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Costas y colegios de abogados

Costas y colegios de abogados
El autor de esta columna, Javier Junceda, es jurista y escritor.
Interrogantes y dudas sobre la acción interpuesta por un banco al ICAB
31/7/2019 06:15
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Actualizado: 30/7/2019 21:23
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La acción interpuesta por una entidad bancaria frente al Colegio de Abogados de Barcelona (ICAB) por el asunto de las costas procesales en los pleitos en masa que aquella ha padecido en los últimos años suscita indudables interrogantes de orden sustantivo y procesal.

Aunque la fundamentación de la demanda gire en torno a la aplicación automática de los baremos colegiales en las tasaciones y la infracción que de ello pueda derivarse para la defensa de la competencia, en realidad penetra en otros ámbitos más profundos y adjetivos.

Como la configuración de los Colegios y el mismo importe de la imposición de costas cuanto este no es limitado por el juzgador en cada litigio.

Diversas cuestiones de interés surgen, pues, de esta controvertida iniciativa judicial.

Ha de comenzarse señalando que esta demanda trae su causa de la sanción que en su día impuso la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) a la citada corporación profesional por el mantenimiento y publicidad de sus tablas de honorarios.

Asunto que está sub iudice en la actualidad ante el orden contencioso.

Esa litispendencia podría suponer en este caso la prejudicialidad del artículo 434.3 de la Ley de Enjuiciamiento Civil.

Si bien dicho precepto se proyecta expressis verbis sobre los “procedimientos administrativos”, aunque con mayor motivo podría defenderse que suceda sobre una contienda contencioso-administrativa.

Prudencia

Resulta en cualquier caso evidente que, si esa resolución sancionadora de la CNMC es la auténtica hoja de ruta de la mercantil accionante, una prudencia elemental recomiende aguardar al resultado de ese contencioso en la Audiencia Nacional, porque podría constituir un elemento relevante a la hora de resolver la pertinencia o no de la millonaria reclamación que se pretende.

Con todo, no es baladí preguntarse aquí el rol que un ente regulador de la competencia ha de desplegar sobre materia profesional tan señalada.

Y especialmente si tal intervención se compadece o no con las “peculiaridades propias del régimen de los Colegios y de las profesiones tituladas” a las que llama el artículo 36 de la Constitución.

Como ya manifesté en otro lugar, si el constituyente quiso separar a las profesiones de las empresas en su regulación, era precisamente para abordarlas de forma diferenciada, por lo que llevar la estricta disciplina de mercado a quienes ejercen una profesión como la abogacía se antoja problemático.

Por más que, en efecto, existan entidades que, bajo el pretexto de ejercer esta profesión, lo que hagan son puros negocios a base de modelos o formularios en serie.

En estos casos de fábricas de pleitos, habría de arbitrarse alguna intervención colegial ejemplar que impidiera tales estrategias desde la vertiente de la autorregulación de la profesión.

Pero no dejarlas al albur de la autoridad reguladora de la competencia, salvo que consideremos como dentro de su quehacer todo comportamiento humano o colectivo que entrañe contraprestación económica.

Desde luego, esas “peculiaridades” constitucionales de la abogacía y de sus Colegios han de cobrar importancia ante estos temas, porque no hablamos de un sector sometido solamente a la economía de mercado, sino también a la misma dinámica profesional y judicial, que es algo bien distinto.

Esto conduce, además, a otra deriva procesal no menor, y es la referida a la naturaleza de la fijación de honorarios en estos supuestos, que bien pudiera ser considerada incluida entre las funciones colegiales autorreguladoras sometidas al orden contencioso, aunque cierta doctrina legal no lo comparta.

Los honorarios profesionales son eso, profesionales, de modo que mal se comprendería que los Colegios no tengan capacidad alguna sobre ellos, y mucho más cuando se lo pide un Juez por imperativo legal, de lo que luego hablaremos.

Por otro lado, extraña que en lugar de plantearse esta demanda en los términos prospectivos y desde luego audaces con que se formula, no se hubieran agotado antes los recursos ordinarios y extraordinarios frente a todas y a cada una de las piezas de tasación en las que ha sido parte el banco.

Jurisprudencia del Tribunal Supremo

Aduciendo en dicho cauce los motivos que ahora se sacan a colación acerca de la determinación individualizada y justificada del quantum de las costas, teniendo en cuenta todas las circunstancias de hecho concretas que concurren en los pleitos, como viene recordando la jurisprudencia del Tribunal Supremo.

Si eso se ha hecho y tales procedimientos de tasación de costas han alcanzado la firmeza, es de entender que no proceda cabalmente volver sobre ellos al ser cosa juzgada, aunque sea acumulando en otro proceso las cuantías abonadas por tal concepto, como ahora se intenta.

Además, está el dato ya adelantado de que en esta materia los Colegios no hacen sino cumplir con mandatos judiciales sobre expresos preceptos legales (el artículo 246.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil). 

Exigirles daños y perjuicios por este servicio jurídico sería como reclamárselo a un perito que no nos ha favorecido en un proceso y que gracias a su actuación lo hemos perdido.

Tal vez este ámbito de actuación colegial esté amparado debidamente por una ley que le faculta a determinar, sin especificar cómo, la cuantía de unas costas procesales.

En fin, en su demanda, la entidad financiera propone como alternativa a los baremos colegiales un informe fijando los mismos, lo cual sorprende, porque tácitamente se aparta de la jurisprudencia que alega sobre las cuantías individualizadas y caso por caso de las costas procesales.

Es decir:

Se censura que el Colegio determine de forma automática en sus criterios orientadores las costas, pero se propone como opción otra automatización consistente en una estimación de las mismas por una consultora, que valora por sí y ante sí unas cifras a la baja de los honorarios profesionales a las que se propone acatar como auto de fe.

Sin perjuicio del desenlace de esta peculiar controversia, bien haremos en reflexionar sobre tres aspectos que aquí concurren, en especial en rescatar a las “peculiaridades” profesionales de manos de quienes se ocupan específicamente del mercado.

En someter a los que utilizan a la abogacía para otras cosas que no lo son, perjudicando al colectivo y su buen nombre; y, en fin, en abordar de una vez el régimen legal de las costas procesales, quizá otorgando la facultad al juez de imponerlas solo en casos de temeridad y mala fe manifiestas o bien sobre importes fijados por la propia ley.

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