para convertirle en esclavo se sancionaba con la muerte, como se puede comprobar en el Libro del Éxodo: “el que secuestre a una persona, ya sea que la haya vendido o que aún la tenga en su poder, será condenado a muerte” (Éxodo, 21, 16).
En los delitos contra la honestidad, el adulterio, era considerado como un delito muy grave, que llevaba consigo la pena capital, la cual era ejecutaba a pedradas por la comunidad, para que sirviera de escarmiento público, en los términos expuestos en el Libro del Levítico (Levítico, 20, 10-12); asimismo, la violación, la homosexualidad y el incesto estaban severamente castigados con la pena de muerte.
No así la prostitución, que estaba prohibida, aunque no expresamente penalizada, parece ser que era algo habitual y consentido (Génesis. 38, 15-22). Tampoco era tan severo el castigo para los seductores, que aprovechando sus argucias engañaban a las jóvenes, pues solamente, eran obligados a pagar al padre de la muchacha la dote correspondiente y a contraer matrimonio con la seducida (Éxodo, 22, 15-16 y Deuteronomio, 22, 28-29).
La codicia de los bienes ajenos, también, estaba sancionada severamente (Éxodo, 20, 17 y Dt. 5, 21), así como los delitos contra la propiedad privada, aunque en estos delitos la sanción conllevaba, únicamente, la indemnización por los daños causados: “el que robe tendrá que pagar el precio de lo que haya robado, y si no tiene dinero, él mismo será vendido para pagar lo robado” (Éxodo, 22, 3). Las normas de la reparación estaban, taxativamente, fijadas.
LA HUMANIZACIÓN DE LA JUSTICIA DIVINA
Esta justicia divina rigurosa, cruel e inmisericorde cambia, rotundamente, con la reconciliación del hombre con Dios, tras ser redimido de su pecado original con la venida de Jesucristo al mundo, transformándose esa justicia cruel en una justicia misericordiosa, lo que hace que desaparezca el rigor del castigo por los delitos humanos y, en su lugar, aparezca la comprensión y el perdón.
El mejor y más claro ejemplo de esta humanización de la justicia divina lo podemos apreciar en ese pasaje del Evangelio de San Juan, que se relata en su Capítulo 8: “…. entonces los escribas y los fariseos llevaron a una mujer que había sido sorprendida cometiendo adulterio, y poniéndola en medio del grupole dijeron a Jesús: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. En la ley, Moisés nos ordenó apedrear a tales mujeres. ¿Tú qué dices? Con esta pregunta le estaban tendiendo una trampa, para tener de qué acusarlo. Pero Jesús se inclinó y con el dedo comenzó a escribir en el suelo. Y como ellos lo acosaban a preguntas, Jesús se incorporó y les dijo: Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Ellos, al oír esto, se fueron retirando uno a uno, comenzando por los más viejos y siguiendo por los más jóvenes (Juan 8, 1-7)».
Este ejemplo nos evidencia de forma clara y precisa cómo la justicia divina de la Ley de Moisés, que hubiera condenado a esta mujer a ser ejecutada mediante lapidación, se había transmutado en una justicia de la caridad, cuyo fundamento era la compasión, la misericordia y el perdón.
TRASCENDENCIA PENAL Y PENITENCIARIA DE UNA JUSTICIA DIVINA MÁS HUMANA
Son, precisamente, estas ideas religiosas de benevolencia y compasión (junto con razones penológicas, de política criminal e incluso económicas) las que alumbrarían en el mundo occidental, allá por finales del siglo XVIII, las bases de un derecho penal más humanitario, que nació impulsado por el pensamiento de algunos reformistas de la época, como el Marqués de Beccaría, con su obra más conocida «Dei delitti y delle pene» (De los delitos y las penas).
Este sistema penal fue el que instauró una nueva modalidad punitiva más benévola, como fue la pena privativa de libertad, que vino sustituir a las crueles penas corporales, a los trabajos forzados, a las penas infamantes y a la pena capital.
También, fueron estas ideas religiosas de compasión y misericordia para con los condenados las que, pilotaron una importante reforma penitenciaria, iniciada por las enseñanzas de John Howard y que dieron origen a los grandes sistemas penitenciarios de finales de este citado siglo XVIII, siendo el primero de estos sistemas, el conocido como “sistema celular pensilvánico o filadélfico” que, precisamente, se caracterizó por su naturaleza ético-religioso, hasta tal punto que el régimen de vida de los presos en este sistema penitenciario se basaba en el aislamiento bajo la regla del silencio y la meditación para que éstos se reconciliasen con Dios, permitiéndoseles, como única lectura posible, la de la Biblia.
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